Hoy, Jesucristo nos es presentado como Rey del Universo.
Siempre me ha llamado la atención el énfasis que la Biblia da al nombre de
“Rey” cuando lo aplica al Señor. «El Señor reina, vestido de majestad», hemos
cantado en el Salmo 92. «Soy rey» (Jn 18,37), hemos oído en boca de Jesús mismo.
«Bendito el rey que viene en nombre del Señor» (Lc 19,14), decía la gente
cuando Él entraba en Jerusalén.
Ciertamente, la palabra “Rey”, aplicada a Dios y a Jesucristo, no tiene las connotaciones de la monarquía política tal como la conocemos. Pero, en cambio, sí que hay una cierta relación entre el lenguaje popular y el lenguaje bíblico respecto a la palabra “rey”. Por ejemplo, cuando una madre cuida a su bebé de pocos meses y le dice: —Tú eres el rey de la casa. ¿Qué está diciendo? Algo muy sencillo: que para ella este niñito ocupa el primer lugar, que lo es todo para ella. Cuando los jóvenes dicen que fulano es el rey del rock quieren decir que no hay nadie igual, lo mismo cuando hablan del rey del baloncesto.
Entrad en el
cuarto de un adolescente y veréis en la pared quiénes son sus “reyes”. Creo que
estas expresiones populares se parecen más a lo que queremos decir cuando
aclamamos a Dios como nuestro Rey y nos ayudan a entender la afirmación de
Jesús sobre su realeza: «Mi Reino no es de este mundo» (Jn 18,36).
Para los cristianos nuestro Rey es el Señor, es decir, el centro hacia el que se dirige el sentido más profundo de nuestra vida. Al pedir en el Padrenuestro que venga a nosotros su reino, expresamos nuestro deseo de que crezca el número de personas que encuentren en Dios la fuente de la felicidad y se esfuercen por seguir el camino que Él nos ha enseñado, el camino de las bienaventuranzas. Pidámoslo de todo corazón, pues «dondequiera que esté Jesucristo, allí estará nuestra vida y nuestro reino» (San Ambrosio).
Para los cristianos nuestro Rey es el Señor, es decir, el centro hacia el que se dirige el sentido más profundo de nuestra vida. Al pedir en el Padrenuestro que venga a nosotros su reino, expresamos nuestro deseo de que crezca el número de personas que encuentren en Dios la fuente de la felicidad y se esfuercen por seguir el camino que Él nos ha enseñado, el camino de las bienaventuranzas. Pidámoslo de todo corazón, pues «dondequiera que esté Jesucristo, allí estará nuestra vida y nuestro reino» (San Ambrosio).
Lectura
del santo evangelio según san Juan
(18,33b-37):
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?»
Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Con esta fiesta de Jesucristo Rey del Universo concluimos el
presente Año Litúrgico, para comenzar el próximo domingo con el Adviento, en
preparación para la Navidad.
Las lecturas de hoy, entonces, nos hablan del reinado de
Cristo. El Evangelio nos trae el interrogatorio de Pilatos a Jesús y sus
respuestas. Poco, poquísimo, habló Jesús en el injustísimo juicio sumario
a que fue sometido, pero algo de lo que sí habló fue de su Reino, el Reino del
cual El es Rey.
A Jesús lo acusaron de que pretendía ser Rey, porque esa era
la forma como sus enemigos lograrían que los Romanos lo crucificaran. Por
eso Pilato quiso precisarlo para ver si de verdad pretendía ser Rey de los
judíos, cosa inaceptable por el Imperio Romano, cuyo único rey era el César.
“Tú lo has dicho”, respondió Jesús, “sí soy Rey ... pero mi
Reino no es de aquí, no es de este mundo” (Jn. 18, 33-37).
Y, efectivamente, Jesús no es rey de este mundo. El
mismo lo dijo durante ese interrogatorio acelerado que tuvo lugar antes de ser
condenado a muerte: “Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían
luchado para que no cayera en manos de los judíos”.
¿Qué querría decir Jesús con eso de que su reino no era de
este mundo? En los reinados temporales el poder es limitado en el espacio
que ocupan y en el tiempo que duran, por más prolongados que sean, por más
extensos que sean sus territorios o por más influencia que puedan tener en el
mundo. Y, efectivamente, el Reino de Cristo no tenía esas
características, porque no es de este mundo. El reinado de Cristo
será diferente a los reinados de la tierra.
Su reinado será como es Dios: eterno e infinito, sin
límite de tiempo ni de espacio. Su reinado nunca se acabará y su reino
nunca será destruido. Y ese reinado ya comenzó, pero será establecido
definitivamente y para siempre en la Parusía, en su segunda venida en gloria.
La Primera Lectura es del Profeta Daniel, quien desde el
Antiguo Testamento hace ya referencia al reinado de Cristo:
“Entonces recibió la soberanía, la gloria y el reino. Y todos los pueblos y naciones de todas las lenguas lo servían. Su poder nunca se acabará, porque es un poder eterno, y su reino jamás será destruido” (Dn. 7, 13-14).
Llegado el momento del reinado de Cristo, se acabarán todos
los reinos de este mundo, todos los poderes temporales, y sólo existirá el
poder de Dios.
Todos seremos sus súbditos, pero ¡qué clase de súbditos!
Todos estaremos sometidos a El, pero ¡qué clase de sometimiento! Pues
seremos coherederos y reinaremos con El. Es lo que nos quiere decir San
Juan en la Segunda Lectura tomada del Apocalipsis: “Ha hecho de nosotros un
reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap.1, 5-8).
Esto mismo lo expresa muy bien San Pablo cuando nos dice que
somos hijos de Dios y herederos con Cristo: “Ustedes recibieron el
Espíritu que los hace exclamar’ ¡Abba, Padre!’. El mismo Espíritu le
asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y si somos hijos,
somos también herederos. Y nuestra herencia es Dios, y la compartiremos
con Cristo; pues si ahora sufrimos con El, con El recibiremos la Gloria” (Rom.
8, 15-17).
Ahora bien, ¿cómo será ese momento cuando Cristo venga a
establecer su Reino? La Sagrada Escritura nos trae repetidas
descripciones de esa segunda venida de Cristo:
“Vi a alguien semejante a un hijo de hombre, que venía entre
las nubes del cielo”, leemos en la Primera Lectura del Profeta Daniel.
“Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad” (Mc. 13, 26), nos decía el mismo Jesús en el Evangelio del domingo pasado.
“Miren: El viene entre las nubes, y todos lo
verán”, nos dice la Segunda Lectura de hoy.
Será ése el momento de la complementación definitiva del
reinado de Cristo, aquel Reino que El mismo refirió a Pilatos. Pero Él también
nos dijo cómo podemos ser parte de su Reino:
“Busquen primero el reino de Dios y su justicia y lo demás
vendrá por añadidura” (Mt. 6, 33).
“No es el que dice ¡Señor! ¡Señor! el que entrará en el
Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt. 7, 21).
“Les aseguro que, si no cambian y vuelven a ser como niños,
no podrán entrar al Reino de los Cielos” (Mt. 18, 3).
También el Apóstol San Juan nos da en la Segunda Lectura,
tomada del Apocalipsis, algunas referencias del reinado de Cristo. El
es “el Alfa y el Omega”, principio y fin de todo. Recordemos
que a Moisés Dios se le reveló como “Yo soy el que soy” (Ex. 3,
14). Y a San Juan, el discípulo amado, se le revela como “el
que es, el que era y el que ha de venir, el Señor del universo” (Ap. 1,
8).
Dios siempre ha sido, es y será. Y vendrá de
nuevo. Sí, volverá para mostrar su realeza, para mostrar que es “el
Señor del universo”, el Todopoderoso. Y, tal como anunció el
Arcángel Gabriel a la Santísima Virgen María “gobernará por siempre a su
pueblo y su Reino no tendrá fin” (Lc. 1, 33).
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