San Juan Apóstol y Evangelista centra su Evangelio y sus cartas en el tema del Amor. Y termina convenciéndonos de que el Amor de Dios y el amor a Dios son la misma cosa. En efecto, en la narración que nos brinda San Juan del discurso que Jesús hace a sus Apóstoles durante la Ultima Cena, la noche anterior a su muerte, el Evangelista hace un maravilloso recuento de este tema tan importante. El Evangelio de hoy nos trae parte de ese discurso tan profundo y significativo (Jn 15, 9-17).
Las palabras de Jesús en ese conmovedor momento hay que revisarlas línea a línea. Parece como si constantemente estuviera repitiendo lo mismo, pero cada línea tiene su matiz y su significado especial.
“Permanezcan en mi Amor. Si cumplen mis mandamientos permanecen en mi Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su Amor” (Jn. 15, 9-10). Amar a Dios y permanecer en su Amor es hacer lo que El nos pide.
La palabra “mandamientos” no se refiere sólo a los que conocemos como los 10 Mandamientos, sino a “todo” lo que Dios desea de nosotros. Es el caso entre Dios Padre y Dios Hijo: éste hace lo que el Padre quiere y es así como permanece amando al Padre.
Quiere decir que nosotros permanecemos amando a Dios si actuamos de la misma manera: haciendo lo que Dios desea de nosotros. Si nos fijamos bien, los amores humanos funcionan de la misma manera: el enamorado hace lo que la enamorada desea y viceversa; uno busca complacer al otro. Amar a Dios es, entonces, también complacer a Dios ... en todo.
A continuación, como ya es habitual, traemos las reflexiones del Evangelio de San Juan, de tres religiosos que lo hacen en nuestro idioma y correspondiente a este Domingo 6º de Pascua del Señor, en su ciclo B.
¿Se puede mandar el amor?
Vivir en el “primer día de la semana”, en el día de la nueva creación, significa ser capaz de ver al Señor resucitado con los ojos de la fe e insertarse en Él como los sarmientos en la vid, que con la savia de la vida nueva nos renueva por dentro. Sólo así podemos dar fruto, hacer fecunda nuestra vida. Al escuchar hoy la Palabra entendemos que ese fruto es el amor. Quien vive en Cristo no puede permanecer en el odio, en el rencor o la desconfianza, en la indiferencia hacia los demás o encerrado en sus prejuicios culturales, nacionales, ni siquiera en los religiosos.
Ahora bien, aquí surge fácilmente una objeción. ¿Es que se puede mandar el amor? ¿Puede el amor ser un “mandamiento”? Si entendemos el “mandamiento” como una ley moral y el amor como un peculiar modo de sentir, la objeción tiene sentido. No pocos la han alzado, por ejemplo, el filósofo Kant.
En realidad, el mandamiento del amor es mucho más que una “norma” moral, incluso si se la considera la más importante; lo mismo que el amor mismo es mucho más que un peculiar modo de sentir, parecido, por ejemplo, al sentimiento de simpatía.
San Juan nos dice hoy en su primera carta que “el amor es de Dios” y que “Dios es amor”. Jesús, por su parte, en el evangelio, nos revela que si hemos de amarnos unos a otros (“éste es mi mandamiento”) es precisamente porque el Padre le ha amado y Él nos ha trasmitido ese mismo amor y, por eso, así como Él permanece en el Padre, nosotros hemos de permanecer en Él. Es decir, el amor no es una simple exigencia moral, aunque más elevada, sino que es la misma vida de Dios, la vida interna de la Trinidad que relaciona al Padre con el Hijo y que es el mismo Espíritu Santo. Así pues, siendo la vida de Dios, no puede ser una “obligación” que pesa sobre nuestros débiles hombros: ¿quién puede estar obligado a elevarse por sus propias fuerzas hasta la vida de Dios? El amor sólo puede ser un don. Si se habla aquí de “mandamiento” hemos de entenderlo en el sentido de aquello que Dios nos ha mandado, es decir, de Aquél que nos ha enviado: el amor consiste, no en que nosotros hayamos amado, sino en que Dios nos ha amado y nos ha enviado a su Hijo.
Es Él quien nos ha dado a conocer al Padre y su voluntad salvífica, quien nos ha mostrado el amor “más grande”, que consiste en dar la vida por sus amigos. Para hacernos partícipes de la vida misma de Dios, Cristo ha pagado el alto precio de la muerte en la cruz, como víctima de propiciación por nuestros pecados, es decir, por nuestra incapacidad de amar, de incluir, de romper fronteras y establecer vínculos… La cruz es la llave de entrada en esa vida de Dios que se ha hecho presente y accesible, y en la que podemos insertarnos al ver al Resucitado, al encontrarnos con Él allí donde se lo puede ver, al permanecer en Él como los sarmientos en la vid.
Todo el misterio de la salvación, de la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo se resume así en una propuesta de amistad y en una invitación a la alegría. Somos los amigos de Jesús, si aceptamos la amistad que Él nos brinda; he aquí una alegría que trasciende las pequeñas alegrías de la vida, tantas veces empañadas por tristezas de todo tipo, porque en la amistad que Jesús nos ofrece tocamos la fuente de la vida y del amor que es el mismo Dios.
Alegría y amistad son, por fin, la fuente de la verdadera libertad. No somos siervos de leyes abstractas que pesan sobre nosotros, por muy libres que nos queramos sentir haciendo lo que “nos da la gana”, pues, seamos sinceros, las “ganas” también tienen sus leyes que nos atan y nos esclavizan. Pero nosotros no somos esclavos de un destino ciego o de la ironía de la historia: somos amigos del Hijo de Dios e hijos en el Hijo. Esto potencia y multiplica, en medio de nuestras muchas limitaciones, nuestras posibilidades de acción. Gracias a la libertad del amor podemos no someternos a los prejuicios ambientales, alzar la voz arriesgando en favor de la verdad y la justicia, perdonar a los que nos ofenden, y también tener la humildad de reconocer los propios pecados y pedir perdón por ellos; podemos, en definitiva, usar nuestra vida y lo que la conforma para dar y no para quitar. El amor es, más que un sentimiento, un modo de vida, fruto del don que hemos recibido de Cristo, y que se traduce en obras: guardar los mandamientos (como el mismo Cristo ha guardado los mandamientos de su Padre) es aceptar al que Dios nos ha enviado, permanecer en Él, tratar de vivir como Él vivió: ofreciendo amistad y dando la vida.
Un modo de vida así es una aventura abierta, que depara sorpresas y abre horizontes inesperados. Los circuncisos que estaban con Pedro en casa del pagano Cornelio se extrañaron de que el don del Espíritu Santo se derramara sobre los gentiles. Ese es el género de sorpresas que depara el verdadero amor: apertura de fronteras, ampliación de horizontes, superación de barreras, la instauración de nuevos lazos de fraternidad entre aquellos que por razones nacionales, culturales o religiosas estaban separados o enemistados.
La Palabra de Dios nos invita hoy a examinarnos sobre los frutos del amor en nuestra vida. ¿A quién podríamos brindar nuestra amistad? ¿Qué “paganos” –según nuestros propios parámetros– pueden sorprendernos hablando en lenguas que nos descubren la novedad de Dios? ¿Qué porciones de mi vida –tiempo, conocimientos, comprensión, paciencia, capacidad de perdón, tal vez dinero– puedo dar todavía, aunque eso me implique alguna renuncia, una pequeña cruz?
La alegría colmada que nos promete Jesús no es la de una vida saciada por acumulación de bienes o de sensaciones (eso que se llama “vivir a tope”, y que nos acaba dejando vacíos). Ese género de felicidad es inestable y problemático, y en una gran parte no depende de nosotros: ahí no somos realmente libres. Jesús habla en cambio de esa plenitud de alegría que crece a medida que damos y que nos damos. Y eso sí que está en nuestras manos, independientemente de que tengamos mucho o poco. Porque de nosotros depende vivir con generosidad. Y la dignidad y la libertad que Jesús nos ha regalado al hacernos partícipes de la vida de Dios, que es el amor, constituyen la posibilidad más alta a la que el ser humano puede aspirar: ser amigos de Cristo, y llegar a ser en Él hijos de Dios.
Lectura del santo evangelio según san Juan (15,9-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
“Del amor y la amistad”
La llamada “regla de oro” de todas las éticas establece una conexión entre el sujeto y las personas con las que entra en relación. Puede expresarse de forma negativa: “No hagas a los demás lo que no quieras que ellos hagan contigo”. Y puede también formularse en positivo: “Haz a los demás lo que quieres que ellos hagan contigo”.
La tradición de Israel había asumido esta regla, como se ve por la prescripción del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Este principio se manifiesta en numerosas aplicaciones, sobre todo cuando se pide a los israelitas que tengan piedad de los esclavos, puesto que ellos fueron esclavos en otro tiempo.
Es cierto que esta norma ética parece fundarse en el amor propio. Pero el amor a uno mismo no es un mal moral. Al contrario, sólo puede amar a los demás quien ha aprendido a amarse a sí mismo. Hay que ponerse en el lugar del otro. Y poner al otro en nuestro propio lugar. Necesitamos sabernos amados para aprender a amar.
EL PADRE Y LOS HERMANOS
En el evangelio que hoy se proclama en la liturgia encontramos un cambio significativo (Jn 15, 9-17). En otra ocasión Jesús había subrayado el valor de la norma tradicional del amor al prójimo como a uno mismo (Mc 12, 28-34). Pero en el contexto de la última cena, introduce una doble referencia en la relación del amor.
• La primera referencia nos lleva a volver los ojos al Padre celestial: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,10). Jesús puede hablar del amor a los hermanos porque ha permanecido en el amor del Padre y en el amor al Padre.
• La segunda referencia nos lleva a él mismo: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12; Jn 13,34-35). El verdadero modelo del amor a los demás ya no lo encontramos en nosotros mismos, sino en el Señor y Maestro que ha dado la vida por nosotros.
Es importante ese “como”. Por dos veces se repite esa partícula de comparación. Somos invitados a amar a los demás como Jesús ama al Padre y como nos ama a nosotros. Ahí está él haciendo de puente entre el Padre y nosotros. Es esa doble orientación de su amor la que nos libera de la ramplonería y del egoísmo.
EL AMIGO Y LOS AMIGOS
El texto evangélico es muy rico. Baste recordar las dos frases de Jesús sobre la amistad. Es decir, sobre los amigos que somos y hemos de ser con relación a él.
• “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Jesús ha dado vida a nuestra existencia, con su palabra y con sus gestos. Y finalmente ha dado la vida por nosotros para que tengamos vida eterna.
• “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”. La verdadera amistad requiere la concordia en las ideas y en los pensamientos, pero sobre todo, en las actitudes últimas y en los actos que las manifiestan.
• “Ya no os llamo siervos… os llamo amigos”. Así sólo puede hablar el que se ha hecho siervo, hasta lavar los pies a sus discípulos. Su amistad se manifiesta en los secretos que les ha revelado. En la vida que comparte con nosotros.
- Señor Jesús, tus palabras nos desvelan la hondura de tu corazón. Y nos revelan también la dignidad de nuestra persona y de nuestra vocación. Que tu amistad nos enseñe a vivir en obediencia al Padre y en amor a nuestros hermanos. Amén. Aleluya.
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