domingo, 3 de febrero de 2019

«Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Evangelio Dominical)






Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret. Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos que esta profecía se cumple en Él.

El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los conciudadanos.





Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser grande como san Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las misiones.





Lectura del santo evangelio según san Lucas 
(4,21-30):



                    



En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.

Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».

Pero Jesús les dijo:

«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:

«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Palabra del Señor




COMENTARIO



                                    


El Evangelio de hoy nos trae esa frase tan conocida: “Nadie es profeta en su tierra”, la cual fue pronunciada en primera instancia por el mismo Jesucristo.  Y la dijo cuando en su pueblo, Nazaret, no quisieron creer lo que acababa de decirles:  que la profecía de Isaías sobre el Mesías se refería a El mismo.

Nos cuenta el Evangelio (Lc. 4, 21-30) que la gente “aprobaba y admiraba la sabiduría de las palabras” de Jesús.  Pero que alguno de ahí mismo se le ocurriera declararse el Mesías, ya eso era inaceptable.

¿Qué le sucedió a los nazaretanos contemporáneos de Jesús?  Lo mismo que nos sucede a nosotros.  Primeramente, por orgullo y envidia no podían aceptar que uno de su mismo círculo, conocido por todos, pudiera destacarse más que ellos.  ¡Mucho menos ser el Mesías!

                                       



Y comenzaron a comentar: “Pero... ¿no es éste el hijo de José?”    Jesús penetra sus pensamientos y les agrega: “Seguramente me dirán:  haz aquí en tu propia tierra todos esos prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”.     Y de seguidas la sentencia: “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra”.

Luego les demuestra con sucesos del Antiguo Testamento cómo Dios es libre de distribuir sus dones a quién quiere, cómo quiere y dónde quiere.  Les recuerda el caso de la viuda no israelita, a la cual fue enviada el gran Profeta Elías (cfr. 1 Reyes 17, 7).   “Había ciertamente muchas viudas en Israel en los tiempos de Elías ... sin embargo a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón”.

Pasó luego a recordarles otro hecho similar:  la curación del leproso Naamán, que era de Siria, en tiempos del Profeta Eliseo (cfr. 2 Reyes 5).

El Señor quiso demostrarles que la gracia divina no era sólo para los judíos, el pueblo escogido de Dios, sino para toda persona, raza, pueblo o nación que le quisiera recibir.  Para mostrar esto, Dios benefició en tiempo de los Profetas a gente que no pertenecía al pueblo de Israel.


                                                    


Pero los de su pueblo se enfurecieron tanto con Jesús, que Lo sacaron de la ciudad con la intención de lanzarlo por un barranco, cosa que no pudieron lograr.

Igual que a Jesús, también los que tienen la misión de anunciar la verdad han sufrido y sufrirán rigores similares.  El cristiano que vive y anuncia a Cristo es -como El- “signo de contradicción”.  Por eso el Papa nos ha dicho que nos toca remar contra la corriente:  si vamos a seguir y a anunciar a Cristo, hay que estar dispuestos a aceptar críticas y hasta persecuciones.

Sucedió lo mismo a los Profetas del Antiguo Testamento, entre éstos, a Jeremías quien, al reconocerse escogido por Dios, teme y trata de negarse a su vocación.  Es lo que nos trae la Primera Lectura (Jer. 1, 4-5; 17 y 19).

Pero Dios, que escogió a Jeremías desde siempre, no sólo lo anima, sino hasta lo amenaza, para que no deje de cumplir la misión que le ha asignado.  “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocí; antes de que tú nacieras, Yo te consagré y te destiné a ser profeta de las naciones ... Tú ahora renueva tu valor y ve a decirles lo que Yo te mandé.  No temas enfrentarlos, porque Yo también podría asustarte delante de ellos ... Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte, pues yo estoy contigo para ampararte”.

Cuando Dios escoge para una misión -no importa cuál sea- no da marcha atrás y proporciona toda la ayuda necesaria para cumplirla.  Como nos dice San Pablo en sus enseñanzas sobre los carismas y las diferentes funciones dentro de la Iglesia unos serán llamados para ser apóstoles, otros profetas, otros maestros, otros administradores, etc., etc.  Otros serán fieles en el pueblo de Dios.  (1 Cor. 12, 4-31)


                                                    



A los apóstoles, profetas y maestros, toca asumir los riesgos, seguros de que Dios los acompaña.  A los fieles, toca evitar consideraciones humanas llenas de orgullo, envidia o egoísmo, y actuar con humildad, sencillez y generosidad, tratando de seguir a los escogidos de Dios.

En la Segunda Lectura (1 Cor. 12,31 – 13,13), San Pablo continúa su enseñanza sobre el funcionamiento de la Iglesia y sobre los Carismas, como dones del Espíritu Santo.  Y habla de “un camino mejor” que los Carismas, que las limosnas y que las penitencias:  el gran don del Espíritu Santo que es el Amor.

Y por su explicación posterior nos damos cuenta que el “amor” a que está haciendo referencia el Apóstol no es el amor-caridad del léxico moderno que significa dar limosnas o ayuda, tampoco como el amor humano que puede existir entre esposos o entre padres e hijos.

San Pablo nos dice que de nada sirve ningún Carisma –ni la profecía, ni la penetración de los misterios, ni la revelación … ninguno- si no amamos.  De nada nos sirven las “caridades” o la caridad extrema (“aunque repartiera todos mis bienes”), si no amamos.  De nada nos sirve ninguna penitencia, ni la más atrevida (“aunque me dejara quemar vivo”), si no amamos.

Se refiere San Pablo al Amor-Caridad que viene de Dios mismo.  Ningún carisma, por muy elevado que fuera es más importante que el Amor.  Ninguna limosna, por más completa que fuera, es más importante que el Amor.  Ninguna penitencia o ejercicio ascético por más extrema que fuera, es más importante que el Amor.

Ahora bien … ¿en qué consiste este “Amor” de que nos habla San Pablo, que durará por siempre y que sobrevivirá a los carismas y a la Fe y la Esperanza?

Al comparar San Pablo el Amor con la Fe y con la Esperanza, podemos inferir que nos está hablando de las virtudes teologales:  Fe, Esperanza y Caridad.  Todos dones “infusos”, regalos que no merecemos y que recibimos directamente de Dios.  Ese “Amor”, entonces, es el mismo “Amor” de que nos habla San Juan (cfr. 1 Jn. 4, 7-16), el Amor que viene de Dios, el Amor-Caridad.


                                                 



Tenemos, por tanto, que ver la doble dimensión y la doble dirección del Amor:  amor a Dios y amor a los demás.  Y no podemos amar a Dios, ni a los demás, sino es Dios Quien ama en nosotros, pues Dios es la fuente del Amor, así como es la fuente de los carismas y la fuente de la Fe y la Esperanza.

El amor consiste, entonces, en que es Dios quien nos ama y a través de ese Amor, don de Dios, podemos amarle a El y amar a los demás.

Alerta San Pablo sobre la filantropía, ayuda o limosnas vacías de amor.  Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir alabanzas, de nada me sirve.

Porque el Amor es tan importante, San Pablo ante el Amor, rebaja todos los carismas y los dones extraordinarios.

Luego pasa a hacer una descripción del amor: “es paciente, servicial y sin envida.  No quiere aparentar ni se hace el importante.  No actúa con bajeza ni busca su propio interés.  No se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona.  Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad.  El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta”.  Así es el Amor de Dios.  Así será nuestro amor, si amamos en Dios.




 También, según San Pablo, el amor es superior a la fe y la esperanza.    “El mayor de las tres es el amor”.  Pero, no hay amor auténtico sin fe ni esperanza.  Las tres virtudes subsisten ahora; en la eternidad sólo será el Amor, pues ya tendremos el objeto de nuestra fe y nuestra esperanza.

El amor, entonces, llegará a su plenitud “cuando veamos a Dios cara a cara.  Ahora conocemos en parte, pero entonces le conoceré a El como El me conoce a mí.  Ahora vemos como en un espejo y en forma confusa”.  Luego conoceremos a Dios tal cual es y viviremos plenamente su Amor.




















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org




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