domingo, 30 de diciembre de 2012

Fiesta de la Sagrada Familia (Evangelio dominical)


La Iglesia nos coloca la Fiesta de la Sagrada Familia enseguida de la Navidad, para ponernos de modelo a la Familia en que Dios escogió nacer y crecer como Hombre.
Jesús, María y José.  Tres personajes modelo, formando una familia modelo.  Y fue una familia modelo, porque en ellos todo estaba sometido a Dios.  Nada se hacía o se deseaba que no fuera Voluntad del Padre.

El Evangelio (Lc. 2, 41-52) nos narra el incidente de la pérdida de Jesús durante tres días y de la búsqueda angustiosa de José y María, que culmina con aquella respuesta desconcertante de Jesús: “¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”.  El Padre y las cosas del Padre de primero.  Así, en la casa de Nazaret todo estaba sometido al Padre.  Jesús mismo pertenece al Padre Celestial, antes que a María y José.

La familia está hoy en crisis.  Y seguirá estándolo mientras los esposos y los hijos no tengan como modelo a Jesús, María y José.  Todo en ellos giraba alrededor de Dios.  Como en la Sagrada Familia, con los esposos debe haber un “tercero” que debe estar siempre de “primero”: Dios.  Entre padres e hijos, debe estar ese mismo “tercero”, (Dios) pero siempre de “primero”.  De otra manera las relaciones entre los miembros de la familia pueden llegar a ser muy difíciles y hasta imposibles.



La presencia de Dios en el hogar, entre los miembros de la familia, es lo único que garantiza la permanencia de la familia y unas relaciones que, sin ser perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas posibles al modelo de Nazaret.

Por eso Dios elevó el matrimonio a nivel de Sacramento, para que la unión matrimonial fuera fuente de gracia para los esposos y para los hijos.  Pero ... ¿qué sucede, entonces? 
Para responder, cabe hacernos otras preguntas:  ¿Dónde está Dios en las familias?  ¿Qué lugar se le da a Dios en las familias?  ¿Es Dios el personaje más importante en las familias?  ¿Se dan cuenta las parejas que se casan ante el altar, que para cumplir el compromiso que están haciendo al mismo Dios, deben poner a ese Dios de primero en todo?  ¿Se recuerdan de esto a lo largo de su vida de casados?  ¿Ponen a Dios de primero entre sus prioridades?  ¿Enseñan esto a sus hijos?

Y como viene siendo habitul traemos las reflexiones de tres religiosos que lo hacen en nuestra lengua, en este domingo de celebración de La Sagrada Familia.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,41-52)

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.
Palabra del Señor


COMENTARIO

¿Por qué me buscabais?


El nacimiento de Jesús significa que el Verbo de Dios se reviste de carne, y también del conjunto de relaciones en que la vida humana consiste. La primera de estas relaciones, fundamental para la existencia del hombre y su sentido, es la relación paterno-filial. Al aparecer en el mundo totalmente menesteroso y dependiente, el recién nacido percibe a sus padres (primero a su madre, después también a su padre) como una fuerza superior, providente y poderosa que remedia todas sus necesidades: alimento, calor, higiene, afecto, acogida. Esta inicial relación de dependencia garantiza la supervivencia física, provee de estabilidad psicológica (da seguridad, confianza y sentido: si todo lo hacen por mí, es que mi vida es importante); y, por fin, abre a la relación religiosa: la sumisión a los padres es temporal y provisional, al ir creciendo el niño, convertido en joven, descubre que sus padres son limitados. Esa limitación va aumentando con la edad, hasta el punto de que llega un momento en que la dependencia se invierte, y son los ancianos padres los que necesitan de la ayuda y el cuidado de sus hijos. La primera lectura lo expresa con claridad, subrayando primero la “mayor respetabilidad” de los padres y recordando, después, el deber de los hijos hacia los ancianos padres: no abandonarlos, no abochornarlos, honrarlos hasta el final. El cuarto mandamiento de la ley de Dios, el único mandamiento positivo de los referidos a nuestros deberes para con los demás, hace de puente entre los siguientes y los tres primeros: porque es en esa inicial y provisional relación vertical con los padres donde se configura la relación religiosa con Dios. El hombre aprende en ella a mirar hacia arriba con confianza en el poder benéfico y providente que, como acaba descubriendo, procede últimamente del Dios Padre de todos. Fácil es entender que si el niño es maltratado o no suficientemente querido, se produce una distorsión en su percepción del mundo, que dificultará muchísimo una relación equilibrada con los demás y una adecuada imagen de Dios. De ahí la extraordinaria responsabilidad de los padres hacia sus hijos, y también de ahí la autoridad de que han sido investidos por Dios.

Por el contrario, el amor y la acogida incondicional del niño lo va introduciendo poco a poco en formas sanas de relación con los demás, en las que ya no domina la “verticalidad” primera, sino la “horizontalidad” entre iguales, que va del elemental respeto mutuo, hasta la forma privilegiada y exclusiva del amor conyugal entre un hombre y una mujer. El texto de la carta a los Colosenses empieza con una exhortación a las verdaderas relaciones fraternas en su generalidad. No se trata de una pura idealización, sino que se hace cargo de las muchas dificultades que estas relaciones deben superar. De ahí que mencione enseguida la capacidad de aguante y el necesario perdón, que solo aparece cuando se dan ofensas y conflictos. 


Cristo ha venido a sanar, salvar y restablecer al ser humano, incluyendo el conjunto de sus relaciones, también heridas por el pecado. En él, por el amor que nos da y para el que nos capacita, se hace posible recomponer la unidad entre los seres humanos, hacer de ellos un cuerpo armónico, vivir en paz. Sin embargo, precisamente cuando se refiere a las relaciones familiares hay algo en el texto que rechina en nuestros oídos: nos resulta difícil aceptar esas expresiones que llaman a la “sumisión” de las esposas; a algunos puede ser que incluso la exhortación a la obediencia de los hijos les suene mal. Pero es importante leer estos textos en la clave adecuada: y esta no es el moderno concepto de igualdad, sino la idea evangélica del amor. En este y en otros textos de Pablo, en los que parecen resonar condicionamientos culturales de la época, hemos de saber ver ante todo el espíritu evangélico que los anima, que habla de una sumisión libre y de una entrega total por parte de los dos cónyuges. Si la mujer se somete, lo hace no servilmente, sino libremente y por amor, el marido debe, por su parte, no dominar, sino entregarse sin reservas a su mujer, en la que ama a su propio cuerpo; del mismo modo que la autoridad paterna sobre los hijos debe evitar todo despotismo que exaspera y desanima, para que la obediencia de estos sea un camino de crecimiento hacia la propia madurez. El espíritu cristiano de amor y servicio mutuo no atenta contra la verdadera igualdad (la de la igual dignidad de hijos de Dios), sino que la garantiza del mejor modo, al tiempo que respeta las diferencias que enriquecen la unidad.
El mejor ejemplo de este espíritu lo encontramos en la familia de José, María y Jesús. Ahí vemos reflejado a la perfección el ideal de las relaciones familiares. Un ideal que no excluye ni esconde los inevitables momentos de dificultad y conflicto. Pues Jesús ha nacido para crecer y llegar a ser sí mismo. Y este proceso nunca es sencillo y pacífico. José y María son los mediadores de ese crecimiento. Los padres engendran, pero también y sobre todo ayudan a crecer. Aquí existe un matiz  psicológico, que distingue el papel que juegan el padre y la madre: ésta es sobre todo el principio generador, la tierra, que acoge y engendra confianza; el padre es el principio de crecimiento, el ideal que exige y llama. En el caso de José, su papel tiene importancia capital en este segundo aspecto: representa el rostro humano de la paternidad, que Jesús experimenta como mediación de su experiencia filial respecto de su Padre, Dios.


El texto de hoy recoge, precisamente, un momento clave de inflexión en las relaciones familiares. Jesús ya no es un niño. Los doce años marcan el paso a la adolescencia, el umbral de la madurez. De ahí que José y María, que le van abriendo paso para que él emprenda su propio camino, le lleven por vez primera a Jerusalén. Y Jesús, haciendo uso de este primer momento de autonomía “se pierde”. Tal como suena el texto, da la impresión de que toma una decisión, para la que, además, no cuenta con la opinión de sus padres. No se trata de una travesura, sino de un primer paso en busca de su propia vocación. 

Es bastante clara la alusión a la muerte de Jesús, cuyo cuerpo es el verdadero templo de Dios. Sólo a los tres días sus padres lo encuentran “en el templo”, sentado en medio de los maestros, como uno de ellos, pero escuchándolos y haciéndoles preguntas, y también dando sus propias respuestas. Jesús no está en el templo como en un refugio en el que escapar de los problemas e interrogantes de la vida. Al contrario: Jesús pregunta, plantea dudas, escucha, también avanza sus propias respuestas. Es decir, Jesús experimenta la vida y la relación con Dios como realidades abiertas, en las que no existen soluciones prefabricadas. Y de esta manera va comprendiendo su propia vocación: la total dedicación a las cosas de su Padre.

A los padres, normalmente, les cuesta entender que el hijo que hasta entonces ha sido “su niño”, completamente dependiente de ellos, empiece a caminar por sí mismo, a tomar sus propias decisiones. De ahí la pregunta de María, en la que se deja percibir un cierto reproche por la angustia de haberlo perdido. En la respuesta de Jesús suena, por un lado, la reivindicación de su propia autonomía (“¿por qué me buscabais?”); pero también una indicación precisa de dónde podemos encontrarlo, siempre que lo perdamos: en la “casa” de su Padre, o mejor, en las “cosas” de su Padre, que no son otra cosa que el anuncio y la implantación del Reino de Dios y la salvación de los hombres.

María y José no entienden la respuesta de Jesús. A veces a los padres les cuesta entender el camino de los propios hijos, y a todos nosotros nos cuesta percibir y entender a la primera la Palabra de Dios. La actitud correcta es la que nos enseña María: la paciencia y la confianza que dejan madurar la semilla de la Palabra y sus respuestas en el propio corazón. Esa misma paciencia y confianza la encontramos en Jesús: la autonomía recién estrenada no significa total independencia y ruptura. Tras la escapada adolescente Jesús “regresó con sus padres y vivía sometido a ellos”. Este sometimiento yo no es algo forzado por la total indefensión del recién nacido, sino fruto de una decisión libre. Como libremente se someterá a la voluntad de su Padre celestial, así ahora se somete con libertad a la autoridad (no despótica o exasperante, sino abierta, respetuosa) de sus padres en la tierra, para seguir creciendo y madurando. Y es que, en verdad, el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida, se consagra libre y no servilmente a algo (a Alguien) más grande que él, que lo libera, y que vale más que la vida. 

Comprendemos a la luz de la Palabra la importancia de la familia en los designios de Dios, en el camino hacia la propia madurez humana y cristiana. También en la fe hemos de ir avanzando hacia la madurez del amor en el seno de la familia eclesial. Jesús es nuestro maestro y pedagogo. Si a veces se pierde y nos fuerza a buscarlo con angustia, ya sabemos dónde encontrarlo: en las cosas del Padre, inquiriendo, preguntando, escuchando y ensayando nuestras respuestas; y sometiéndonos libremente y por amor al servicio de nuestros hermanos.

  


FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA


“Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 52). El evangelista San Lucas, amante, como buen historiador, tanto de los detalles como de los resúmenes, nos ofrece en el verso final del Evangelio de hoy, fiesta de la Sagrada Familia, un magnífico resumen de la vida en familia de Jesús en Nazaret. Claro que ese verso y en concreto las palabras relativas al crecimiento en la gracia nos viene también muy bien a nosotros para seguir avanzando en nuestra comprensión de la gracia de la Indulgencia plenaria, gracia con que la Iglesia nos sigue bendiciendo en este “Año de la fe”. Crecer en gracia, he ahí la clave para entender la Indulgencia plenaria. Pero para crecer en gracia es preciso recomponer el sujeto, recomponer el corazón, que ha quedado estragado, desorientado y maltrecho por el pecado. La gracia de la Indulgencia llega, pues, hasta el centro más profundo de la persona, hasta el generador de todos nuestros actos, hasta el corazón. Tratemos de descubrir en el día de hoy hasta qué punto el pecado ha dañado nuestros centros vitales para ver cómo es necesario que la gracia baje hasta esos centros y los limpie, ordene y eduque. Articulamos nuestro comentario en tres pasos: El pecado nos hace pecadores (primero) y una vez perdonado el pecado (segundo) es preciso reeducar el corazón para que pueda emprender un  camino de crecimiento en la gracia (tercero).

El pecado nos hace pecadores. Primer elemento de nuestra explicación. Alguien ha dicho que uno es hijo de sus propias obras y no le falta razón a quien lo ha dicho. Cuando uno comete un pecado, ese pecado cometido le hace a uno pecador. Lo peor, por ejemplo, de decir una mentira no es la mentira en sí, sino que esa mentira nos hace mentirosos. Lo más grave del pecado es que nos hace pecadores; es como si el pecado, que parece algo tan superficial y exterior, fuera calando, calando, calando hasta llegar a los últimos estratos de nuestro ser personal y lo fuera todo contagiando; el pecado no se detiene hasta que llega a los centros vitales de la persona y allí se adueña de los mandos de la persona, dando una especie de golpe de estado en que el señorío de la verdad queda sustituido por la tiranía de los apetitos. La solución a este desorden no viene sólo por el perdón de los pecados sino que es precisa una acción ulterior y profunda de la gracia que actúe en esos centros vitales para vuelvan a ser generadores del bien en todo su alcance, pues con el pecado se ha producido una gran alteración. El pecado ha alterado nuestra capacidad de ver sin deformaciones, ha alterado nuestra capacidad de valorar las cosas según la justicia de Dios, ha alterado nuestra capacidad de juzgar con verdad, ha alterado nuestra capacidad de obrar con determinación y altura de miras. Las consecuencias del pecado son bastante más graves de lo que la gente cree.



El pecado puede ser perdonado y de hecho es perdonado. Segundo elemento de nuestra explicación. De hecho, ningún pecado por grave que sea se resiste al poder de Dios, cuando el pecador se abre a la acción de la gracia sacramental. Al ser perdonados por Dios, queda, por una parte, perdonada la ofensa o desprecio personal que le hemos hecho a Dios y queda, además, eliminada la consecuencia primera y directa que lleva consigo la ruptura de la comunión con Dios, que es la privación de la vida eterna. Por el perdón de Dios queda perdonada la culpa y cancelada la pena eterna por parte de Dios. ¿Y ya está todo arreglado? No, porque nuestro corazón ha quedado desarreglado. A veces pensamos que el pecado es como un objeto feo que tenemos en un cuarto de nuestra casa, por ejemplo una silla vieja o un tresillo desvencijado, y que lo arrojamos fuera y ya ha quedado todo arreglado. Pero nuestro corazón es algo más que un cuarto hecho de rasillas o baldosas, es algo más que cuatro paredes frías e inertes; nuestro corazón es el centro de operaciones de un ser vivo y el pecado le ha dañado en su capacidad de hacer el bien según el dictado de la recta razón. El pecado ha dejado como consecuencia interna dentro de nosotros, como nos dice el Catecismo, “un apego desordenado a las criaturas” (Catecismo, 1472). Esto es lo que se llama la “pena temporal”. La pena temporal no es como una pequeña brizna material de suciedad que ha quedado oculta en algún rincón de la casa o como una telaraña que quedó detrás de algún mueble. La pena temporal, por ser un apego desordenado a las criaturas, dice referencia no tanto a la suciedad sino al generador de suciedad, al corazón de la persona. La pena temporal consiste en que los apetitos han tomado el mando del centro directivo de la persona, del corazón. Si el corazón no se arregla, la suciedad seguirá brotando continuamente de él. Precisamente la gracia de la Indulgencia plenaria, que Dios bondadosamente nos da por medio de su Iglesia, se dirige a la purificación de esos apegos desordenados, a la purificación del corazón.


Es preciso reeducar el corazón para que pueda emprender un  camino de crecimiento en la gracia. Tercer elemento de nuestra explicación. La obra de Dios en el alma no termina con el perdón de los pecados, sino que más bien empieza con el perdón de los pecados. Cuando el hijo pródigo de la parábola regresa a casa, ha terminado, ciertamente, su exilio, pero comienza entonces un largo periodo reeducativo para que asimile los modos paternos de mirar, de valorar, de juzgar, de obrar. El perdón es cuestión de un momento pero la reeducación es cuestión de años. Y a eso viene la Indulgencia plenaria, a acelerar y ultimar el proceso de reeducación del corazón. Es obra de Dios el perdón de los pecados y es obra de Dios el posterior trabajo reeducativo de nuestro corazón que nos va liberando de los apegos desordenados o apetitos, por emplear un término clásico de la literatura espiritual. La obra educativa de Dios es posterior al perdón de los pecados; por eso precisamente, para recibir el don de la Indulgencia plenaria hay que estar en gracia.

Ánimo y valor porque Dios quiere hacer obras muy grandes y hermosas en nosotros. Dejémonos educar por Dios nuestro Padre y colaboremos, en lo que dependa de nosotros, en esa gran obra reeducativa de nuestro corazón. Así nosotros, igual que Jesús en Nazaret, iremos “creciendo  en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 52).

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