Hoy comenzamos a escuchar la voz de Jesús a través del
evangelista que nos acompañará durante todo el tiempo ordinario propio del
ciclo “C”: san Lucas. Que «conozcas la solidez de las enseñanzas que has
recibido» (Lc 1,4), escribe Lucas a su amigo Teófilo. Si ésta es la finalidad
del escrito, hemos de tomar conciencia de la importancia que tiene el hecho de
meditar el Evangelio del Señor —palabra viva y, por tanto, siempre nueva— cada
día.
Como Palabra de Dios, Jesús hoy nos es presentado como un Maestro, ya que «iba enseñando en sus sinagogas» (Lc 4,15). Comienza como cualquier otro predicador: leyendo un texto de la Escritura, que precisamente ahora se cumple... La palabra del profeta Isaías se está cumpliendo; más aun: toda la palabra, todo el contenido de las Escrituras, todo lo que habían anunciado los profetas se concreta y llega a su cumplimiento en Jesús. No es indiferente creer o no en Jesús, porque es el mismo “Espíritu del Señor” quien lo ha ungido y enviado.
El mensaje que quiere transmitir Dios a la humanidad
mediante su Palabra es una buena noticia para los desvalidos, un anuncio de
libertad para los cautivos y los oprimidos, una promesa de salvación. Un
mensaje que llena de esperanza a toda la humanidad. Nosotros, hijos de Dios en
Cristo por el sacramento del bautismo, también hemos recibido esta unción y
participamos en su misión: llevar este mensaje de esperanza por toda la
humanidad.
Meditando el Evangelio que da solidez a nuestra fe, vemos que Jesús predicaba de manera distinta a los otros maestros: predicaba como quien tiene autoridad (cf. Lc 4,32). Esto es así porque principalmente predicaba con obras, con el ejemplo, dando testimonio, incluso entregando su propia vida. Igual hemos de hacer nosotros, no nos podemos quedar sólo en las palabras: hemos de concretar nuestro amor a Dios y a los hermanos con obras. Nos pueden ayudar las Obras de Misericordia —siete espirituales y siete corporales— que nos propone la Iglesia, que como una madre orienta nuestro camino.
Meditando el Evangelio que da solidez a nuestra fe, vemos que Jesús predicaba de manera distinta a los otros maestros: predicaba como quien tiene autoridad (cf. Lc 4,32). Esto es así porque principalmente predicaba con obras, con el ejemplo, dando testimonio, incluso entregando su propia vida. Igual hemos de hacer nosotros, no nos podemos quedar sólo en las palabras: hemos de concretar nuestro amor a Dios y a los hermanos con obras. Nos pueden ayudar las Obras de Misericordia —siete espirituales y siete corporales— que nos propone la Iglesia, que como una madre orienta nuestro camino.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (1,1-4;4,14-21):
Ilustre Teófilo:
Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él.
Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Palabra de Dios
COMENTARIO
Uno de los pasajes más impactantes de la Escritura es el que
nos trae el Evangelio de hoy (Lc. 1, 1-4 y 4, 14-21). Es impactante,
pero pasa bastante inadvertido, muy probablemente por la discreción de Jesús.
Es aquel momento en que Jesús dice que es a Él a quien se refiere la
profecía de Isaías que anuncia la misión del Mesías.
Nos dice el Evangelio que Jesús, habiendo ya realizado su
primer milagro en Caná de Galilea, comenzó a enseñar en las Sinagogas. Es
importante notar que existía un solo Templo, el de Jerusalén, donde se
celebraban las grandes fiestas judías y había ceremonias en que los Sacerdotes
ofrecían sacrificios. Pero cada pueblo tenía su propia Sinagoga, donde
cada Sábado, se celebraba un oficio litúrgico en el que era fácil participar
para leer y comentar la Palabra de Dios.
Así fue como Jesús comenzó a darse a conocer: leyendo
y enseñando en las Sinagogas sobre todo de Galilea. Nos dice San Lucas
que “todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región”.
Jesús, entonces, decide ir a Nazaret, el pueblo donde había
crecido y vivido. Y ese Sábado -no por casualidad, sino seguramente
porque Dios, así lo dispuso- le tocó “el volumen de Profeta Isaías y
encontró el pasaje en que estaba escrito” lo que se refería a la misión
del Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido para
llevar a los pobres la buena nueva ...”
Siempre que se leía este trozo, la gente pensaba en ese
personaje misterioso tan esperado por todo el pueblo de Israel. Pero ese
día en que Jesús lee lo dicho sobre Él, se le ocurre rematar la lectura
diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de
oír”. Que es lo mismo que decir: “Ése de quien habla Isaías
soy Yo”.
Imaginemos el asombro de los presentes. ¡Pero cómo es
posible! ¿No es éste Jesús, el hijo del carpintero? Nazaret era una
ciudad pequeña. Todos lo conocían como un hombre cualquiera. ¡Y
ahora venía a decir que era el Mesías! La discusión terminó con la
sentencia tan conocida de que “nadie es profeta en su tierra”. Y
hasta trataron de empujar a Jesús por un barranco. Pero Él se les
desapareció sin que se dieran cuenta.
Hasta el momento de la aparición de Jesús como el Mesías,
Dios había hablado a su pueblo por medio de los Profetas y también por medio de
su Ley.
Por cierto, la primera lectura pública de la Ley fue hecha
después del regreso del exilio en Babilonia. Era un momento de
celebración, que nos trae la Primera Lectura (Nehemías 8, 2-10).
Todo el pueblo se congregó para oír la lectura de la Ley de
Dios. Esa Asamblea convocada por Nehemías sirvió de modelo para lo que
luego se haría en las Sinagogas. Todos se emocionaron al punto de
lágrimas, por estar reunidos de regreso a casa, por poder escuchar juntos la lectura
de la Ley de Moisés y por sentirse interpelados por ella. Fue un momento
de gran solemnidad.
Sin embargo, el momento que nos narra el Evangelio, cuando
Jesús en su Sinagoga de Nazaret anunció el cumplimiento de la Profecía de
Isaías, era -en realidad- muchísimo más solemne e importante que la gran
Asamblea de Nehemías. Pero parece mucho menos solemne, porque Jesús todo
lo hacía en la mayor discreción, además tal vez por la suavidad con que sucedió
el hecho y por la modestia de las circunstancias que lo rodearon: Jesús,
un conocido de allí, sin la más mínima muestra de exaltación, lee la Profecía y
declara que se estaba cumpliendo en Él.
Y es que había ya llegado el momento, “la plenitud de los
tiempos”, en que Dios ya no hablaba por medio de los enviados, ni por medio de
la Ley, sino que comenzó a hablar Él mismo. Pero no le creyeron. “Vino
a lo suyos y lo suyos no lo recibieron” (Jn. 1, 11).
Y nosotros... ¿creemos en Jesucristo? ¿Y creemos en
todo lo que nos ha dicho y dispuesto? ¿Creemos que Él es el Mesías que
vino a salvarnos? ¿Aprovechamos la salvación que Él nos trajo?
¿Deseamos hacer todo lo necesario para salvarnos?
La Segunda Lectura de San Pablo (1 Cor. 12,
12-30) nos describe el funcionamiento del Cuerpo Místico de Cristo, su
Iglesia, que la constituimos todos, no sólo los Sacerdotes y Obispos. Y
todos tenemos en ella una función, por poco importante que sea. Es como
la Asamblea de Nehemías: hombres, mujeres y niños, gobernantes y
sacerdotes, todo el pueblo. En un cuerpo toda parte es importante, pero
cada una tiene su función. En la Iglesia todos somos necesarios.
Además, nos instruye San Pablo sobre la dependencia que los
miembros de ese Cuerpo tienen entre sí. También nos explica cómo cuando
un miembro sufre, los demás también sufren. Si uno está bien, todos
reciben ese bienestar. Si alguno está mal, todos sienten ese
malestar. De allí que nuestra responsabilidad con los demás miembros sea
estar bien, estar bien espiritualmente, para que ese bienestar espiritual se
comunique a los demás. De otra manera, si estamos mal espiritualmente,
ese malestar se comunica a los demás.
Recalca el Apóstol lo que nos decía en la lectura del
Domingo anterior sobre las diversas funciones dentro de la Iglesia: apóstoles,
profetas, maestros, los que hacen milagros, los que tienen en don de curar
enfermos, los que administran, etc.
Con esto nos está describiendo los diferentes carismas, tanto
ordinarios, como extraordinarios, todos necesarios para el buen funcionamiento
el Cuerpo, de la Iglesia.
¿Cómo estar bien y cómo cumplir con nuestra función en la
Iglesia y en el mundo? Tenemos instrucciones precisas del Papa Juan Pablo
II, quien al comienzo del Tercer Milenio nos entregó una Carta Apóstolica:
“Novo Millennio Inuente” (Nuevo Milenio que comienza).
A continuación, las urgencias y prioridades que nos
establecía el representante de Cristo en la tierra en este documento, las
cuales siguen vigentes hoy:
“Orientar la pastoral cristiana hacia una experiencia de fe
sólida, que haga florecer la santidad”: San Juan Pablo II deseaba que
todos fuéramos santos. La santidad es un llamado de Cristo para todos,
desde el primero hasta el último en su Iglesia. Y la santidad es un
proceso paulatino que consiste en estar entregados en todo la Voluntad Divina.
“Una pedagogía eclesial que proponga ideales elevados y no
se contente con una religiosidad mediocre”: Nos pedía metas
exigentes. Nuestra vivencia como cristianos no puede ser “mediocre”, sino
elevada. Y ese ideal elevado no es otro que la misma santidad. Y
ese ideal de santidad nos lleva, no solamente a aceptar los planes de Dios para
nuestra vida, porque no nos quede otro remedio, sino que nos lleva a vivir con
gusto dentro de la Voluntad Divina.
“Ayudar a redescubrir la oración en toda la profundidad a la
que la experiencia cristiana pueda llevarla”: El medio para vivir en santidad y
para cumplir nuestra misión no es otro que la oración. Y nos habla de una
oración profunda, tan profunda como a cada cual le sea dada. Y oración
profunda no es solamente repetir oraciones vocales, necesarias sí, pero no
suficientes. El Papa nos está apuntando a la oración de contemplación, de
silencio, de recogimiento interior. Y quiere que “redescubramos” esa
fuente maravillosa de gracias que es la oración profunda.
“Alentar la oración personal, pero sobre todo la
comunitaria, comenzando por la litúrgica, ‘fuente y culmen’ de la vida
eclesial”: La oración personal no basta. Tiene que estar enraizada
en la oración litúrgica, en la Eucaristía. Y si hemos de orar
diariamente, también la oración litúrgica debiera de ser diaria.
“Redescubrir el domingo, Pascua de la semana, haciendo que
la Eucaristía sea su corazón”: El domingo es el “día del Señor”. El
centro del domingo tiene que ser, entonces, la Eucaristía. ¿Qué significa
“redescubrir” el domingo? Es volver a hacer de ese día el “día del
Señor”.
“Proponer de nuevo con fuerza el Sacramento de la
Reconciliación”: La oración es el agua de la vida espiritual. La
Eucaristía es su alimento. Y el Sacramento de la Reconciliación es la
medicina necesaria para cuando la vida espiritual se enferma con el
pecado. De allí que nos pida insistir con fuerza en este Sacramento
tan necesario para la salud personal de cada uno y para la salud de todo el
Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
“Recordar el primado de la escucha de la Palabra de Dios, a
lo que sigue, por su propia lógica el deber del anuncio”: Para anunciar
la Palabra de Dios, hay que escucharla y hacerla vida. De allí que, al
tenerla dentro de nosotros, la Palabra de Dios brota y se esparce. No
queda atrapada en nuestro interior, sino que quien la vive, la anuncia con su
ejemplo y con su inevitable predicación.
“Destacar, por tanto, la actual importancia de la ‘nueva
evangelización’”: Todo ese programa anterior lleva, necesariamente, a la
‘nueva evangelización’. Sin todo lo anterior la evangelización es tarea
imposible, pues el actor principal de la evangelización no es el cristiano,
sino Cristo mismo. Y si Cristo no vive en cada uno de nosotros por medio
de la Eucaristía y de la oración verdadera, no podrán verse los frutos de
evangelización.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias