Termina el Adviento y ya llega la Navidad. Ya
nace el Redentor del mundo en Belén, esa “pequeña
entre las aldeas de Judá”. Pero, dice la profecía de Miqueas (Mi. 5, 1-4) “de tí saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a los
días más antiguos”. La profecía hacía alusión al
Mesías, a su origen antiguo (eterno), por lo tanto a su divinidad. Y
también a la omnipotencia y grandeza de Dios: “la grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y El mismo será la
Paz”.
Los israelitas sabían que el Mesías debía nacer en
Belén. Prueba de ello es que cuando los Reyes Magos llegan a Jerusalén
preguntando por El, los sumos sacerdotes refirieron al Rey Herodes esta
profecía de Miqueas (cfr. Mt. 2, 1-6).
Suponemos, entonces, que la Virgen y San José conocían esta profecía y que el
viaje obligado de José a Belén para el censo, les daría una certeza adicional
de que Quien nacería del seno de la Virgen, era verdaderamente el Mesías.
Lo curioso es que pareciera que el César controlara
su gran imperio. Pero –si nos fijamos bien- es Dios el que está al mando
de la situación. Dios utiliza este decreto sorpresivo del César para que
se cumpla el decreto previo de Dios: el Mesías ha de nacer en
Belén. Un detalle que nos muestra que Dios es el Señor de la Historia:
la de cada uno, la de cada nación, la de cada pueblo. Somos actores, pero
Dios dirige…aunque no nos demos cuenta.
La profecía también anunciaba a María, la Madre del Redentor. “Si Yahvé abandona a Israel, será sólo por un tiempo, mientras no dé a luz la que ha de dar a luz”. María, la que habría de dar a luz, preanunciada desde el comienzo de la Escritura (Gn. 5, 30) como la que aplastaría la cabeza de la serpiente con su descendencia divina, es la Madre del Mesías. Además es la vencedora del Demonio por su fe y su entrega a Dios. María era simple criatura de Dios, adornada -es cierto- de dones inmensos, pero tuvo que tener fe y tuvo que dar su sí. Y con su fe y con su sí se realizó el más grande milagro: Dios se hace Hombre y nos rescata de la esclavitud del Demonio.
“Dichosa tú que has creído que se cumpliría cuanto
te fue anunciado de parte del Señor” (Lc. 1, 39-45). Son palabras de Santa Isabel, su prima,
cuando María encinta llegó a visitarla. Isabel conocía de sobra la
importancia de la fe, pues su marido, Zacarías, no había creído lo que el Ángel
le había anunciado a él sobre la concepción milagrosa de su hijo, San Juan
Bautista, el Precursor del Mesías. Milagrosa, porque eran una pareja
estéril y añeja. Zacarías quedó mudo hasta después del nacimiento de
Juan, por no haber creído que lo anunciado se cumpliría. (cfr. Lc. 1, 5-25 y 57-80).
Fe y entrega a la Voluntad de Dios, tanto en la
Madre como en el Hijo, son condiciones indispensables para seguirlos, para que
se cumpla en nosotros lo que Dios nos ha prometido y lo que nos trae en
Navidad: nada menos que nuestra salvación!
Y
como viene siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos
que lo hace en nuestro idioma y
relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo IV de Adviento, en este
ciclo "C".
Lectura del
santo Evangelio según San Lucas (1,39-45):
En aquellos días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un
pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel
oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del
Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito
el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi
vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá.»
Palabra de Dios
Palabra de Dios
COMENTARIO.
¿Quién soy yo?
Al contemplar el espectáculo de nuestro
mundo hay motivos para pensar que los telares en los que se hilan las grandes
tramas de la historia están muy lejos de nuestra vida cotidiana. Personajes
poderosos se encuentran para tomar decisiones que, después, habrán de afectar a
nuestra vida de múltiples formas; decisiones en las que nosotros no tenemos
arte ni parte. Grandes centros de poder (político, económico, social…) son testigos
de los movimientos que deciden el curso de la historia. Es así, para bien y
para mal, y tal vez no pueda ser de otra manera. Pero se entiende que se
susciten protestas que piden otra forma de decidir las cuestiones que nos
afectan a todos. ¿Es ello posible?
Al menos parece que a Dios sí se le ha
ocurrido un camino alternativo. El gran acontecimiento del encuentro pleno y
definitivo entre Dios y los hombres discurre por derroteros completamente
distintos. Los personajes y los lugares que forman parte de esta otra trama son
insignificantes si los juzgamos con los criterios de los grandes sucesos
históricos. “¿Quién soy yo?” pregunta Isabel, expresando la conciencia de su
propia pequeñez. La pregunta suena a unos pocos kilómetros de una aldea, Belén,
la más pequeña entre las aldeas de Judá. Al venir a la humanidad para
encontrarse con ella en su propio territorio (en la carne, en el tiempo, en el
espacio), Dios no se dirige a los grandes de este mundo, ni busca la puerta de
entrada en los centros de poder de las principales urbes (Roma, Atenas,
Jerusalén) desde las que, al parecer, puede tener una influencia mayor y más
eficaz. Al elegir gentes insignificantes, lugares desprovistos de poder, Dios
expresa que no quiere realizar una visita protocolaria, “oficial”, una “cumbre”
de esas en las que se habla mucho y se buscan compromisos de papel que suelen
acabar siendo papel mojado. Para Dios cada ser humano es un “gran personaje”,
el más importante del mundo, así como cada pequeño rincón perdido de la tierra
es para Él el centro del mundo. Dios quiere realizar con cada uno de nosotros
un encuentro verdadero, en profundidad, y quiere llegar hasta el último lugar
en el que habita el ser humano.
Por todo esto, los encuentros
preparatorios, que preceden siempre a las cumbres, tienen también lugar ahora,
pero suceden de otra manera, con otro tono, en otra atmósfera. Dios no viene a
nosotros a entablar conversaciones mediante un tira y afloja de intereses
contrapuestos. Quiere, eso sí, establecer una relación verdaderamente humana, y
por eso ha de someterse a las condiciones de nuestra humanidad de carne, que
habita en el espacio y el tiempo. Todo el Antiguo Testamento habla
prácticamente sólo de estos encuentros preparatorios, no siempre culminados con
éxito. Pero ahora, ante la inminencia de la venida, éstos alcanzan el máximo de
intensidad. El que nos narra hoy el Evangelio de Lucas nos da algunas claves
fundamentales. Se trata, en primer lugar, de un encuentro entre dos mujeres
embarazadas, en las que, de modo diverso, está sucediendo el milagro de la vida
que florece. María e Isabel no se dedican a quejarse por lo mal que están las
cosas, a criticar a los invasores romanos o a las corruptas autoridades
políticas y religiosas judías. No, estas mujeres realizan un encuentro de
bendición. Y es que Dios no viene en tono amenazante, ni quiere echarnos en
cara nuestros pecados. Es decir, no viene en plan reivindicativo. Su visita es
salvífica, recreadora, positiva. El diálogo de Isabel con María, carente de
toda queja, crítica o amargura, refleja toda esta positividad, expresada en
bendiciones mutuas: la de Isabel a María, llena de entusiasmo y alegría; y la
que la misma Isabel recibe de María, sin palabras, por la mera presencia del
Verbo de Dios en su seno.
Si Isabel y María se encuentran en Aim
Karem, en la montaña de Judá, es porque María ha ido al encuentro, ha salido de
sí, sin ahorrar esfuerzos, para compartir con Isabel los dones de Dios que
ambas han recibido. El protagonismo no lo tienen los intereses contrapuestos,
con los correspondientes regateos para llegar a algún acuerdo de mínimos, sino
la generosidad pura del que se sabe rico en medio de su pobreza y decide
compartir lo que tiene. Y éste es también el espíritu con el que Dios viene a
plantar su tienda entre nosotros: para hacernos partícipes de su propia vida,
sin ahorrar esfuerzos y sacrificios. Esa es la voluntad de Dios, que Jesús ha
venido a realizar a un alto precio, como expresa con fuerza la carta a los
Hebreos.
Las condiciones del encuentro de Dios con
los hombres, que se van realizando en estos otros encuentros, insignificantes
para la gran historia de la humanidad, pero fundamentales para una mirada de fe
(que eso son, por cierto, la palabras de Isabel: una confesión de fe), nos
abren también los ojos para comprender las consecuencias de aquel: Dios, al
someterse a nuestra condición humana, se hace dependiente de nosotros, necesita
de nuestra cooperación. Estamos a la espera del nacimiento de Jesús, el hijo de
Dios, todavía no lo vemos, pero podemos ya percibir su presencia como hijo de
María. Dios, en la humildad de la carne, se deja llevar de un lugar a otro.
Llevado así, en el seno de la doncella de Nazaret, en dependencia de sus
andanzas, empieza ya a derramar sus bendiciones.
Al contemplar esta escena luminosa del
encuentro entre Isabel y María, podemos comprender el modo concreto en que
podemos preparar nosotros el próximo nacimiento de Cristo. De nada sirve que
nos quejemos de lo mal que está el mundo, y menos aún de que el espíritu
comercial haya secuestrado el verdadero espíritu de la Navidad. Esta queja, que
de tan repetida ya cansa, acaba sonando a mala excusa. Ninguna actividad
comercial puede secuestrar el sentido profundo de la Navidad si nosotros los
creyentes lo vivimos en la condiciones y con las consecuencias que hoy subraya
para nosotros la Palabra de Dios. En primer lugar tenemos que propiciar
encuentros positivos, encuentros en que dominen las bendiciones y evitemos las
maldiciones; encuentros guiados no por intereses particulares (sean mezquinos o
legítimos), sino por la generosidad, la capacidad de sacrificarnos por los
demás, por la voluntad de compartir los dones que hemos recibido. Finalmente,
la Navidad se hará real en nuestro tiempo, en cada rincón del mundo, si
alguien, en apariencia insignificante, pero no para Dios, deja que la Palabra
habite en él, y se hace portador de ella y, por medio de sus actos y de sus
palabras, deja que esa Palabra sea fuente de bendición para otros. Esa Palabra
será a veces sólo una semilla, un embrión, como Jesús en el seno de María, pero
su acción será ya eficaz y fuente de bendición, suscitará el espíritu profético
que anima a Isabel en su bendición y a María en su canto del Magníficat, y hará
posible, en algún momento de futura madurez, un encuentro pleno con aquel que
ha venido a hacer la voluntad del Altísimo, a cumplir las promesas de Dios y a
ser nuestra paz.
“Encuentro y
profecía”
A Belén había llegado Ruth en el tiempo en
que se segaba la cebada. Con la llegada de aquella extranjera se preparaba un
futuro glorioso. De su familia había de nacer el rey David. Pero el profeta
Miqueas no mira al pasado cuando ve en aquel lugar el origen de un reinado
futuro. De Belén, pequeña entre las aldeas de Judá, saldrá el jefe de Israel.
Esta profecía de Miqueas no puede ser
olvidada. De hecho, la encontraremos de nuevo en el Evangelio según San Mateo.
A ella se remiten los sabios, cuando el rey Herodes les consulta sobre el lugar
de nacimiento del Rey de los judíos. Un misterioso rey al que vienen buscando
los Magos llegados del Oriente.
Belén es más que una pequeña aldea perdida
en el recuerdo. Belén es también la esperanza de un mundo renacido. Belén es la
promesa de la paz y de la justicia. También es la promesa de la vida. No en
vano el profeta Miqueas alude de forma misteriosa a la madre que da a luz, para
situar el tiempo del jefe de Israel.
EL DON DE LA
VIDA
La vida se hace especialmente presente en
el Evangelio que hoy se proclama (Lc 1, 39-45). En él se narra la visita de
María de Nazaret a su pariente Isabel. Las dos mujeres llevan la vida de un
bebé en sus entrañas. Una vida que es en primer lugar un don exclusivo de Dios,
dadas las condiciones de sus madres.
Para María y para Isabel, por otra
parte, la vida de sus hijos es un signo de la escucha y de la acogida de
la palabra de Dios. Es la palabra de Dios la que marca los plazos del tiempo. Y
la que hace posible lo imposible. Ellas han sabido escuchar la voz de lo Alto.
Y por eso han entrado en la órbita de la vida y de la salvación.
Las dos mujeres están llenas del Espíritu
de Dios. Así le había dicho el ángel a María: “el Espíritu de Dios te
cubrirá con su sombra”. Ahora, se dice de Isabel que, llena del Espíritu Santo,
proclama a María como la bendita entre las mujeres y como madre del fruto más
bendito de la tierra.
LA CREENCIA Y
LA FE
El Evangelio de hoy se cierra con otra
frase inolvidable de Isabel:: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha
dicho el Señor se cumplirá”. Es ésta la primera de todas las bienaventuranzas
de la nueva era de la salvación.
• “Dichosa tú que has creído”. La creencia
de María no era una simple credulidad. Ante el anuncio del Ángel, ella había
querido saber. Mostraba sus dudas. No era fácil comprender el anuncio. Ni
aceptar una responsabilidad no esperada. Y, sin embargo creyó.
• “Dichosa tú que has creído”. La creencia
de María no obedecía a un deseo de sobresalir entre las gentes de su pueblo.
Sospechaba ella lo que aquella maternidad podía costarle. El ángel parecía
adivinar sus temores. Y sin embargo creyó.
• “Dichosa tú que has creído”. La creencia
de María no se basaba en su conocimiento de la realidad. Ni en su propio saber
y entender. No se guardó para sí misma las preguntas que bullían en su
interior. No era fácil aceptar una misión imposible. Y sin embargo creyó.
La fe de María era una sencilla pero
difícil confianza en el Dios que habla y propone horizontes inesperados. La fe
de María se apoyaba sólo en la palabra de Dios. Ahora Isabel le decía que lo
dicho por Dios se cumpliría.
- Padre de los cielos, Al prepararnos para
celebrar el nacimiento de Jesús, queremos escuchar tu palabra que genera la
vida y desencadena la esperanza. Sabemos que tu palabra transformará nuestra
vida y hará posible la vida, la salvación y la paz. Por todo ello te damos gracias.
Amén.
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