Hoy, contemplamos los efectos saludables de la presencia de
Jesús y de María, su Madre, en el corazón de los acontecimientos humanos, como
en el caso que nos ocupa: «En aquel tiempo, se celebraron unas bodas en Caná de
Galilea. Estaba allí la madre de Jesús. También fue invitado Jesús, junto con
sus discípulos» (Jn 2,1-2).
Jesús y María, con una intensidad diferente, hacen presente a Dios en cualquier lugar donde estén y, donde está Dios, allí hay amor, gracia y milagro. Dios es el bien, la verdad, la belleza, la abundancia. Cuando el sol despliega sus rayos en el horizonte, la tierra se ilumina y recibe calor, y toda vida trabaja para producir su fruto. Cuando dejamos que Dios se acerque, el bien, la paz y la felicidad crecen sensiblemente en los corazones, quizás fríos o dormidos hasta entonces.
La mediación que Dios ha escogido para hacerse presente entre los hombres y comunicarse profundamente con ellos, es Jesucristo. La obra de Dios llega al corazón del mundo por la humanidad de Jesucristo y, secundariamente, por la presencia de María. Poco sabían los novios de Caná a quién habían invitado a su boda. La invitación respondía probablemente a algún vínculo de amistad o parentesco. En aquellos momentos, Jesús todavía no había hecho ningún milagro y la importancia de su persona era desconocida.
Él aceptó la invitación porque está a favor de las relaciones humanas principales y sinceras, y se sintió atraído por la honestidad y buena disposición de aquella familia. Así, Jesús hizo presente a Dios en aquella celebración familiar. Allí, «en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales» (Jn 2,11) prodigiosas y allí el Mesías «abrió el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente» (San Juan Pablo II).
Aproximémonos también nosotros a la humanidad de Jesús, tratando de conocer y amar más y de manera progresiva, su trayectoria humana, escuchando su palabra, creciendo en fe y confianza, hasta ver en Él el rostro del Padre.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (2,1-11):
EN aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice:
«No tienen vino».
Jesús le dice:
«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes:
«Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
«Sacad ahora y llevadlo al mayordomo».
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:
«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
Palabra de Dios
COMENTARIO
Frecuentemente Dios usa en la Sagrada Escritura el símil del
amor nupcial para representar cómo es su Amor: fuerte y tierno, celoso y
misericordioso. Bellísimos son los textos que nos trae la Primera Lectura
del Profeta Isaías al respecto: “Como un joven se desposa con una doncella, se
desposará contigo tu Hacedor” (Is. 62, 1-5). “Pues tu Creador va a
ser tu esposo” (Is. 54, 5).
Y en ese símil del amor nupcial, Dios opone su Amor de
Esposo a las infidelidades y traiciones de la esposa infiel, que es el pueblo
de Dios, Israel, la Iglesia, cada uno de nosotros.
Veamos cómo presenta el tema del amor entre Dios y su pueblo
el Profeta Jeremías: “Aun me acuerdo de la pasión de tu juventud, de tu
cariño como novia, cuando me seguías por el desierto, por la tierra sin
cultivar” (Jer. 2, 2) “Hace tiempo que has quebrado el yugo, soltándote de sus
lazos. Tú dijiste: ‘Yo no quiero servir’. Y sobre cualquier loma,
bajo cualquier árbol frondoso, te tendías como una prostituta” (Jer. 2,
20). “Con amor eterno te he amado. Por eso prolongaré mi favor
contigo” (Jer. 31, 3).
El Profeta Ezequiel vuelve a presentar el tema de las
infidelidades de la esposa de Dios: “Pasé junto a ti y te vi.
Estabas en la edad de los amores; entonces con el vuelo de mi manto recubrí tu
desnudez, con juramento me uní en alianza contigo y fuiste mía” (Ez. 16,
8). “Pero tú, confiada en tu belleza, y valiéndote de tu fama, te
prostituiste entregándote a cuantos pasaban” (Ez. 16, 15). “Pero Yo
tendré presente la Alianza que hice contigo en los días de tu juventud, y
estableceré contigo una Alianza eterna. Y tú recordarás tu conducta y te
avergonzarás de ella” (Ez. 16, 60-61). “Porque Yo seré quien renovaré mi
alianza contigo y sabrás que Yo soy Yahvé ... cuando Yo te haya perdonado todo
lo que has hecho” (Ez. 16, 62).
Estos son textos del Antiguo Testamento: del Profeta Isaías,
de Jeremías y de Ezequiel. Pero también en el Nuevo Testamento, vemos
cómo San Pablo refiere el mismo tipo de comparación entre el amor nupcial y el
Amor de Cristo por su Iglesia.
Y es interesante notar que la comparación puede usarse en
ambos sentidos: por un lado, que los esposos aprendan a amarse como
Cristo ama a su Iglesia. Y por el otro, que la Iglesia, pueblo de Dios
-cada uno de nosotros- pueda comportarse como la esposa enamorada, fiel y
entregada al Esposo, que es Dios.
“Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y
se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5, 25). Y refiriéndose
San Pablo al amor conyugal definido en el comienzo de la Escritura (cfr.
Gen. 2, 24), por el que hombre y mujer se unen y forman un solo ser, nos
dice así el Apóstol: “este misterio es muy grande y yo lo refiero a Cristo
y a la Iglesia” (Ef. 5, 33).
A Jesús le gustaba también el símil del amor nupcial.
Varias veces nos habló del “banquete nupcial” (Mt. 22, 1-10) y 15,
1-13), y también del traje nupcial (Mt. 22, 11). Así,
pues, con estas bellas expresiones del amor nupcial, en las que Dios se define
como “el Esposo” y en las que exige amor fiel a la esposa infiel, a la que
perdona y vuelve a buscar, convenciéndola con su Amor celoso y magnánimo, que
vuelva a ser fiel a El, no es casual que el primer milagro que Jesús realiza
sea precisamente en una boda.
No sabemos el nombre, ni quiénes fueron los novios de Caná,
aquéllos que sirvieron el mejor vino al final. Pero sí sabemos Quién es
el Esposo fiel a Quien todos debemos fidelidad y Quien nos busca y nos perdona,
a pesar de nuestras infidelidades. Se llama Dios. Es nuestro
Creador, el Esposo que nos posee con su Amor eterno.
Estaban Jesús y su Madre en esta boda. Y es Ella quien
lo convence -casi lo forza- a hacer el milagro de convertir agua en vino, para
que los novios, a quienes se les había terminado el vino, no quedaran mal ante
sus invitados. Es lo que nos cuenta el Evangelio de hoy (Jn. 2,
1-11).
Cosa aparentemente frívola y hasta poco importante:
más vino para una fiesta. Pero esto nos indica que Dios y la Madre de
Dios están pendientes hasta de los más insignificantes detalles de nuestra
vida. De todo se ocupan ... aunque nosotros creamos que somos nosotros
mismos quienes resolvemos todo.
A simple vista parece como que Jesús le hubiera hecho un
desplante a su Madre en las Bodas de Caná. Cuando se acaba el vino, ella
como que le sugiere que haga algo. Y la respuesta del Hijo a su Madre
parece ser un desplante: "Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo?
Todavía no llega mi hora" (Jn 1, 1-11).
¿Sería un desplante de verdad? Y si lo hubiera sido,
¿por qué María parece no hacerle caso a Jesús, sino que le da órdenes a los
sirvientes para preparar el milagro que su Hijo está a punto de realizar?
Es que no fue un desplante. ¿Cómo que no? ¿Si ni
siquiera la llamó Madre o mamá, sino “Mujer”? Es que ahí en esa palabra,
aparentemente dura, es que está el detalle.
Al decirle “Mujer”, la está reconociendo como la
“Mujer”del Génesis, aquélla cuya descendencia aplastará la cabeza de la
serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la Mujer…” (Gn 3, 15).
Y “Mujer”es el mismo nombre que Jesús moribundo le da en la
Cruz: “Mujer ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26).
Pero falta aún otro momento imponente en que la Virgen María
es llamada “Mujer”. Es en el Apocalipsis: “la Mujer vestida de
sol con la luna bajo los pies y en su cabeza una corona de 12 estrellas” (Ap
12, 1).
Tres momentos muy solemnes de la Sagrada Escritura en que la
Santísima Virgen es llamada “Mujer”.
Los otros dos momentos parecen muy graves y solemnes. Pero
¿qué tiene de solemne el milagro de Caná? Volvamos al supuesto
“desplante” de Jesús a su Madre.
“Mujer, a ti y a Mí ¿qué? Aún no ha llegado mi
hora.” La respuesta de Jesúsha sido traducida de varias
formas: - ¿qué nos importa a nosotros? - ¿por qué te metes en mis
asuntos?
Sin embargo, la traducción más plausible pareciera
ésta: Mujer, lo que a ti, a Mí. Es decir: si me
revelo, ya comienza todo y tú vas a participar en esto también. El
sufrimiento va a comenzar para ti y para Mí. Por eso es que le
agrega “no ha llegado mi hora”. Porque una vez comience su
misión, llegada su hora, realizando su primer milagro, Jesús sabe cómo termina
esa misión: con su muerte.
Y ¿por qué se lo recuerda a su Madre? Muchos teólogos
piensan que María debía dar su sí nuevamente para el inicio de la revelación de
Jesús como Mesías, como Hijo de Dios. Por eso es que le advierte del
riesgo de realizar ese primer milagro.
Y por eso es que ella parece no hacerle caso al tal “desplante”, sino que da de nuevo su “Sí” al instruir a los sirvientes: “Hagan lo que El les diga”. Y con ese nuevo “Sí”, Jesús hizo aquel milagro espectacular en calidad y en cantidad. En calidad, porque el vino era maravilloso. Pero la cantidad era impresionante.
Y por eso es que ella parece no hacerle caso al tal “desplante”, sino que da de nuevo su “Sí” al instruir a los sirvientes: “Hagan lo que El les diga”. Y con ese nuevo “Sí”, Jesús hizo aquel milagro espectacular en calidad y en cantidad. En calidad, porque el vino era maravilloso. Pero la cantidad era impresionante.
Las vasijas que llenaron de agua eran gigantes: “Había allí
seis recipientes de piedra, de los que usan los judíos para sus purificaciones,
de unos cien litros de capacidad cada uno. Jesús dijo: ‘Llenen de agua
esos recipientes.’ Y los llenaron hasta el borde”.
¡O sea, que la cantidad de agua que luego fue transformada
en vino fueron 600 litros, como 800 botellas de vino!!!
Y ¿qué sucede al final? “Así manifestó su gloria y sus
discípulos creyeron en El”.
Los milagros a veces suceden. Pero nuestra fe no puede
depender de milagros. ¡En eso nos ayuda la Santísima Virgen María, que,
como buena Madre, se ocupa de todos los detalles…hasta la falta de vino en una
boda!
La Segunda Lectura también es de San Pablo (1 Cor. 12,
4-11) y nos habla de un tema distinto al amor nupcial. Pero tema
importante y de mucha actualidad. Se trata de los carismas o dones
carismáticos que el Espíritu Santo derrama en la Iglesia, para el bien de la
Iglesia y de las personas, y para reavivar la fe en las diferentes comunidades
eclesiales.
Hoy en día, el Espíritu Santo derrama sus carismas sobre
todo en los grupos de oración, o en los grupos donde se ora. Y Dios que
es libérrimo en todas sus acciones, “distribuye a cada uno sus dones,
según su voluntad”.
Y respecto de los carismas, nos dice el Concilio Vaticano II
que para realizar la evangelización “el Espíritu Santo da a los fieles
(cf. 1a. Cor 12,7) dones peculiares, distribuyéndolos a cada uno
según su voluntad (1a. Cor. 12,11)” (AA 1-3).
Y es así como para ayudar en el servicio al prójimo y sobre
todo en la difusión del mensaje divino de salvación, pueden surgir en algunos
orantes -como un auxilio especialísimo del Señor- los Carismas o Dones
Carismáticos, llamados por los Místicos “gracias extraordinarias” y por el
Concilio “dones peculiares”, que son dados para utilidad de la comunidad, pues
su manifestación está dirigida hacia la edificación de la fe, como auxilio a la
evangelización y como un servicio a los demás, tal como lo indica San Pablo y
como nos lo recuerda el Concilio.
Los Carismas son, pues, dones espirituales, que Dios da como
un regalo y que no dependen del mérito ni de la santidad de la persona, ni
tampoco son necesarios para llegar a la santidad. Sin embargo, al usarlos
como un servicio al prójimo, de hecho, se produce progreso en la vida
espiritual, pero no por el Carisma en sí, sino por el acto de servicio.
En cuanto a los Carismas, hay que tener muy
presente no caer en actitudes equivocadas:
Desecharlos por
incredulidad o falta de sencillez espiritual, o ahogarlos por
temor. A tal efecto nos dice San Pablo: “No apaguen el Espíritu, no
desprecien lo que dicen los profetas. Examínenlo todo y quédense con lo
bueno” (1a. Tes. 5,19-21).
Considerarlos
lo más importante en la oración o en la evangelización. Los Carismas
son sólo auxilios en la evangelización, para despertar y fortalecer
la fe de aquéllos en medio de los cuales se manifiestan estos dones
extraordinarios del Espíritu de Dios.
Considerarlos
como propios de la persona a través de la cual se manifiestan.
Los Carismas no se poseen. Ni tampoco puede decirse que éstos poseen
a la persona. Como todo don de Dios, son de Dios. Es Dios
actuando a través de la persona que se deja poseer por el Señor, que es Quien
actúa a través de esa persona. La persona viene a ser instrumento de
Dios. Y así como no puede decirse que la música es del instrumento a
través del cual esa música suena, tampoco puede decirse que el Carisma es de la
persona a través de la cual se manifiesta.
Nos dice el Concilio que es a los Pastores a quienes “toca
juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio, no, por
cierto, para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y
retengan lo que es bueno (cr. 1a. Tes. 5, 12-19-21)” (AA 1-3).
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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