¿Quién dijo que la Cuaresma es un tiempo más bien triste, dedicado a la introspección, al examen de conciencia, a mirar y valorar nuestras faltas, para convertirnos? Al segundo domingo, Jesús nos invita a hacer un alto en el camino, a acompañarle hasta una montala alta y a ver como se transfigura ante nosotros, su rostro como el sol, sus vestidos blancos como la luz. Tan impresionante debió ser aquella situación que Pedro –siempre el más atrevido- no se le ocurrió más que decir: “¡Qué bien se está aquí!” Y luego añadió aquello de hacer tres tiendas, olvidándose de sus compañeros y de él mismo.
Debió ser una experiencia impactante. No parece que en ningún momento les causase miedo o temor. Más bien, lo contrario. Escucharon o sintieron la voz de Dios que les invitaba a escuchar la voz de su Hijo, Jesús. Una vez más, la invitación a escuchar y acoger en el corazón la Palabra, que debe ser siempre el centro de la vida cristiana.
Pero hay un detalle importante. Todo sucedió en una montaña alta. Allí subieron Pedro, Santiago y Juan acompañando a Jesús. Y de allí tuvieron que bajar. Porque la vida sucede en el llano, abajo, en el camino de la vida. De alguna manera, la vida es más larga, más duradera en el tiempo, que la transfiguración. Jesús es sobre todo el maestro que les lleva hacia Jerusalén. Porque sí, todo sucede en el camino hacia Jerusalén. Allí va a haber otra transfiguración relativamente distinta.
MIEDO A JESÚS
La escena conocida como "la transfiguración de Jesús" concluye de una manera inesperada. Una voz venida de lo alto sobrecoge a los discípulos: «Este es mi Hijo amado»: el que tiene el rostro transfigurado. «Escuchadle a él». No a Moisés, el legislador. No a Elías, el profeta. Escuchad a Jesús. Sólo a él.
«Al oír esto, los discípulos caen de bruces, llenos de espanto». Les aterra la presencia cercana del misterio de Dios, pero también el miedo a vivir en adelante escuchando sólo a Jesús. La escena es insólita: los discípulos preferidos de Jesús caídos por tierra, llenos de miedo, sin atreverse a reaccionar ante la voz de Dios.
La actuación de Jesús es conmovedora: «Se acerca» para que sientan su presencia amistosa. «Los toca» para infundirles fuerza y confianza. Y les dice unas palabras inolvidables: «Levantaos. No temáis». Poneos de pie y seguidme. No tengáis miedo a vivir escuchándome a mí.
Es difícil ya ocultarlo. En la Iglesia tenemos miedo a escuchar a Jesús. Un miedo soterrado que nos está paralizando hasta impedirnos vivir hoy con paz, confianza y audacia tras los pasos de Jesús, nuestro único Señor.
Tenemos miedo a la innovación, pero no al inmovilismo que nos está alejando cada vez más de los hombres y mujeres de hoy. Se diría que lo único que hemos de hacer en estos tiempos de profundos cambios es conservar y repetir el pasado. ¿Qué hay detrás de este miedo? ¿Fidelidad a Jesús o miedo a poner en "odres nuevos" el "vino nuevo" del Evangelio?
Tenemos miedo a unas celebraciones más vivas, creativas y expresivas de la fe de los creyentes de hoy, pero nos preocupa menos el aburrimiento generalizado de tantos cristianos buenos que no pueden sintonizar ni vibrar con lo que allí se está celebrando. ¿Somos más fieles a Jesús urgiendo minuciosamente las normas litúrgicas, o nos da miedo "hacer memoria" de él celebrando nuestra fe con más verdad y creatividad?
Tenemos miedo a la libertad de los creyentes. Nos inquieta que el pueblo de Dios recupere la palabra y diga en voz alta sus aspiraciones, o que los laicos asuman su responsabilidad escuchando la voz de su conciencia. En algunos crece el recelo ante religiosos y religiosas que buscan ser fieles al carisma profético que han recibido de Dios. ¿Tenemos miedo a escuchar lo que el Espíritu puede estar diciendo a nuestras iglesias? ¿No tememos apagar el Espíritu en el pueblo de Dios?
En medio de su Iglesia Jesús sigue vivo, pero necesitamos sentir con más fe su presencia y escuchar con menos miedo sus palabras: «Levantaos. No tengáis miedo».
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Estamos en el domingo II de cuaresma, camino de la Pascua, acercándonos a celebrar la muerte y resurrección de Jesús. Para hacerlo más conscientemente se nos invita a vivir nuestro bautismo, que es incorporación a la muerte y resurrección de Jesús, bautismo que renovaremos la noche del Sábado Santo. Dos aspectos: muerte y resurrección, cruz y gloria, dolor y dicha, que van inseparablemente unidos. A veces queremos quedarnos sólo con la dicha y la gloria.
Se nos invita también a la conversión para que el Evangelio y sus valores y criterios vayan aflorando en nuestros pensamientos y acciones.
El domingo pasado se nos invitaba, con las tentaciones de Jesús en el desierto, a cambiar de modo de pensar: tener bienes, tener poder, tener fama no es la fuente de la felicidad. Hay que dejar esos criterios del mundo y ver que sólo el amor a Dios y a los demás nos puede dar la verdadera felicidad.
Este domingo se nos sigue invitando a cambiar en otro modo de pensar: aceptar la cruz como camino imprescindible para la resurrección. Nadie quiere cruces en su vida y todos tenemos más de las que quisiéramos tener. Nos asusta, nos espanta, incluso nos escandaliza, la cruz. Se nos dice, como rezaremos en el prefacio – hecho a partir del evangelio de hoy – que la pasión es el camino de la resurrección. No hay otro camino. Que sólo llegaremos a la luz por la cruz; que no hay vida sin muerte y no hay muerte sin vida; que el grano de trigo para producir fruto tiene que morir.
En el texto del Evangelio vemos como Jesús, en el monte Tabor, se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan; manifiesta cómo es su divinidad para que, viendo la gloria de Dios, puedan afrontar con mayor entereza y esperanza la muerte en cruz en Jerusalén. Esta es la pedagogía divina: adelantar un poco de gloria para poder afrontar la cruz con mayor entereza.
Es difícil vivir la cruz, los momentos de cruz de nuestra vida; por eso Jesús tuvo buena pedagogía con sus apóstoles para que no se espantaran en Jerusalén. (Ejemplo: unos novios que viven y se comprometen por amor; las exigencias y las cruces vendrán después y serán llevaderas por el amor que se tienen). A pesar de la pedagogía de Jesús, los apóstoles no acababan de entender.
Pedro se quedó encantado con la manifestación de la divinidad de Jesús y comentó entusiasmado: "¡Qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas". La tentación es no querer afrontar la ‘cruz de la moneda’ y querer vivir siempre la ‘cara de la moneda’, el aspecto más llevadero. La tentación es quedarse en la cumbre y no descender al camino que lleva a la cruz. Todo tiene su cara y su cruz.
El Tabor es como esos momentos de dicha y felicidad que todos experimentamos en nuestra vida y que nos animan a seguir luchando en los momentos difíciles.
Experiencias de este tipo, de encuentro con Dios, tuvo que tener Abrahán para salir de su tierra y obedecer al Señor, como nos cuenta la primera lectura. La ‘cruz’ así se nos puede presentar cuando los demás nos pidan disponibilidad para sus planes, lo que supone dejar lo nuestro, nuestra voluntad y centrarnos en las necesidades del otro.
Experiencias así tuvo San Pablo para entregar su vida por Cristo. También nosotros hemos de encontrarnos con el Señor para poder "tomar parte en los duros trabajos del Evangelio según las fuerzas que Dios nos dé". Para trabajar por el Evangelio hay que trabajar, no sólo con las propias fuerzas, sino con las que Dios da: "Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo". Esta ‘cruz’ de los duros trabajos del Evangelio llevó a Pablo a ser misionero, a estar en la cárcel, a dar la vida... Hoy esta cruz para muchos cristianos no es llevadera, pues claudican de sus criterios y valores (si es que llegaron a tenerlos) ante la presión social. Los jóvenes difícilmente dicen que van a la Iglesia, pues se ríen de ellos sus propios amigos. Suponemos que no son cristianos valientes por eso, pero quizá es que no estén capacitados para esa cruz porque no han gozado del encuentro con el Señor, de la felicidad que da vivir según la fe y sus valores.
¡Qué el Señor Jesús también se nos muestre a nosotros en su gloria, para que su contemplación nos ayude a vivir nuestras cruces con esperanza: estar disponibles para el otro y ser cristianos valientes!
Fuentes:
Iluminación Divina
Fernando Torres Pérez cmf.
José A. Pagola
Pedro Crespo Arias
Ángel Corbalán
Debió ser una experiencia impactante. No parece que en ningún momento les causase miedo o temor. Más bien, lo contrario. Escucharon o sintieron la voz de Dios que les invitaba a escuchar la voz de su Hijo, Jesús. Una vez más, la invitación a escuchar y acoger en el corazón la Palabra, que debe ser siempre el centro de la vida cristiana.
Pero hay un detalle importante. Todo sucedió en una montaña alta. Allí subieron Pedro, Santiago y Juan acompañando a Jesús. Y de allí tuvieron que bajar. Porque la vida sucede en el llano, abajo, en el camino de la vida. De alguna manera, la vida es más larga, más duradera en el tiempo, que la transfiguración. Jesús es sobre todo el maestro que les lleva hacia Jerusalén. Porque sí, todo sucede en el camino hacia Jerusalén. Allí va a haber otra transfiguración relativamente distinta.
MIEDO A JESÚS
La escena conocida como "la transfiguración de Jesús" concluye de una manera inesperada. Una voz venida de lo alto sobrecoge a los discípulos: «Este es mi Hijo amado»: el que tiene el rostro transfigurado. «Escuchadle a él». No a Moisés, el legislador. No a Elías, el profeta. Escuchad a Jesús. Sólo a él.
«Al oír esto, los discípulos caen de bruces, llenos de espanto». Les aterra la presencia cercana del misterio de Dios, pero también el miedo a vivir en adelante escuchando sólo a Jesús. La escena es insólita: los discípulos preferidos de Jesús caídos por tierra, llenos de miedo, sin atreverse a reaccionar ante la voz de Dios.
La actuación de Jesús es conmovedora: «Se acerca» para que sientan su presencia amistosa. «Los toca» para infundirles fuerza y confianza. Y les dice unas palabras inolvidables: «Levantaos. No temáis». Poneos de pie y seguidme. No tengáis miedo a vivir escuchándome a mí.
Es difícil ya ocultarlo. En la Iglesia tenemos miedo a escuchar a Jesús. Un miedo soterrado que nos está paralizando hasta impedirnos vivir hoy con paz, confianza y audacia tras los pasos de Jesús, nuestro único Señor.
Tenemos miedo a la innovación, pero no al inmovilismo que nos está alejando cada vez más de los hombres y mujeres de hoy. Se diría que lo único que hemos de hacer en estos tiempos de profundos cambios es conservar y repetir el pasado. ¿Qué hay detrás de este miedo? ¿Fidelidad a Jesús o miedo a poner en "odres nuevos" el "vino nuevo" del Evangelio?
Tenemos miedo a unas celebraciones más vivas, creativas y expresivas de la fe de los creyentes de hoy, pero nos preocupa menos el aburrimiento generalizado de tantos cristianos buenos que no pueden sintonizar ni vibrar con lo que allí se está celebrando. ¿Somos más fieles a Jesús urgiendo minuciosamente las normas litúrgicas, o nos da miedo "hacer memoria" de él celebrando nuestra fe con más verdad y creatividad?
Tenemos miedo a la libertad de los creyentes. Nos inquieta que el pueblo de Dios recupere la palabra y diga en voz alta sus aspiraciones, o que los laicos asuman su responsabilidad escuchando la voz de su conciencia. En algunos crece el recelo ante religiosos y religiosas que buscan ser fieles al carisma profético que han recibido de Dios. ¿Tenemos miedo a escuchar lo que el Espíritu puede estar diciendo a nuestras iglesias? ¿No tememos apagar el Espíritu en el pueblo de Dios?
En medio de su Iglesia Jesús sigue vivo, pero necesitamos sentir con más fe su presencia y escuchar con menos miedo sus palabras: «Levantaos. No tengáis miedo».
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Estamos en el domingo II de cuaresma, camino de la Pascua, acercándonos a celebrar la muerte y resurrección de Jesús. Para hacerlo más conscientemente se nos invita a vivir nuestro bautismo, que es incorporación a la muerte y resurrección de Jesús, bautismo que renovaremos la noche del Sábado Santo. Dos aspectos: muerte y resurrección, cruz y gloria, dolor y dicha, que van inseparablemente unidos. A veces queremos quedarnos sólo con la dicha y la gloria.
Se nos invita también a la conversión para que el Evangelio y sus valores y criterios vayan aflorando en nuestros pensamientos y acciones.
El domingo pasado se nos invitaba, con las tentaciones de Jesús en el desierto, a cambiar de modo de pensar: tener bienes, tener poder, tener fama no es la fuente de la felicidad. Hay que dejar esos criterios del mundo y ver que sólo el amor a Dios y a los demás nos puede dar la verdadera felicidad.
Este domingo se nos sigue invitando a cambiar en otro modo de pensar: aceptar la cruz como camino imprescindible para la resurrección. Nadie quiere cruces en su vida y todos tenemos más de las que quisiéramos tener. Nos asusta, nos espanta, incluso nos escandaliza, la cruz. Se nos dice, como rezaremos en el prefacio – hecho a partir del evangelio de hoy – que la pasión es el camino de la resurrección. No hay otro camino. Que sólo llegaremos a la luz por la cruz; que no hay vida sin muerte y no hay muerte sin vida; que el grano de trigo para producir fruto tiene que morir.
En el texto del Evangelio vemos como Jesús, en el monte Tabor, se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan; manifiesta cómo es su divinidad para que, viendo la gloria de Dios, puedan afrontar con mayor entereza y esperanza la muerte en cruz en Jerusalén. Esta es la pedagogía divina: adelantar un poco de gloria para poder afrontar la cruz con mayor entereza.
Es difícil vivir la cruz, los momentos de cruz de nuestra vida; por eso Jesús tuvo buena pedagogía con sus apóstoles para que no se espantaran en Jerusalén. (Ejemplo: unos novios que viven y se comprometen por amor; las exigencias y las cruces vendrán después y serán llevaderas por el amor que se tienen). A pesar de la pedagogía de Jesús, los apóstoles no acababan de entender.
Pedro se quedó encantado con la manifestación de la divinidad de Jesús y comentó entusiasmado: "¡Qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas". La tentación es no querer afrontar la ‘cruz de la moneda’ y querer vivir siempre la ‘cara de la moneda’, el aspecto más llevadero. La tentación es quedarse en la cumbre y no descender al camino que lleva a la cruz. Todo tiene su cara y su cruz.
El Tabor es como esos momentos de dicha y felicidad que todos experimentamos en nuestra vida y que nos animan a seguir luchando en los momentos difíciles.
Experiencias de este tipo, de encuentro con Dios, tuvo que tener Abrahán para salir de su tierra y obedecer al Señor, como nos cuenta la primera lectura. La ‘cruz’ así se nos puede presentar cuando los demás nos pidan disponibilidad para sus planes, lo que supone dejar lo nuestro, nuestra voluntad y centrarnos en las necesidades del otro.
Experiencias así tuvo San Pablo para entregar su vida por Cristo. También nosotros hemos de encontrarnos con el Señor para poder "tomar parte en los duros trabajos del Evangelio según las fuerzas que Dios nos dé". Para trabajar por el Evangelio hay que trabajar, no sólo con las propias fuerzas, sino con las que Dios da: "Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo". Esta ‘cruz’ de los duros trabajos del Evangelio llevó a Pablo a ser misionero, a estar en la cárcel, a dar la vida... Hoy esta cruz para muchos cristianos no es llevadera, pues claudican de sus criterios y valores (si es que llegaron a tenerlos) ante la presión social. Los jóvenes difícilmente dicen que van a la Iglesia, pues se ríen de ellos sus propios amigos. Suponemos que no son cristianos valientes por eso, pero quizá es que no estén capacitados para esa cruz porque no han gozado del encuentro con el Señor, de la felicidad que da vivir según la fe y sus valores.
¡Qué el Señor Jesús también se nos muestre a nosotros en su gloria, para que su contemplación nos ayude a vivir nuestras cruces con esperanza: estar disponibles para el otro y ser cristianos valientes!
Fuentes:
Iluminación Divina
Fernando Torres Pérez cmf.
José A. Pagola
Pedro Crespo Arias
Ángel Corbalán
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