El
Evangelio de hoy nos trae esa frase tan conocida: “Nadie es profeta en su tierra”, la cual fue pronunciada
en primera instancia por el mismo Jesucristo. Y la dijo cuando en su
pueblo, Nazaret, no quisieron creer lo que acababa de decirles: que la
profecía de Isaías sobre el Mesías se refería a El mismo.
Nos
cuenta el Evangelio (Lc. 4, 21-30) que
la gente “aprobaba y admiraba la
sabiduría de las palabras” de Jesús. Pero que alguno de ahí
mismo se le ocurriera declararse el Mesías, ya eso era inaceptable.
¿Qué le
sucedió a los nazaretanos contemporáneos de Jesús? Lo mismo que nos
sucede a nosotros. Primeramente por orgullo y envidia no podían aceptar
que uno de su propio grupo, del entorno cercano, pudiera destacarse más que
ellos. ¡Mucho menos ser el Mesías!
Y
comenzaron a comentar: “Pero ... ¿no es éste el hijo de José?”
Jesús penetra sus pensamientos y les agrega: “Seguramente me dirán: haz aquí en tu propia tierra todos esos
prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Y
de seguidas la sentencia: “Yo les
aseguro que nadie es profeta en su tierra”.
Luego les demuestra con sucesos del Antiguo Testamento cómo Dios es libre de distribuir sus dones a quién quiere, cómo quiere y dónde quiere. Les recuerda el caso de la viuda no israelita, a la cual fue enviada el gran Profeta Elías (cfr. 1 Reyes 17, 7). “Había ciertamente muchas viudas en Israel en los tiempos de Elías ... sin embargo a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón”.
Pasó
luego a recordarles otro hecho similar: la curación del leproso Naamán,
que era de Siria, en tiempos del Profeta Eliseo (cfr. 2 Reyes 5).
Como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos sobre este evangelio para ,este IV Domingo del Tiempo Ordinario, en nuestro idioma.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (4,21-30):
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.»
Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.»
Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Porque, nadie es
profeta en su tierra.
El Señor quiso demostrarles que la gracia divina no era sólo para los judíos, el pueblo escogido de Dios, sino para toda persona, raza, pueblo o nación que le quisiera recibir. Para mostrar esto, Dios benefició en tiempo de los Profetas a gente que no pertenecía al pueblo de Israel.
Pero
los de su pueblo se enfurecieron tanto con Jesús, que Lo sacaron a de la ciudad
con la intención de lanzarlo por un barranco, cosa que no pudieron lograr.
Igual
que a Jesús, también los que tienen la misión de anunciar la verdad han sufrido
y sufrirán rigores similares. El cristiano que vive y anuncia a Cristo es
-como El- “signo de contradicción”. Por eso el Papa nos ha dicho que nos
toca remar contra la corriente: si vamos a seguir y a anunciar a Cristo,
hay que estar dispuestos a aceptar críticas -y hasta persecuciones.
Sucedió
lo mismo a los Profetas del Antiguo Testamento, entre éstos, a Jeremías quien,
al reconocerse escogido por Dios, teme y trata de negarse a su vocación.
Es lo que nos trae la Primera Lectura
(Jer. 1, 4-5; 17 y 19).
Pero
Dios, que escogió a Jeremías desde siempre, no sólo lo anima, sino hasta lo
amenaza, para que no deje de cumplir la misión que le ha asignado. “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te
conocí; antes de que tú nacieras, Yo te consagré y te destiné a ser
profeta de las naciones ... Tú ahora renueva tu valor y ve a decirles lo que Yo
te mande. No temas enfrentarlos, porque Yo también podría asustarte
delante de ellos... Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte,
pues yo estoy contigo para ampararte”.
Cuando Dios escoge para una misión -no importa cuál sea- no da marcha atrás y proporciona toda la ayuda necesaria para cumplirla. Como nos dice San Pablo en sus enseñanzas sobre los carismas y las diferentes funciones dentro de la Iglesia unos serán llamados para ser apóstoles, otros profetas, otros maestros, otros administradores, etc., etc. Otros serán fieles en el pueblo de Dios. (1 Cor. 12, 4-31)
A los
apóstoles, profetas y maestros toca asumir los riesgos, seguros de la compañía
de Dios. A los fieles toca evitar consideraciones humanas llenas de
orgullo, envidia o egoísmo, y actuar con humildad, sencillez y generosidad,
tratando de seguir a los escogidos de Dios.
En la
Segunda Lectura (1 Cor. 12,31 – 13,13),
San Pablo continúa su enseñanza sobre el funcionamiento de la Iglesia y sobre
los Carismas, como dones del Espíritu Santo. Y habla de “un camino mejor” que los Carismas, que
las limosnas y que las penitencias: el gran don del Espíritu Santo que es
el Amor.
Y por
su explicación posterior nos damos cuenta que el “amor” a que está haciendo
referencia el Apóstol no es el amor-caridad del léxico moderno que significa
dar limosnas o ayuda, tampoco como el amor humano que puede existir entre
esposos o entre padres e hijos.
San
Pablo nos dice que de nada sirve ningún Carisma –ni la profecía, ni la
penetración de los misterios, ni la revelación … ninguno- si no amamos.
De nada nos sirven las “caridades” o la caridad extrema (“aunque repartiera todos mis bienes”), si
no amamos. De nada nos sirve ninguna penitencia, ni la más atrevida (“aunque me dejara quemar vivo”), si no
amamos.
Se
refiere San Pablo al Amor-Caridad que viene de Dios mismo. Ningún
carisma, por muy elevado que fuera es más importante que el Amor. Ninguna
limosna, por más completa que fuera, es más importante que el Amor.
Ninguna penitencia o ejercicio ascético por más extrema que fuera, es más
importante que el Amor.
Ahora bien… ¿en qué consiste este “Amor” de que nos habla San Pablo, que durará por siempre y que sobrevivirá a los carismas y a la Fe y la Esperanza?
Al
comparar San Pablo el Amor con la Fe y con la Esperanza, podemos inferir que
nos está hablando de las virtudes teologales: Fe, Esperanza y
Caridad. Todos dones “infusos”, regalos que no merecemos y que recibimos
directamente de Dios. Ese “Amor”, entonces, es el mismo “Amor” de que nos
habla San Juan (cfr. 1 Jn. 4,
7-16), el Amor que viene de Dios, el Amor-Caridad.
Tenemos,
por tanto, que ver la doble dimensión y la doble dirección del Amor: amor
a Dios y amor a los demás. Y no podemos amar a Dios, ni a los demás, sino
es Dios Quien ama en nosotros, pues Dios es la fuente del Amor, así como es la
fuente de los carismas y la fuente de la Fe y la Esperanza.
El amor
consiste, entonces, en que es Dios quien nos ama y a través de ese Amor, don de
Dios, podemos amarle a El y amar a los demás.
Alerta
San Pablo sobre la filantropía, ayuda o limosnas vacías de amor. Si
reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para
recibir alabanzas, de nada me sirve.
Porque el Amor es tan importante, San Pablo ante el Amor, rebaja todos los carismas y los dones extraordinarios.
Luego
pasa a hacer una descripción del amor: “es
paciente, servicial y sin envida. No quiere aparentar ni se hace el
importante. No actúa con bajeza ni busca su propio interés. No se
deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se
alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor
disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta”.
Así es el Amor de Dios. Así será nuestro amor, si amamos en Dios.
También,
según San Pablo, el amor es superior a la fe y la esperanza. “El mayor de las tres es el amor”.
Pero, no hay amor auténtico sin fe ni esperanza. Las tres virtudes
subsisten ahora; en la eternidad sólo será el Amor, pues ya tendremos el
objeto de nuestra fe y nuestra esperanza.
El
amor, entonces, llegará a su plenitud “cuando
veamos a Dios cara a cara. Ahora conocemos en parte, pero entonces
le conoceré a El como El me conoce a mí. Ahora vemos como en un espejo y
en forma confusa”. Luego conoceremos a Dios tal cual es y
viviremos plenamente su Amor.
… Se alejaba
La interpretación que Jesús hace del Profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret (hoy se cumple esta Escritura, el hoy de la salvación), recibe al principio y en apariencia una respuesta positiva: sus paisanos se admiran de las palabras de gracia que salían de su boca. La admiración de los paisanos puede tener una explicación bastante localista: ¿quién no se enorgullece de que uno de la propia familia, del pueblo, un conocido, alcance la gloria y la fama? A Nazaret habían llegado noticias de su predicación y de sus acciones extraordinarias en la vecina Cafarnaún. Es normal la gran expectación con que lo recibieron: “toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él”, leíamos la semana pasada. La admiración y la sorpresa se incrementan ante el mensaje que les trasmite. No sólo que la profecía de Isaías “se cumple hoy” (se entiende, en su propia persona), sino también que esa profecía se cumple sólo en su dimensión positiva, en “lo que se refiere a la gracia”. Muy probablemente se pueda entender así la admiración de los paisanos de Jesús: se admiraban de que les hablara sólo de la gracia, de que sus palabras fueran sólo palabras de gracia, y no de castigo y de venganza; y es que Jesús lee el texto de Isaías deteniéndose justo antes de las palabras que anuncian “el día de venganza de nuestro Dios” (Is 61, 2). Y es posible también que sea aquí donde se diera la inflexión en la actitud de los paisanos, que, como tantas veces sucede en la vida humana, en sus expectativas de mejora y salvación, incluso en su dimensión religiosa, deseaban al mismo tiempo la gracia y la salvación para sí, pero para los demás, para los considerados rivales o enemigos, la venganza y el castigo.
Este
provincianismo (o nacionalismo, o fundamentalismo, o como se lo quiera llamar)
es por desgracia demasiado frecuente en nuestra manera de entender el
bienestar, la felicidad, el bien moral y hasta la salvación religiosa. Como
sucede que en nuestra experiencia cotidiana los males que padecemos están
ligados a menudo a la percepción de “otros”, a los que consideramos fuente de
nuestra desgracia, librarnos de ésta significa librarnos de paso de esos
“otros”: excluirlos de un modo u otro, hasta el límite extremo de su
destrucción. Pero si las palabras de Jesús, que anuncian que la salvación ha
llegado hoy, hablan sólo de la gracia, es que no hay venganza, y que la
salvación y la gracia se ofrece y alcanza a todos, también a esos “otros” que,
a nuestros ojos, merecerían el castigo.
La voluntad de
exclusión se puede dar a muy distintos niveles. En los reproches contra Jesús
por parte de sus paisanos, que adivinamos a partir de las mismas palabras de
Cristo (“sin duda, me recitaréis…”), podemos entender que las gentes de Nazaret
rivalizaban con las de la vecina Cafarnaún, como pasa tantas veces entre
vecinos. Si Jesús era de Nazaret, ¿a qué venía que anduviera curando y haciendo
el bien en casa del rival? ¿Es que no podía hacerlo en su propia casa? ¿No
tenían los propios vecinos más derecho que los forasteros a beneficiarse de los
poderes del profeta local? En realidad, como parece responderles de nuevo
Jesús, no es fácil realizar prodigios y curaciones a los que no están
dispuestos a acogerlos: aunque existe, decíamos al principio, el orgullo por el
éxito del de casa, éste choca no pocas veces con los celos, la incomprensión y
los prejuicios que genera la cercanía: ¿quién se ha creído éste que es? ¿Cómo
va a enseñarnos nada, si lo conocemos desde que era un mocoso?
Pero Jesús en
su respuesta nos invita a mirar mucho más lejos de Cafarnaún, allende las
fronteras de Israel. La salvación (la gracia, la liberación, la curación que
anuncia) ni siquiera se detiene en los límites territoriales, culturales y
confesionales del pueblo elegido. Jesús manifiesta y revela a un Dios Padre de
todos los hombres, de los propios y los extraños, que ofrece la salvación y la
gracia incluso a los tradicionales enemigos de Israel, como ya enseñaron en el
pasado Elías y Eliseo.
Sin embargo,
esta declaración de universalismo, por muy fundada que pudiera estar en los
profetas, choca con el estrecho nacionalismo del judaísmo de entonces, que
esperaba la salvación como una intervención de Dios que enalteciera a Israel y
destruyera a sus enemigos. Ahí la expectación, los recelos y la desconfianza se
convierten en una explosión de ira que ya no sólo rechaza la pretensión
mesiánica de Jesús, sino que se revuelve contra su persona hasta intentar
suprimirlo físicamente.
Aquí entendemos
que la liberación que nos trae y nos ofrece Cristo no es sólo una liberación de
esclavitudes y dependencias externas (de nuestros enemigos reales o figurados),
sino también de nuestras esclavitudes internas, de nuestros prejuicios, de
nuestros fobias y odios excluyentes. Aceptar el año de gracia del Señor, acoger
la libertad, dejarnos curar por Jesús “hoy” significa romper con nuestra
estrechez de miras, abrirnos a los demás, tratar de establecer puentes,
reconocer que la liberación, la sanación y la salvación las ofrece Dios
gratuitamente a todos por medio de Jesucristo. El pueblo elegido no puede serlo
si no comprende que la elección significa ponerlo al servicio de todos los
seres humanos sin excepción.
¡Qué bien encaja en este mensaje el himno a la caridad de Pablo! Si la semana pasada nos hablaba de la diversidad de los carismas que han de servir a la edificación de todos, como Cuerpo de Cristo, hoy entendemos que el quicio de estos dones es el amor. El amor es el cemento que los une, la savia que los alimenta, la luz que los hace brillar, la fuerza que los impulsa al servicio. Es el carisma de los carismas, el corazón de la gracia. Es un camino, dice Pablo, excepcional. Pero no porque sea para unos pocos, sino porque es el nervio de todas las vocaciones y caminos, sin el que todos estos pierden sentido. La excepcionalidad del amor está en que no se trata de una “norma moral” que nos obligue, sino de la vida misma de Dios obrando en nosotros, la gratuidad de la gracia, que se nos entrega en Jesucristo sin méritos previos por nuestra parte. En este sentido, podemos entender el himno a la caridad de Pablo no, sobre todo, como el listado de actitudes que debemos acumular esforzadamente para poder “cumplir” este mandamiento, sino, sencilla y llanamente, el canto al amor con el Dios nos ama: con paciencia, con cariño, con generosidad, humildemente, con delicadeza, sin ira, olvidando el mal que hacemos, pero también sin engañarnos, llamándonos a la verdad, perdonando, confiando, esperándonos sin límites. El amor no puede pasar nunca porque es tan eterno como Dios. Si miramos a la figura del padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31), tal vez podamos hacernos una idea más precisa de lo que Pablo quiere decirnos con su himno a la caridad.
Acoger la salvación y la gracia que se cumplen “hoy” significa acoger este amor de Dios, más grande que cualquier obra y mérito, don gratuito que se manifiesta en Cristo Jesús. Pero ello nos compromete a superar los límites estrechos de nuestros prejuicios y exclusiones.
El “esfuerzo
del amor” consiste en ir eliminando las barreras que nos cierran en nosotros
mismos (individual, pero también en los círculos colectivos a los que podemos
pertenecer) para, mirando más allá de nuestro particular Nazaret, abrirnos a
Cafarnaún, a Sidón y a Siria, a los extranjeros y hasta a los enemigos
nuestros, entre los que Jesús quiere también revelar la salvación y realizar
prodigios.
Es un reto que
podemos afrontar con garantías sólo aceptando a Jesucristo, que apela a nuestra
libertad para que lo acojamos o rechacemos.
Caigamos en la
cuenta de que la aceptación no está exenta de riesgos. Por un lado, porque, al
aceptarlo, nos exponemos a la ira de quienes siguen encerrados en sus esquemas
excluyentes. El lenguaje universal del amor, que no conoce fronteras, suscita
con frecuencia reacciones violentas en contra. Aceptar a Cristo significa estar
dispuesto a testimoniar este amor de Dios hasta dar la vida. A través de
Jeremías, Dios nos exhorta a no tener miedo. No deben ni pueden temer los que
han elegido a Aquel que “ha vencido al mundo” (cf. Jn 16, 33). Pero, por otro
lado, existe también un riesgo más sutil y peligroso: podemos reducir el
mensaje de Jesús a una “doctrina” excluyente, que traza nuevas fronteras y sólo
reconoce a los “propios” y rechaza a los “ajenos” (a los de Cafarnaún, el
pueblo rival; a Sidón y Siria, a los extranjeros y enemigos). La doctrina
cristiana (que tiene perfiles claros, no es una mera declaración de “buenismo”
blando) se verifica, sin embargo, en el amor que la encarna.
Si no se da esa
traducción encarnada, aunque hagamos milagros, como dice Pablo, “no somos
nada”. O, menos que nada: con nuestras actitudes cerradas podemos estar
revolviéndonos contra Cristo, tratando de expulsarlo de nuestro pueblo, de
acabar con él. En tal caso, puede muy bien suceder que sigamos habitando en su
vecindad, en Nazaret, y considerándonos paisanos suyos (qué se yo, buenos
cristianos), mientras que él, tras pasar por entre nosotros, ante la cerrazón de
nuestro corazón, simplemente, se vaya alejando.
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