El cuarto domingo de Adviento nos deja ya a las puertas de
la Navidad. Este tiempo de preparación, que comienza con la perspectiva de la
venida del Reino, termina concentrándose en un punto concreto de la historia,
de nuestra historia. Allí convergen las promesas de los profetas. Allí se
juntan ahora nuestros recuerdos. Todas las miradas se dirigen a Belén. La
verdad es que Belén es, por ahora, un escenario vacío. Hasta los protagonistas
de nuestra historia, José, María y el niño que está en su vientre, están en
camino hacia Belén. No es más que una aldea. Dice el profeta Miqueas en la
primera lectura que es “pequeña entre las aldeas de Judá”. Pero esa es la
pequeñez que Dios ha escogido para hacerse presente entre los hombres. Allí, en
un rincón perdido y escondido, el cielo se juntará con la tierra y lo imposible
se hará realidad: Dios se hizo carne en un niño recién nacido.
Desde entonces, nuestra relación con
Dios cambió para siempre. En aquel momento descubrimos que adorar a Dios no es
ofrecer sacrificios ni ofrendas. No hay que ofrecer la vida de los animales ni
la nuestra propia. Aquí no estamos para morir por Dios sino para vivir por él.
Aquí estamos “para hacer tu voluntad”, como dice la lectura de la carta a los
hebreos. Y la voluntad de Dios es que vivamos, que seamos felices, que
crezcamos y maduremos en el uso de nuestra libertad, que nos respetemos unos a
otros porque todos somos miembros de su familia, la familia del Abbá.
Lectura
del santo Evangelio según San Lucas (1,39-45):
En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la
montaña, a un a ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Palabra de Dios
COMENTARIO.
Termina el Adviento y ya llega la Navidad. Ya nace el
Redentor del mundo en Belén, esa “pequeña entre las aldeas de
Judá”. Pero, dice la profecía de Miqueas (Mi. 5, 1-4) “de
ti saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a los días más
antiguos”. La profecía hacía alusión al Mesías, a su origen antiguo
(eterno), por lo tanto, a su divinidad. Y también a la omnipotencia y
grandeza de Dios: “la grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y El mismo
será la Paz”.
Los israelitas sabían que el Mesías debía nacer en
Belén. Prueba de ello es que cuando los Reyes Magos llegan a Jerusalén
preguntando por El, los sumos sacerdotes y los conocedores de las Escrituras
refirieron al Rey Herodes esa profecía de Miqueas (cfr. Mt. 2, 1-6).
Suponemos, entonces, que la Virgen y San José conocían esta profecía y que el
viaje obligado de José a Belén para el censo, les daría una certeza adicional
de que Quien nacería del seno de la Virgen, era verdaderamente el Mesías.
Lo curioso es que pareciera que el César controlara su gran
imperio. Pero –si nos fijamos bien- es Dios el que está al mando de la
situación. Dios utiliza este decreto sorpresivo del César para que se
cumpla el decreto previo de Dios: el Mesías ha de nacer en Belén.
Un detalle que nos muestra que Dios es el Señor de la Historia: la de
cada uno, la de cada nación, la de cada pueblo. Somos actores, pero Dios
dirige…aunque no nos demos cuenta.
La profecía también anunciaba a María, la Madre del
Redentor. “Si Yahvé abandona a Israel, será sólo por un tiempo,
mientras no dé a luz la que ha de dar a luz”. María, la que habría
de dar a luz, preanunciada desde el comienzo de la Escritura (Gn. 5,
30) como la que aplastaría la cabeza de la serpiente con su descendencia
divina, es la Madre del Mesías. Además, es la vencedora del Demonio por
su fe y su entrega a Dios. María era simple criatura de Dios, adornada
-es cierto- de dones inmensos, pero tuvo que tener fe y tuvo que dar su
sí. Y con su fe y con su sí se realizó el más grande milagro: Dios
se hace Hombre y nos rescata de la esclavitud del Demonio.
“Dichosa tú que has creído que se cumpliría cuanto te fue
anunciado de parte del Señor” (Lc. 1, 39-45). Son palabras de
Santa Isabel, su prima, cuando María encinta llegó a visitarla. Isabel
conocía de sobra la importancia de la fe, pues su marido, Zacarías, no había
creído lo que el Ángel le había anunciado a él sobre la concepción milagrosa de
su hijo, San Juan Bautista, el Precursor del Mesías. Milagrosa, porque
eran una pareja estéril y añeja. Zacarías quedó mudo hasta después del nacimiento
de Juan, por no haber creído que lo anunciado se cumpliría. (cfr. Lc. 1,
5-25 y 57-80).
La fe es muy importante en nuestro camino hacia Dios.
¿Qué hubiera pasado si María no hubiera creído, si hubiera sido racionalista,
incrédula, desconfiada, escéptica? De allí que la primera cualidad en
imitar de la Virgen es su fe en Dios, en que todo es posible para Dios, aún lo
más increíble, tan increíble como lo que a Ella sucedió, que, sin conocer
varón, el Espíritu Santo la haría concebir a Dios mismo en su seno, en forma de
bebé. Increíble, pero “para Dios nada es imposible” (Lc. 1, 37).
Lo segundo en María es su entrega a la Voluntad de
Dios. Después de conocer lo que Dios haría, la Virgen se entrega en forma
absoluta a los planes de Dios: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en
mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).
Estas palabras con las que la Virgen hace su entrega a Dios
recuerdan las del Salmo 40, 8, que Ella seguramente conocía: “Aquí
estoy para hacer tu voluntad”. La Carta a los Hebreos también las retoma
cuando habla del sacrificio de Cristo y pone a Cristo a decir: “No te agradan
los holocaustos ni los sacrificios ... entonces dije -porque a Mí se refiere la
Escritura: ‘Aquí estoy, Dios mío; vengo a hacer tu voluntad” (Hb. 10, 5-10).
Fe y entrega a la Voluntad de Dios, tanto en la Madre como
en el Hijo, son condiciones indispensables para seguirlos, para que se cumpla
en nosotros lo que Dios nos ha prometido y lo que nos trae en Navidad:
nada menos que nuestra salvación!
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