Hoy contemplamos a Jesús ya adulto. El niño del Pesebre se
hace un hombre completo, maduro y respetable, y llega el momento en el que ha
de trabajar en la obra que el Padre le ha confiado. Así es como le encontramos
en el Jordán en el momento de empezar esta labor: uno más en la fila de
aquellos contemporáneos suyos que iban a escuchar a Juan y a pedirle el baño
del bautismo, como signo de purificación y renovación interior.
Allí, Jesús es descubierto y señalado por Dios: «Puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’» (Lc 3,21-22). Es la etapa preparatoria del gran camino que está dispuesto a emprender y que le conducirá hasta la Cruz. Es el primer acto de su vida pública, su investidura como Mesías.
Allí, Jesús es descubierto y señalado por Dios: «Puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’» (Lc 3,21-22). Es la etapa preparatoria del gran camino que está dispuesto a emprender y que le conducirá hasta la Cruz. Es el primer acto de su vida pública, su investidura como Mesías.
Es también el proemio de su modo de actuar: no obrará con violencia, ni con gritos y asperezas, sino con silencio y suavidad. No cortará la caña quebrada, sino que la ayudará a mantenerse firme. Abrirá los ojos a los ciegos y librará a los cautivos. Las señales mesiánicas que describía Isaías, se cumplirán en Él. Nosotros somos los beneficiarios de todas estas cosas porque, como leemos hoy en la carta de san Pablo: «Él nos salvó, no por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia, por medio del bautismo regenerador y la renovación del Espíritu Santo que derramó abundantemente sobre nosotros (...). De este modo, salvados por su gracia, Dios nos hace herederos conforme a la esperanza que tenemos de alcanzar la vida eterna» (Tit 3,5-7).
La fiesta del Bautismo de Jesús debe ayudarnos a recordar nuestro propio Bautismo y los compromisos que por nosotros tomaron nuestros padres y padrinos al presentarnos en la Iglesia para hacernos discípulos de Jesús: «El Bautismo nos ha liberado de todos los males, que son los pecados, pero con la gracia de Dios debemos cumplir todo lo bueno» (San Cesáreo de Arlés).
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (3,15-16.21-22):
En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:
«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
Palabra del Señor
COMENTARIO.
De allí que llama la atención el que Jesús, el Hijo de Dios,
que se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, se acercara a la
ribera del Jordán, como cualquier otro de los que se estaban convirtiendo, a
pedirle a Juan, su primo y su precursor, que le bautizara. Tanto es así,
que el mismo Bautista, que venía predicando insistentemente que detrás de él
vendría “uno, que es más que yo, y yo no merezco ni agacharme para
desatarle las sandalias” (Lc. 3, 15-16 y 21-22), se queda impresionado de
la petición del Señor.
Y es que en esta escena en el Jordán podemos entender esas
palabras de San Pablo: “Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió
el pecado” (2 Cor 5, 21).
Jesucristo se humilla hasta pasar por pecador, hasta parecer
culpable, pidiendo a San Juan el Bautismo de conversión! Pero es
que tenía que ser así, porque la razón de su Bautismo en el Jordán era la misma
que la de su Nacimiento: identificarse con nosotros que somos pecadores.
Por eso cuando San Juan Bautista no quiere bautizarlo, Jesús
le insiste como queriéndole decir: a ti no te parecerá adecuado, pero en
realidad sí está en completa armonía con el motivo de mi venida. Es que
Cristo vino a identificarse con una humanidad pecadora: El vino a
compartir nuestra culpa y a liberarnos de ella.
Entonces Juan Bautista al verlo venir de nuevo a Jesús
exclamó: “He ahí el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo” (Jn.
1-29). ¿Qué significará eso de que Cristo es ahora el Cordero?
Antes de Cristo los israelitas sacrificaban corderos,
buscando la expiación de sus pecados. Cristo, al cargar con nuestros
pecados, se hace el verdadero Cordero de Dios, para salvarnos de nuestros
pecados. Es lo que nos dice el Sacerdote al presentarnos a Cristo en la
Hostia Consagrada antes de la Comunión: “He aquí el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo…”.
Y, al Cristo ser bautizado en el Jordán, como una respuesta
a esta actitud de humillación de Jesús, “se abrió el Cielo, bajó el
Espíritu Santo sobre El en forma de paloma y vino una voz del Cielo: ‘Tú eres
mi Hijo amado, el predilecto’” (Lc. 3,15-16 y 21-22)). El Padre
revela al mundo Quién es ese bautizado: su Hijo, el Dios-Hombre.
Y en este bellísimo pasaje de la vida del Señor y de su
Precursor, no sólo vemos la revelación de Jesucristo, como Hijo de Dios, sino
también la revelación de la Santísima Trinidad en pleno: el Padre que
habla, el Hijo hecho Hombre que sale del agua bautizado y el Espíritu Santo que
aleteando cual paloma se posa sobre Jesús.
San Juan Bautista nos da el testimonio de lo que ve y
escucha: por una parte, puede ver el Espíritu de Dios descender sobre
Jesús en forma como de paloma. Las palabras del Bautista describiendo el
Espíritu Santo hacen recordar la mención del Espíritu de Dios en el Génesis,
antes de la creación del mundo, cuando “el Espíritu de Dios aleteaba sobre
las aguas” (Gen. 1, 2). Tal vez ese “aletear” del Espíritu Santo
hace que San Juan compare ese “aletear” con el aletear de la paloma.
Recordar el Bautismo del Dios-Hombre es recordar la
necesidad que tenemos de conversión, de cambiar de vida, de cambiar de manera
de ser, de pensar y de actuar, para asemejarnos cada vez más a Jesucristo.
Es recordar la necesidad que tenemos de purificar nuestras almas en las aguas
del arrepentimiento y de la confesión de nuestros pecados. Es recordar
que en todo momento y bajo cualquier circunstancia necesitamos la humildad y la
docilidad que nos llevan a buscar la Voluntad de Dios por encima de cualquier
otra cosa.
Que nuestra vida se convierta en una continua entrega a la
Voluntad de Dios, de manera que, así como los cielos se abrieron para Jesús al
recibir el Bautismo de Juan, se abran también para nosotros en el momento de
nuestro paso a la otra vida y podamos escuchar la voz del Padre reconociéndonos
también como hijos suyos, porque como su Hijo Jesucristo, hemos buscado hacer
su Voluntad.
Pensar en el Bautismo de Jesucristo, el Dios-hecho-hombre,
nos debe llenar de gran humildad: si todo un Dios se humilla hasta pedir
el Bautismo de conversión que San Juan Bautista impartía a los pecadores
convertidos, ¿qué no nos corresponde a nosotros, que somos pecadores de verdad?
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org
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