Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación
de un hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en
muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén, etc.), el
Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los Padres de la
Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de la Humanidad
de Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una doble dirección:
por un lado, el “abajamiento” y la cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros
(el toque de sus dedos, la profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima);
por otro lado, el intento de despertar en el hombre la confianza, la fe y la
conversión del corazón.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van mucho más allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don
divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía,
tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del don divino,
experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una profunda y genuina
gratitud.
También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (7,31-37):
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: «Ábrete.»
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
El Evangelio de hoy nos trae un milagro de curación en que
Jesús dice: Effetá: ábrete. Y al pronunciar Jesús esta
palabra y al tocar la lengua de un sordo y tartamudo, éste quedó totalmente
curado de esa doble limitación. Y los presentes exclamaban: “¡Qué
bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc. 7,
31-37).
Los milagros son signos exteriores de cosas más profundas que
Dios realiza en cada persona. Son signos de la conversión, del perdón del
pecado, de la gracia divina que actúa, de la vida nueva que Cristo comunica.
Este milagro en particular ha sido un símbolo especial en la
Iglesia desde los primeros siglos. La Iglesia lo ha tomado como referido
a lo que sucede en el Bautismo.
Los que hayan ido a un Bautizo, podrán haberse dado cuenta de
que hay un momento en la ceremonia cuando el Celebrante hace mención a este
milagro. Así le reza al bautizado: “El Señor Jesús, que hizo oír a los
sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y
proclamar la fe”.
Sin embargo, después de Cristo y después del Bautismo ya hemos
sido redimidos, rescatados, y tenemos todos los medios necesarios para poder
escuchar la voz de Dios y para proclamar nuestra fe en El.
Todos los obstáculos y trabas del Demonio quedan bajo control,
siempre y cuando aprovechemos las gracias que Dios nos comunica en todo
momento.
Y ¿en qué consiste la sordera espiritual? En no poder
escuchar a Dios. El ruido del mundo puede opacar y hasta tapar la voz de
Dios. El mundo puede aturdirnos. Las insinuaciones del Demonio tratan
de que captemos la voz de Dios como no importante, hasta tonta, contraria a
“nuestras” ideas, etc.
Más aún: el Demonio nos hace creer que la voz de Dios es
contraria a nuestros pretendidos “derechos”.
Como siempre, el Demonio pretende engañar y –de hecho- engaña
a los que se quieren dejar engañar, porque prefieren las nefastas y malignas sugerencias
del Maligno, que la suave y respetuosa voz de Dios.
Volviendo a la sordera: las enfermedades físicas pueden
ser un gran peso, sobre todo si no se llevan con entrega a la voluntad de
Dios. Pero, con todo el peso que éstas pueden causar, las otras, las
espirituales, son mucho más dañinas y peligrosas.
Un ciego espiritual es aquél que no puede ver los caminos de
Dios.
Un cojo espiritual es aquél que no puede andar por los caminos
de Dios.
Un sordo espiritual es aquél que no puede oír la voz de Dios.
Un mudo espiritual es aquél que no puede proclamar su fe en
Dios.
Estos enfermos espirituales están en una situación mucho más
grave que los que tienen impedimentos físicos de la vista, el oído o la
lengua. Porque un ciego que no puede ver el mundo físico que lo rodea,
podría -si está abierto a Dios- ver en su corazón el camino que El le
señala. Y un sordo que no pueda oír a nadie, podría oír a Dios en su
corazón.
Ya en el Antiguo Testamento habían sido anunciados los
milagros de curaciones físicas y espirituales que el Mesías realizaría.
Sobre todo, el profeta Isaías los anunció como si los hubiera visto (Is.
35, 4-7), pasaje que nos trae la Primera Lectura de hoy.
Jesús hace mención a este pasaje de Isaías cuando San Juan
Bautista manda a preguntarle si era el Mesías esperado. Así responde el
Señor a su primo, el Precursor:
“Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: los
ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los leprosos quedan sanos, los
muertos resucitan, y la Buena Nueva llega a los pobres” (Mt. 11, 4-5 y Lc. 7,
22-23). Y Juan Bautista entendió clarito lo que Jesús le mandó a
decir.
Es muy importante notar que en la pobreza también distinguimos
la material y la espiritual. En cuanto a la pobreza material, Dios no
hace distinciones y exige que nosotros tampoco las hagamos, como bien instruye
el Apóstol Santiago (St. 2, 1-5).
Y si alguna preferencia tiene el Señor es por los pobres, pero
sobre todo por los que son pobres espirituales.
La pobreza material puede ir acompañada o no de la pobreza
espiritual. La pobreza material por sí misma no santifica. La
pobreza espiritual, sí. La material hay que remediarla. La
espiritual hay que promoverla.
La espiritual consiste en sabernos necesitados de Dios, en
sabernos débiles si no tenemos la fuerza de Dios, en reconocernos incapaces de
nada si Dios no nos capacita, en saber poner nuestra esperanza sólo en Dios.
Desde el Antiguo Testamento se habla de esta pobreza
espiritual:
Is. 66, 6: “fijo realmente mis ojos en el pobre y en el
corazón arrepentido, que se estremece por mi Palabra”.
Is. 61, 1: “Me ha enviado para llevar la buena nueva a los
pobres”.
Sof. 2, 3: “Busquen a Yavé, todos ustedes pobres del país que
cumplen sus mandatos”.
Sof. 3, 12: “Dejaré un pueblo humilde y pobre, que buscará
refugio sólo en el Nombre de Yavé”.
Tener pobreza espiritual es saber que es Dios Quien hace
maravillas en nosotros, como bien lo proclamó la Santísima Virgen María en el
Magnificat: “el Poderoso ha hecho maravillas en mí” (Lc. 1, 46-55).
Esa promesa se cumplirá en aquéllos que seamos pobres
espirituales, quienes -como María- nos demos cuenta que no somos nosotros, sino
que es Dios el que hace maravillas en quienes Lo reconocemos a El como el
Todopoderoso.
“¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para
hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman?”,
nos dice el Apóstol Santiago. Y una de las condiciones para heredar su
Reino es el hacernos pobres espirituales.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org
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