domingo, 27 de enero de 2019

«Para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Evangelio Dominical)




Hoy comenzamos a escuchar la voz de Jesús a través del evangelista que nos acompañará durante todo el tiempo ordinario propio del ciclo “C”: san Lucas. Que «conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,4), escribe Lucas a su amigo Teófilo. Si ésta es la finalidad del escrito, hemos de tomar conciencia de la importancia que tiene el hecho de meditar el Evangelio del Señor —palabra viva y, por tanto, siempre nueva— cada día.

Como Palabra de Dios, Jesús hoy nos es presentado como un Maestro, ya que «iba enseñando en sus sinagogas» (Lc 4,15). Comienza como cualquier otro predicador: leyendo un texto de la Escritura, que precisamente ahora se cumple... La palabra del profeta Isaías se está cumpliendo; más aun: toda la palabra, todo el contenido de las Escrituras, todo lo que habían anunciado los profetas se concreta y llega a su cumplimiento en Jesús. No es indiferente creer o no en Jesús, porque es el mismo “Espíritu del Señor” quien lo ha ungido y enviado.

                        



El mensaje que quiere transmitir Dios a la humanidad mediante su Palabra es una buena noticia para los desvalidos, un anuncio de libertad para los cautivos y los oprimidos, una promesa de salvación. Un mensaje que llena de esperanza a toda la humanidad. Nosotros, hijos de Dios en Cristo por el sacramento del bautismo, también hemos recibido esta unción y participamos en su misión: llevar este mensaje de esperanza por toda la humanidad.

Meditando el Evangelio que da solidez a nuestra fe, vemos que Jesús predicaba de manera distinta a los otros maestros: predicaba como quien tiene autoridad (cf. Lc 4,32). Esto es así porque principalmente predicaba con obras, con el ejemplo, dando testimonio, incluso entregando su propia vida. Igual hemos de hacer nosotros, no nos podemos quedar sólo en las palabras: hemos de concretar nuestro amor a Dios y a los hermanos con obras. Nos pueden ayudar las Obras de Misericordia —siete espirituales y siete corporales— que nos propone la Iglesia, que como una madre orienta nuestro camino.






Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,1-4;4,14-21):


            



Ilustre Teófilo:

Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él.
Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

Palabra de Dios




COMENTARIO


                   


Uno de los pasajes más impactantes de la Escritura es el que nos trae el Evangelio de hoy (Lc. 1, 1-4 y 4, 14-21).  Es impactante, pero pasa bastante inadvertido, muy probablemente por la discreción de Jesús.  Es aquel momento en que Jesús dice que es a Él a quien se refiere la profecía de Isaías que anuncia la misión del Mesías.

Nos dice el Evangelio que Jesús, habiendo ya realizado su primer milagro en Caná de Galilea, comenzó a enseñar en las Sinagogas.  Es importante notar que existía un solo Templo, el de Jerusalén, donde se celebraban las grandes fiestas judías y había ceremonias en que los Sacerdotes ofrecían sacrificios.  Pero cada pueblo tenía su propia Sinagoga, donde cada Sábado, se celebraba un oficio litúrgico en el que era fácil participar para leer y comentar la Palabra de Dios.

Así fue como Jesús comenzó a darse a conocer:  leyendo y enseñando en las Sinagogas sobre todo de Galilea.  Nos dice San Lucas que “todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región”.

Jesús, entonces, decide ir a Nazaret, el pueblo donde había crecido y vivido.  Y ese Sábado -no por casualidad, sino seguramente porque Dios, así lo dispuso- le tocó “el volumen de Profeta Isaías y encontró el pasaje en que estaba escrito” lo que se refería a la misión del Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva ...”

                          


Siempre que se leía este trozo, la gente pensaba en ese personaje misterioso tan esperado por todo el pueblo de Israel.  Pero ese día en que Jesús lee lo dicho sobre Él, se le ocurre rematar la lectura diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.   Que es lo mismo que decir: “Ése de quien habla Isaías soy Yo”.

Imaginemos el asombro de los presentes. ¡Pero cómo es posible!  ¿No es éste Jesús, el hijo del carpintero?  Nazaret era una ciudad pequeña.  Todos lo conocían como un hombre cualquiera.  ¡Y ahora venía a decir que era el Mesías!  La discusión terminó con la sentencia tan conocida de que “nadie es profeta en su tierra”.  Y hasta trataron de empujar a Jesús por un barranco.  Pero Él se les desapareció sin que se dieran cuenta.

Hasta el momento de la aparición de Jesús como el Mesías, Dios había hablado a su pueblo por medio de los Profetas y también por medio de su Ley.

Por cierto, la primera lectura pública de la Ley fue hecha después del regreso del exilio en Babilonia.  Era un momento de celebración, que nos trae la Primera Lectura (Nehemías 8, 2-10).

Todo el pueblo se congregó para oír la lectura de la Ley de Dios.  Esa Asamblea convocada por Nehemías sirvió de modelo para lo que luego se haría en las Sinagogas.  Todos se emocionaron al punto de lágrimas, por estar reunidos de regreso a casa, por poder escuchar juntos la lectura de la Ley de Moisés y por sentirse interpelados por ella.  Fue un momento de gran solemnidad.

                                             


Sin embargo, el momento que nos narra el Evangelio, cuando Jesús en su Sinagoga de Nazaret anunció el cumplimiento de la Profecía de Isaías, era -en realidad- muchísimo más solemne e importante que la gran Asamblea de Nehemías.  Pero parece mucho menos solemne, porque Jesús todo lo hacía en la mayor discreción, además tal vez por la suavidad con que sucedió el hecho y por la modestia de las circunstancias que lo rodearon:  Jesús, un conocido de allí, sin la más mínima muestra de exaltación, lee la Profecía y declara que se estaba cumpliendo en Él.

Y es que había ya llegado el momento, “la plenitud de los tiempos”, en que Dios ya no hablaba por medio de los enviados, ni por medio de la Ley, sino que comenzó a hablar Él mismo.  Pero no le creyeron. “Vino a lo suyos y lo suyos no lo recibieron” (Jn. 1, 11).

Y nosotros... ¿creemos en Jesucristo?  ¿Y creemos en todo lo que nos ha dicho y dispuesto?  ¿Creemos que Él es el Mesías que vino a salvarnos?  ¿Aprovechamos la salvación que Él nos trajo?  ¿Deseamos hacer todo lo necesario para salvarnos?


La Segunda Lectura de San Pablo (1 Cor. 12, 12-30) nos describe el funcionamiento del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia, que la constituimos todos, no sólo los Sacerdotes y Obispos.  Y todos tenemos en ella una función, por poco importante que sea.  Es como la Asamblea de Nehemías:  hombres, mujeres y niños, gobernantes y sacerdotes, todo el pueblo.  En un cuerpo toda parte es importante, pero cada una tiene su función.  En la Iglesia todos somos necesarios.

Además, nos instruye San Pablo sobre la dependencia que los miembros de ese Cuerpo tienen entre sí.  También nos explica cómo cuando un miembro sufre, los demás también sufren.  Si uno está bien, todos reciben ese bienestar.  Si alguno está mal, todos sienten ese malestar.  De allí que nuestra responsabilidad con los demás miembros sea estar bien, estar bien espiritualmente, para que ese bienestar espiritual se comunique a los demás.  De otra manera, si estamos mal espiritualmente, ese malestar se comunica a los demás.

Recalca el Apóstol lo que nos decía en la lectura del Domingo anterior sobre las diversas funciones dentro de la Iglesia: apóstoles, profetas, maestros, los que hacen milagros, los que tienen en don de curar enfermos, los que administran, etc.

Con esto nos está describiendo los diferentes carismas, tanto ordinarios, como extraordinarios, todos necesarios para el buen funcionamiento el Cuerpo, de la Iglesia.

¿Cómo estar bien y cómo cumplir con nuestra función en la Iglesia y en el mundo?  Tenemos instrucciones precisas del Papa Juan Pablo II, quien al comienzo del Tercer Milenio nos entregó una Carta Apóstolica: “Novo Millennio Inuente” (Nuevo Milenio que comienza).

A continuación, las urgencias y prioridades que nos establecía el representante de Cristo en la tierra en este documento, las cuales siguen vigentes hoy:

“Orientar la pastoral cristiana hacia una experiencia de fe sólida, que haga florecer la santidad”: San Juan Pablo II deseaba que todos fuéramos santos.  La santidad es un llamado de Cristo para todos, desde el primero hasta el último en su Iglesia.  Y la santidad es un proceso paulatino que consiste en estar entregados en todo la Voluntad Divina.

                                      



“Una pedagogía eclesial que proponga ideales elevados y no se contente con una religiosidad mediocre”:  Nos pedía metas exigentes.  Nuestra vivencia como cristianos no puede ser “mediocre”, sino elevada.  Y ese ideal elevado no es otro que la misma santidad.  Y ese ideal de santidad nos lleva, no solamente a aceptar los planes de Dios para nuestra vida, porque no nos quede otro remedio, sino que nos lleva a vivir con gusto dentro de la Voluntad Divina.

“Ayudar a redescubrir la oración en toda la profundidad a la que la experiencia cristiana pueda llevarla”: El medio para vivir en santidad y para cumplir nuestra misión no es otro que la oración.  Y nos habla de una oración profunda, tan profunda como a cada cual le sea dada.  Y oración profunda no es solamente repetir oraciones vocales, necesarias sí, pero no suficientes.  El Papa nos está apuntando a la oración de contemplación, de silencio, de recogimiento interior.  Y quiere que “redescubramos” esa fuente maravillosa de gracias que es la oración profunda.

“Alentar la oración personal, pero sobre todo la comunitaria, comenzando por la litúrgica, ‘fuente y culmen’ de la vida eclesial”: La oración personal no basta.  Tiene que estar enraizada en la oración litúrgica, en la Eucaristía.  Y si hemos de orar diariamente, también la oración litúrgica debiera de ser diaria.
“Redescubrir el domingo, Pascua de la semana, haciendo que la Eucaristía sea su corazón”:  El domingo es el “día del Señor”.  El centro del domingo tiene que ser, entonces, la Eucaristía.  ¿Qué significa “redescubrir” el domingo?  Es volver a hacer de ese día el “día del Señor”.

“Proponer de nuevo con fuerza el Sacramento de la Reconciliación”:  La oración es el agua de la vida espiritual.  La Eucaristía es su alimento.  Y el Sacramento de la Reconciliación es la medicina necesaria para cuando la vida espiritual se enferma con el pecado.   De allí que nos pida insistir con fuerza en este Sacramento tan necesario para la salud personal de cada uno y para la salud de todo el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

                                        



“Recordar el primado de la escucha de la Palabra de Dios, a lo que sigue, por su propia lógica el deber del anuncio”:  Para anunciar la Palabra de Dios, hay que escucharla y hacerla vida.  De allí que, al tenerla dentro de nosotros, la Palabra de Dios brota y se esparce.  No queda atrapada en nuestro interior, sino que quien la vive, la anuncia con su ejemplo y con su inevitable predicación.

“Destacar, por tanto, la actual importancia de la ‘nueva evangelización’”:  Todo ese programa anterior lleva, necesariamente, a la ‘nueva evangelización’.  Sin todo lo anterior la evangelización es tarea imposible, pues el actor principal de la evangelización no es el cristiano, sino Cristo mismo.  Y si Cristo no vive en cada uno de nosotros por medio de la Eucaristía y de la oración verdadera, no podrán verse los frutos de evangelización. 






















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

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