El Evangelio de hoy nos trae estas palabras: Vid y ramas. Poda y fruto. Quema y gloria. Palabras que resumen y describen esa bellísima parábola de Jesús: “Yo soy la vid y vosotros las ramas” (Jn. 15, 1-8).
La vid es la planta de la uva, una enredadera, con muchas ramas ... y también con muchos ramos de uvas, si es que esa vid da buen fruto.
¿Cómo dar buen fruto? Jesús nos lo explica muy claramente: “quien permanece en Mí y Yo en él, ése da fruto abundante, porque sin Mí nada pueden hacer”. Significa que debemos estar unidos al Señor, como la rama al tallo de la vid.
Es evidente, incluso para los que no sabemos de agricultura ni de viñedos, que si una rama se separa del tallo de la planta, ¡por supuesto! no puede dar fruto, pero además de eso, pierde toda alimentación, termina por secarse y morir.
Es lo que le sucede a cualquiera de nosotros que pretenda marchar de su cuenta por esta vida terrena que -creámoslo o no, querámoslo o no- nos lleva irremisiblemente a la vida en la eternidad. Y esa vida en la eternidad será de Vida y de gloria o será de muerte y de condenación, según hayamos permanecido unidos o no al tallo de la vid, que es Jesucristo.
Y como es habitual, hoy domingo 5º de Pascua en este ciclo B, traemos las reflexiones de tres religiosos que en nuestro idioma nos hablan de La palabra de Dios correspondientes a las Lecturas del día.
La vid, los sarmientos y los frutos
Los catecúmenos, que han recibido el bautismo en la noche Pascual y han iniciado el proceso de profundización (catequesis mistagógica) para aprender a reconocer al Señor Resucitado, muy posiblemente empiezan a experimentar las dificultades cotidianas de la vida cristiana. En primer lugar, la misma comunidad, lugar de presencia del Resucitado, dista mucho de ser una comunidad ideal. Como vemos en la primera lectura, existen en ella, además de otros conflictos, desconfianzas y recelos (en este caso, sobre la autenticidad de la conversión de Pablo) que tienen que ser resueltos por la mediación de algún hombre bueno (Bernabé). Además, la fuerza comunicada por el sacramento del bautismo no evita el que sigan experimentando debilidades, inclinaciones al mal, pecados. Nos lo recuerda Juan en su primera carta al hablarnos de la “conciencia que nos condena”. Por fin, están las dificultades externas, las incomprensiones, las amenazas, la hostilidad que a veces experimentan los creyentes. De nuevo, en el texto de los Hechos se habla de ello, a propósito de Pablo, y de los que se propusieron suprimirlo. Y las dificultades de los recién bautizados son, a fin de cuentas, las dificultades que todos los creyentes experimentamos de un modo u otro.
Dicho en lenguaje actual: es la hora de pasar de las palabras y los sentimientos a los hechos; o, como nos recuerda Juan en su primera carta: no hemos de amar de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Y es ahí, precisamente, donde experimentamos dificultades y resistencias, en nosotros mismos, en nuestro entorno creyente, en la sociedad que nos rodea.
El Evangelio de hoy responde muy bien a todo esto. La fe es un proceso de crecimiento. El que se ha bautizado (cada uno de nosotros) y ha realizado un cierto camino de profundización cristiana, no por eso ha llegado ya hasta el final. En la fe no es posible “licenciarse”, considerar que “ya nos lo sabemos”. Porque la fe es, ante todo, una relación viva con Dios por medio de Jesucristo, o, por usar la imagen que hoy nos propone Jesús, un injerto, esto es, una inserción, gracias a la cual la savia que da vida a la vid pasa también a nosotros, los sarmientos, y nos vivifica. No es sólo un saber y una aceptación teórica (aunque también), sino una forma de vida que deriva de esa inserción en Cristo. Y, como toda vida, es un proceso de crecimiento no exento de dificultades, que necesita volver a escuchar en niveles siempre nuevos la llamada del Maestro, que requiere de nuevas conversiones y, por tanto, de purificaciones sucesivas que hacen esa inserción viva en la persona de Cristo más fuerte y estable. En la vida humana y también en la vida cristiana es fundamental la perseverancia. Hoy la necesidad de esta actitud se ve con claridad meridiana. Dios no actúa en nosotros si nosotros no le dejamos. Pero, si le dejamos, actúa y, por medio de Cristo (es decir, humanamente, en diálogo y en proceso, pero no sin dificultad y a veces con algo de sufrimiento), nos va purificando y permitiendo que demos lo mejor de nosotros mismos. No se trata de un proceso de “alienación” (“alio” = otro: hacerse “otro”), sino, por el contrario, de crecimiento y desarrollo pleno de las propias posibilidades, para llegar a ser plenamente lo que somos. Cristo es la posibilidad que Dios nos da de llegar a ser plenamente nosotros mismos.
Sólo así, mediante esa inserción viva y perseverante en la relación con Jesús, es posible que las dificultades y límites de la comunidad (que puede ser la propia familia, iglesia doméstica, o la parroquia, o algún grupo al que pertenezco, o la Iglesia como tal), así como las hostilidades que a veces la rodean, no me hagan perder la paz. Es curioso cómo la primera lectura, después de hablar de las desconfianzas internas y de las amenazas externas, afirme que la “Iglesia gozaba de paz”. La paz de que goza la Iglesia no es ni mera armonía psicológica interna, ni tampoco adaptación al medio social: es el don que recibe de Jesús, que, al hacerse presente en medio de sus discípulos (de modo señalado en la Eucaristía, aunque no sólo en ella), les comunica la paz: “paz a vosotros”.
Sólo así, unidos como sarmientos a la vid, es posible que el hecho de que nos condene nuestra conciencia en algún aspecto de nuestra vida, es decir, que sintamos nuestra debilidad y nuestro pecado, no impida que podamos “tranquilizar nuestra conciencia”, porque vivimos en la confianza en Aquel que es más grande que nuestra conciencia, que nos ha manifestado su misericordia, que nos hace comprender que estamos en camino, que nos acompaña en nuestro proceso de purificación y nos da así la paciencia de la esperanza.
Sólo así, por fin, podremos entender que las contrariedades de la vida tienen sentido, son parte de esa purificación que nos va haciendo crecer en la fe y en la inserción en Cristo, y que nos permite “dar fruto”, como los sarmientos unidos a la vid. Porque, una vez más, como nos ha recordado Juan, es hora de pasar de las palabras a los hechos: la verdadera fe no puede no expresarse en las obras del amor y comunicarse de esa manera. Porque poco a poco los catecúmenos ya bautizados, esto es, todos nosotros tenemos que ir entendiendo que la fe que hemos recibido no es un don sólo para nosotros mismos, sino que tiene que dar fruto abundante para la vida del mundo. Es importante subrayar que ha de ser abundante y no sólo un poco de fruto para mi personal uso y consumo: tiene que ser abundante de modo que pueda ser ofrecido como alimento para que el mundo tenga vida, pues es por ese “mundo entero” por el que Cristo se entregó a la muerte y resucitó a la vida nueva, y es ese “todo el mundo” al que tenemos que mirar desde la luz que hemos recibido con el don de la fe en Jesús, el Señor, el Cristo, la Vid que nos transmite la savia que hace nuestra vida fecunda también para los demás.
Lectura del santo evangelio según san Juan (15,1-8):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
“La vid y los sarmientos”
Vivimos aparentando seguridad y caminamos por el mundo simulando una firmeza que no tenemos. Tal vez por eso huimos de la soledad, que nos devuelve, como un espejo, la verdadera imagen de nosotros mismos.
En realidad, somos presa de un temor y de una tentación Tenemos miedo a la esterilidad. Nos horroriza la infecundidad: pasar por la vida sin dejar fruto.
En consecuencia, nuestra tentación más inmediata y recurrente es la de dar fruto a cualquier precio. Buscamos la eficacia fácil, aunque sea efímera.
La consecuencia es siempre esa mezcla de autonomía, con la que tomamos nuestras egoístas e inmaduras decisiones y de vanagloria, con la que nos apresuramos a atribuirnos el feliz resultado de las mismas. Siempre tenemos una corona preparada para premiar nuestros triunfos.
LA FUENTE DE LA VIDA
El evangelio según San Juan (Jn 15, 1-8), que se proclama en este domingo quinto de Pascua, parece responder a esa situación. Nos invita a reconocer la honda verdad de nuestra existencia. Podemos superar nuestra infecundidad, pero no del modo como nosotros imaginamos. Nuestra fuerza no puede nacer de nosotros mismos.
Así lo dice Jesús: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”.
- Jesús es la fuente y nosotros los canales. Sin él no podemos saciar nuestra sed. Ni pasar el agua a nuestros hermanos. Él es la vid. Nosotros somos los sarmientos. Si no estamos unidos a Él no recibimos la sabia de la vida.
- Jesús es por tanto la fuente de nuestra existencia cristiana. Y de la vida que, gracias a él, podemos aportar a los demás. Si no permanecemos unidos a él, pereceremos en nuestra esterilidad.
- Jesús es quien da nacimiento, continuación y culminación a la misión que nos ha sido confiada. Si no permanecemos unidos a él, nuestra actividad no tendrá sentido. Nos moveremos en el vacío.
EL HIJO DEL PADRE
No deberíamos leer este pasaje evangélico dejando de lado la primera afirmación de Jesús: “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador”. El evangelio de Juan parece reiterativo. Sus frases se parecen a las olas del mar. Parecen todas iguales, pero cada una añade algo a la anterior.
• “Yo soy la verdadera vid”. Jesús se revela como el camino, la verdad y la vida. Dos hermosas alegorías lo presentan como el Buen Pastor y como la Vid verdadera. En esta última, recoge una larga tradición de su pueblo. Según Isaías, Israel es la viña de Dios (Is 5). Ahora Jesús se nos muestra como el definitivo Israel de Dios.
• “Mi Padre es el labrador”. En su parábola, también Isaías se refería a Dios como el viñador que planta y cuida su viña. Ahora Jesús reconoce a Dios como Padre. Jesús nos revela el cuidado del Padre. Se sitúa entre Dios y nosotros. Nosotros gozamos de la atención que Dios nos demuestra a través de Jesús.
Señor Jesús, te reconocemos como la verdadera vid. Tú puedes y quieres librarnos de nuestra esterilidad y nuestro orgullo. Ayúdanos a mantenernos unidos a ti, para que podamos dar fruto abundante para la vida del mundo. Amén.
Fuentes:
Iluminación Divina
Evangelio de San Juan
José Maria Vegas
Homilia Domingo
J.R. Dominguez
Ángel Corbalan
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias