La
Iglesia nos coloca la Fiesta de la Sagrada Familia enseguida de la Navidad,
para ponernos de modelo a la Familia en que Dios escogió nacer y crecer como
Hombre.
Jesús,
María y José. Tres personajes modelo, formando una familia modelo.
Y fue una familia modelo, porque en ellos todo estaba sometido a Dios.
Nada se hacía o se deseaba que no fuera Voluntad del Padre.
El
Evangelio (Lc. 2, 41-52) nos
narra el incidente de la pérdida de Jesús durante tres días y de la búsqueda
angustiosa de José y María, que culmina con aquella respuesta desconcertante de
Jesús: “¿No sabían que debo
ocuparme de las cosas de mi Padre?”. El Padre y las cosas del
Padre de primero. Así, en la casa de Nazaret todo estaba sometido al
Padre. Jesús mismo pertenece al Padre Celestial, antes que a María y
José.
La
familia está hoy en crisis. Y seguirá estándolo mientras los esposos y
los hijos no tengan como modelo a Jesús, María y José. Todo en ellos
giraba alrededor de Dios. Como en la Sagrada Familia, con los esposos
debe haber un “tercero” que debe estar siempre de “primero”: Dios. Entre
padres e hijos, debe estar ese mismo “tercero”, (Dios) pero siempre de
“primero”. De otra manera las relaciones entre los miembros de la familia
pueden llegar a ser muy difíciles y hasta imposibles.
La presencia de Dios en el hogar, entre los miembros de la familia, es lo único que garantiza la permanencia de la familia y unas relaciones que, sin ser perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas posibles al modelo de Nazaret.
Por
eso Dios elevó el matrimonio a nivel de Sacramento, para que la unión
matrimonial fuera fuente de gracia para los esposos y para los hijos.
Pero ... ¿qué sucede, entonces?
Para
responder, cabe hacernos otras preguntas: ¿Dónde está Dios en las
familias? ¿Qué lugar se le da a Dios en las familias? ¿Es Dios el
personaje más importante en las familias? ¿Se dan cuenta las parejas que se
casan ante el altar, que para cumplir el compromiso que están haciendo al mismo
Dios, deben poner a ese Dios de primero en todo? ¿Se recuerdan de esto a
lo largo de su vida de casados? ¿Ponen a Dios de primero entre sus
prioridades? ¿Enseñan esto a sus hijos?
Y como viene siendo habitul traemos las reflexiones de tres religiosos que lo hacen en nuestra lengua, en este domingo de celebración de La Sagrada Familia.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (2,41-52)
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.
Palabra del Señor
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.
Palabra del Señor
COMENTARIO
¿Por qué me buscabais?
El nacimiento de Jesús significa
que el Verbo de Dios se reviste de carne, y también del conjunto de relaciones
en que la vida humana consiste. La primera de estas relaciones, fundamental
para la existencia del hombre y su sentido, es la relación paterno-filial. Al
aparecer en el mundo totalmente menesteroso y dependiente, el recién nacido
percibe a sus padres (primero a su madre, después también a su padre) como una
fuerza superior, providente y poderosa que remedia todas sus necesidades:
alimento, calor, higiene, afecto, acogida. Esta inicial relación de dependencia
garantiza la supervivencia física, provee de estabilidad psicológica (da
seguridad, confianza y sentido: si todo lo hacen por mí, es que mi vida es
importante); y, por fin, abre a la relación religiosa: la sumisión a los padres
es temporal y provisional, al ir creciendo el niño, convertido en joven,
descubre que sus padres son limitados. Esa limitación va aumentando con la
edad, hasta el punto de que llega un momento en que la dependencia se invierte,
y son los ancianos padres los que necesitan de la ayuda y el cuidado de sus
hijos. La primera lectura lo expresa con claridad, subrayando primero la “mayor
respetabilidad” de los padres y recordando, después, el deber de los hijos
hacia los ancianos padres: no abandonarlos, no abochornarlos, honrarlos hasta
el final. El cuarto mandamiento de la ley de Dios, el único mandamiento
positivo de los referidos a nuestros deberes para con los demás, hace de puente
entre los siguientes y los tres primeros: porque es en esa inicial y
provisional relación vertical con los padres donde se configura la relación
religiosa con Dios. El hombre aprende en ella a mirar hacia arriba con confianza
en el poder benéfico y providente que, como acaba descubriendo, procede
últimamente del Dios Padre de todos. Fácil es entender que si el niño es
maltratado o no suficientemente querido, se produce una distorsión en su
percepción del mundo, que dificultará muchísimo una relación equilibrada con
los demás y una adecuada imagen de Dios. De ahí la extraordinaria
responsabilidad de los padres hacia sus hijos, y también de ahí la autoridad de
que han sido investidos por Dios.
Por el contrario, el amor y la
acogida incondicional del niño lo va introduciendo poco a poco en formas sanas
de relación con los demás, en las que ya no domina la “verticalidad” primera,
sino la “horizontalidad” entre iguales, que va del elemental respeto mutuo,
hasta la forma privilegiada y exclusiva del amor conyugal entre un hombre y una
mujer. El texto de la carta a los Colosenses empieza con una exhortación a las
verdaderas relaciones fraternas en su generalidad. No se trata de una pura
idealización, sino que se hace cargo de las muchas dificultades que estas
relaciones deben superar. De ahí que mencione enseguida la capacidad de aguante
y el necesario perdón, que solo aparece cuando se dan ofensas y conflictos.
Cristo ha venido a sanar, salvar
y restablecer al ser humano, incluyendo el conjunto de sus relaciones, también
heridas por el pecado. En él, por el amor que nos da y para el que nos
capacita, se hace posible recomponer la unidad entre los seres humanos, hacer
de ellos un cuerpo armónico, vivir en paz. Sin embargo, precisamente cuando se
refiere a las relaciones familiares hay algo en el texto que rechina en
nuestros oídos: nos resulta difícil aceptar esas expresiones que llaman a la
“sumisión” de las esposas; a algunos puede ser que incluso la exhortación a la
obediencia de los hijos les suene mal. Pero es importante leer estos textos en
la clave adecuada: y esta no es el moderno concepto de igualdad, sino la idea
evangélica del amor. En este y en otros textos de Pablo, en los que parecen
resonar condicionamientos culturales de la época, hemos de saber ver ante todo
el espíritu evangélico que los anima, que habla de una sumisión libre y de una
entrega total por parte de los dos cónyuges. Si la mujer se somete, lo hace no
servilmente, sino libremente y por amor, el marido debe, por su parte, no
dominar, sino entregarse sin reservas a su mujer, en la que ama a su propio
cuerpo; del mismo modo que la autoridad paterna sobre los hijos debe evitar
todo despotismo que exaspera y desanima, para que la obediencia de estos sea un
camino de crecimiento hacia la propia madurez. El espíritu cristiano de amor y
servicio mutuo no atenta contra la verdadera igualdad (la de la igual dignidad
de hijos de Dios), sino que la garantiza del mejor modo, al tiempo que respeta
las diferencias que enriquecen la unidad.
El mejor ejemplo de este
espíritu lo encontramos en la familia de José, María y Jesús. Ahí vemos
reflejado a la perfección el ideal de las relaciones familiares. Un ideal que
no excluye ni esconde los inevitables momentos de dificultad y conflicto. Pues
Jesús ha nacido para crecer y llegar a ser sí mismo. Y este proceso nunca es
sencillo y pacífico. José y María son los mediadores de ese crecimiento. Los
padres engendran, pero también y sobre todo ayudan a crecer. Aquí existe un
matiz psicológico, que distingue el papel que juegan el padre y la madre:
ésta es sobre todo el principio generador, la tierra, que acoge y engendra
confianza; el padre es el principio de crecimiento, el ideal que exige y llama.
En el caso de José, su papel tiene importancia capital en este segundo aspecto:
representa el rostro humano de la paternidad, que Jesús experimenta como
mediación de su experiencia filial respecto de su Padre, Dios.
El texto de hoy recoge,
precisamente, un momento clave de inflexión en las relaciones familiares. Jesús
ya no es un niño. Los doce años marcan el paso a la adolescencia, el umbral de
la madurez. De ahí que José y María, que le van abriendo paso para que él
emprenda su propio camino, le lleven por vez primera a Jerusalén. Y Jesús, haciendo
uso de este primer momento de autonomía “se pierde”. Tal como suena el texto,
da la impresión de que toma una decisión, para la que, además, no cuenta con la
opinión de sus padres. No se trata de una travesura, sino de un primer paso en
busca de su propia vocación.
Es bastante clara la alusión a
la muerte de Jesús, cuyo cuerpo es el verdadero templo de Dios. Sólo a los tres
días sus padres lo encuentran “en el templo”, sentado en medio de los maestros,
como uno de ellos, pero escuchándolos y haciéndoles preguntas, y también dando
sus propias respuestas. Jesús no está en el templo como en un refugio en el que
escapar de los problemas e interrogantes de la vida. Al contrario: Jesús
pregunta, plantea dudas, escucha, también avanza sus propias respuestas. Es
decir, Jesús experimenta la vida y la relación con Dios como realidades
abiertas, en las que no existen soluciones prefabricadas. Y de esta manera va
comprendiendo su propia vocación: la total dedicación a las cosas de su Padre.
A los padres, normalmente, les
cuesta entender que el hijo que hasta entonces ha sido “su niño”, completamente
dependiente de ellos, empiece a caminar por sí mismo, a tomar sus propias
decisiones. De ahí la pregunta de María, en la que se deja percibir un cierto
reproche por la angustia de haberlo perdido. En la respuesta de Jesús suena,
por un lado, la reivindicación de su propia autonomía (“¿por qué me
buscabais?”); pero también una indicación precisa de dónde podemos encontrarlo,
siempre que lo perdamos: en la “casa” de su Padre, o mejor, en las “cosas” de
su Padre, que no son otra cosa que el anuncio y la implantación del Reino de
Dios y la salvación de los hombres.
María y José no entienden la respuesta de Jesús. A veces a los padres les
cuesta entender el camino de los propios hijos, y a todos nosotros nos cuesta
percibir y entender a la primera la Palabra de Dios. La actitud correcta es la
que nos enseña María: la paciencia y la confianza que dejan madurar la semilla
de la Palabra y sus respuestas en el propio corazón. Esa misma paciencia y
confianza la encontramos en Jesús: la autonomía recién estrenada no significa
total independencia y ruptura. Tras la escapada adolescente Jesús “regresó con
sus padres y vivía sometido
a ellos”. Este sometimiento yo no es algo forzado por la total indefensión del
recién nacido, sino fruto de una decisión libre. Como libremente se someterá a
la voluntad de su Padre celestial, así ahora se somete con libertad a la
autoridad (no despótica o exasperante, sino abierta, respetuosa) de sus padres
en la tierra, para seguir creciendo y madurando. Y es que, en verdad, el hombre
no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una
independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de
su propia vida, se consagra libre y no servilmente a algo (a Alguien) más
grande que él, que lo libera, y que vale más que la vida.
Comprendemos a la luz de la
Palabra la importancia de la familia en los designios de Dios, en el camino
hacia la propia madurez humana y cristiana. También en la fe hemos de ir
avanzando hacia la madurez del amor en el seno de la familia eclesial. Jesús es
nuestro maestro y pedagogo. Si a veces se pierde y nos fuerza a buscarlo con
angustia, ya sabemos dónde encontrarlo: en las cosas del Padre, inquiriendo,
preguntando, escuchando y ensayando nuestras respuestas; y sometiéndonos
libremente y por amor al servicio de nuestros hermanos.
FIESTA
DE LA SAGRADA FAMILIA
“Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante
Dios y los hombres” (Lc 2, 52). El evangelista San Lucas, amante, como
buen historiador, tanto de los detalles como de los resúmenes, nos ofrece en el
verso final del Evangelio de hoy, fiesta de la Sagrada Familia, un magnífico
resumen de la vida en familia de Jesús en Nazaret. Claro que ese verso y en
concreto las palabras relativas al crecimiento en la gracia nos viene también
muy bien a nosotros para seguir avanzando en nuestra comprensión de la gracia
de la Indulgencia plenaria, gracia con que la Iglesia nos sigue bendiciendo en
este “Año de la fe”. Crecer en gracia, he ahí la clave para entender la
Indulgencia plenaria. Pero para crecer en gracia es preciso recomponer el
sujeto, recomponer el corazón, que ha quedado estragado, desorientado y
maltrecho por el pecado. La gracia de la Indulgencia llega, pues, hasta el
centro más profundo de la persona, hasta el generador de todos nuestros actos,
hasta el corazón. Tratemos de descubrir en el día de hoy hasta qué punto el
pecado ha dañado nuestros centros vitales para ver cómo es necesario que la
gracia baje hasta esos centros y los limpie, ordene y eduque. Articulamos
nuestro comentario en tres pasos: El
pecado nos hace pecadores (primero) y una vez perdonado el pecado (segundo) es
preciso reeducar el corazón para que pueda emprender un camino de
crecimiento en la gracia (tercero).
El pecado nos hace pecadores.
Primer elemento de nuestra explicación. Alguien ha dicho que uno es hijo de sus
propias obras y no le falta razón a quien lo ha dicho. Cuando uno comete un
pecado, ese pecado cometido le hace a uno pecador. Lo peor, por ejemplo, de
decir una mentira no es la mentira en sí, sino que esa mentira nos hace
mentirosos. Lo más grave del pecado es que nos hace pecadores; es como si el
pecado, que parece algo tan superficial y exterior, fuera calando, calando,
calando hasta llegar a los últimos estratos de nuestro ser personal y lo fuera
todo contagiando; el pecado no se detiene hasta que llega a los centros vitales
de la persona y allí se adueña de los mandos de la persona, dando una especie
de golpe de estado en que el señorío de la verdad queda sustituido por la
tiranía de los apetitos. La solución a este desorden no viene sólo por el
perdón de los pecados sino que es precisa una acción ulterior y profunda de la
gracia que actúe en esos centros vitales para vuelvan a ser generadores del
bien en todo su alcance, pues con el pecado se ha producido una gran
alteración. El pecado ha alterado nuestra capacidad de ver sin deformaciones,
ha alterado nuestra capacidad de valorar las cosas según la justicia de Dios,
ha alterado nuestra capacidad de juzgar con verdad, ha alterado nuestra
capacidad de obrar con determinación y altura de miras. Las consecuencias del
pecado son bastante más graves de lo que la gente cree.
El pecado puede ser perdonado
y de hecho es perdonado. Segundo elemento de nuestra
explicación. De hecho, ningún pecado por grave que sea se resiste al poder de
Dios, cuando el pecador se abre a la acción de la gracia sacramental. Al ser
perdonados por Dios, queda, por una parte, perdonada la ofensa o desprecio
personal que le hemos hecho a Dios y queda, además, eliminada la consecuencia
primera y directa que lleva consigo la ruptura de la comunión con Dios, que es
la privación de la vida eterna. Por el perdón de Dios queda perdonada la culpa
y cancelada la pena eterna por parte de Dios. ¿Y ya está todo arreglado? No,
porque nuestro corazón ha quedado desarreglado. A veces pensamos que el pecado
es como un objeto feo que tenemos en un cuarto de nuestra casa, por ejemplo una
silla vieja o un tresillo desvencijado, y que lo arrojamos fuera y ya ha
quedado todo arreglado. Pero nuestro corazón es algo más que un cuarto hecho de
rasillas o baldosas, es algo más que cuatro paredes frías e inertes; nuestro
corazón es el centro de operaciones de un ser vivo y el pecado le ha dañado en
su capacidad de hacer el bien según el dictado de la recta razón. El pecado ha
dejado como consecuencia interna dentro de nosotros, como nos dice el
Catecismo, “un apego desordenado a las criaturas” (Catecismo, 1472). Esto
es lo que se llama la “pena temporal”. La pena temporal no es como una pequeña
brizna material de suciedad que ha quedado oculta en algún rincón de la casa o
como una telaraña que quedó detrás de algún mueble. La pena temporal, por ser
un apego desordenado a las criaturas, dice referencia no tanto a la suciedad
sino al generador de suciedad, al corazón de la persona. La pena temporal
consiste en que los apetitos han tomado el mando del centro directivo de la
persona, del corazón. Si el corazón no se arregla, la suciedad seguirá brotando
continuamente de él. Precisamente la gracia de la Indulgencia plenaria, que
Dios bondadosamente nos da por medio de su Iglesia, se dirige a la purificación
de esos apegos desordenados, a la purificación del corazón.
Es preciso reeducar el corazón para que pueda emprender un
camino de crecimiento en la gracia. Tercer elemento de nuestra
explicación. La obra de Dios en el alma no termina con el perdón de los
pecados, sino que más bien empieza con el perdón de los pecados. Cuando el hijo
pródigo de la parábola regresa a casa, ha terminado, ciertamente, su exilio,
pero comienza entonces un largo periodo reeducativo para que asimile los modos
paternos de mirar, de valorar, de juzgar, de obrar. El perdón es cuestión de un
momento pero la reeducación es cuestión de años. Y a eso viene la Indulgencia
plenaria, a acelerar y ultimar el proceso de reeducación del corazón. Es obra
de Dios el perdón de los pecados y es obra de Dios el posterior trabajo
reeducativo de nuestro corazón que nos va liberando de los apegos desordenados
o apetitos, por emplear un término clásico de la literatura espiritual. La obra
educativa de Dios es posterior al perdón de los pecados; por eso precisamente,
para recibir el don de la Indulgencia plenaria hay que estar en gracia.
Ánimo y valor porque Dios quiere hacer obras muy grandes y hermosas en
nosotros. Dejémonos educar por Dios nuestro Padre y colaboremos, en lo que
dependa de nosotros, en esa gran obra reeducativa de nuestro corazón. Así nosotros,
igual que Jesús en Nazaret, iremos “creciendo en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 52).
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