Ya nos hemos olvidado de la Semana Santa, sin darnos cuenta de que aun estamos en Tiempo de Pascua, aun estamos en tiempo de celebración de la Resurrección de Cristo, el más grande acontecimiento de todos los tiempos ... por lo menos para los que nos llamamos cristianos.
Y
el misterio pascual, cuyo centro es la Resurrección de Cristo, se completará
plenamente con nuestra propia resurrección. Todo creyente, entonces, está
en espera de su propia resurrección. Y, más aún, espera también el
establecimiento de la nueva Jerusalén, que baja del Cielo. Y no es
invento, puesel Evangelista San Juan nos habla de esto en el último libro de la
Biblia, el Apocalipsis.
En efecto, San Juan nos refiere una visión que tuvo de un “Cielo nuevo y tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía. También vi que descendía del Cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén.” (Ap. 21, 1-5).
Para
poder entender lo que nos describe San Juan, debemos tener en cuenta el momento
en que esto sucede. Es el momento en que volverá Cristo para establecer
su reinado definitivo. Es el momento en que Dios “hará nuevas todas las cosas” (Ap. 21,
5). Es el momento en que sucederá nuestra
resurrección. Es el momento del fin del mundo.
Necesariamente
se nos presenta esta pregunta: ¿Se acabará el mundo algún día? Es
enseñanza de la Iglesia Católica, basada en las Sagradas Escrituras, que este
mundo –tal como lo conocemos ahora- dejará de existir.
En efecto, la primera tierra, ésta en que vivimos, ya no existirá así como la conocemos, pues Juan dice haber visto en su visión, “que es Palabra de Dios y Testimonio solemne de Jesucristo” (Ap. 1, 2) una “tierra nueva”. Curioso que también hable de “Cielo nuevo”.
Y
es lógico, porque -nos dice la Biblia Latinoamericana en sus comentarios- ese
nuevo Cielo “no será un paraíso para ‘almas’ aisladas ni para puros Ángeles,
sino una ciudad de seres humanos que han llegado a ser totalmente hijos de
Dios”.
¡Por
eso San Juan lo llama “Cielo
nuevo”! Porque en ese momento ya nuestras almas se habrán
unido a nuestros cuerpos y ya habremos sido transformados en seres
gloriosos.
De eso precisamente se trata nuestra resurrección. Como la de Cristo. El ya resucitó. Y El nos prometió resucitarnos a nosotros. De eso precisamente se trata el fin del mundo.
Y como viene siendo
habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan en
nuestro idioma, del Evangelio de San Juan, en este V Domingo de Pascua.
Lectura del
santo evangelio según san Juan (13,31-33a.34-35):
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»
Palabra de Señor
COMENTARIO
"El Cielo Nuevo."
"El Cielo Nuevo."
Y todos resucitaremos. Nuestra meta es ese “Cielo nuevo”. Pero es el mismo San Juan quien nos advierte en su Evangelio: “Los que hicieron bien resucitarán para la Vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).
¿Y
qué es esa “ciudad santa, la
nueva Jerusalén” que baja del Cielo, vestida como una novia que “viene a desposarse con su prometido”?
¿Qué significa todo este simbolismo?
Al
terminar la historia, al fin de los tiempos, descubriremos lo que Dios nos ha
preparado: la Jerusalén Celestial. Pero no podemos siquiera
imaginar cómo será, porque “ni
el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el corazón humano puede imaginar lo que Dios
tiene preparado para aquéllos que lo aman” (1 Cor. 2, 9). Es
precisamente lo que trata de explicar San Juan con su visión de esa bellísima
ciudad que baja del Cielo, es decir, que proviene del Cielo.
¿En
qué consiste, entonces, la Jerusalén Celestial? “Es la morada de Dios con los hombres”. Esa
nueva ciudad somos nosotros, pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, la novia del
Cordero, que viene a unirse definitivamente a Dios: Dios viviendo en
nosotros y nosotros en Dios. Algo así como los peces que están en el agua
y el agua en los peces.
Notemos
que San Juan nos informa que en esa “tierra
nueva” ya no hay mar. Simbolismo curioso para indicar que ya
no habrá turbulencia, ni agitación, tan propia de las preocupaciones
terrenas. Habrá paz, paz verdadera, y seremos plenamente felices, lo que
siempre hemos querido, lo que siempre hemos deseado.
Y seremos así de felices, porque “Dios enjugará todas las lágrimas, y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas, ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”.
Y seremos así de felices, porque “Dios enjugará todas las lágrimas, y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas, ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”.
Estaremos
en medio de una felicidad plena. Una felicidad tal que resulta
inimaginable, pues sobrepasa infinitamente todos nuestros conceptos
humanos. Y si la pudiéramos imaginar, tampoco podríamos
describirla. Lo que nos queda es esperarla.
Por
ahora nos toca esperar, esperar con fe y con confianza. Pero nuestra
espera no debe ser de brazos cruzados. Mientras nos llega ese momento,
debemos tratar de comenzar a vivir esa “morada
de Dios con los hombres”.
Para
eso nos dejó Jesús el “nuevo
mandamiento del amor: ámense unos a otros, como Yo los he amado”, el
cual aparece nuevamente en el Evangelio de hoy (Jn. 13, 31-35).
Este Evangelio es parte de las palabras del Señor a los Apóstoles en la Ultima Cena, enseguida de la salida de Judas del sitio donde estaban. Jesús habla allí de su próxima glorificación, que tendrá lugar con su pronta Resurrección. Nos habla de la glorificación que por El, recibe también el Padre. Se glorifican mutuamente Padre e Hijo y en ambas direcciones: del Padre al Hijo, del Hijo al Padre.
¿Cómo
sucede esta glorificación? Sucede porque el Hijo cumple en todo la
Voluntad del Padre, inclusive la muerte en la cruz. Luego es glorificado
con su Resurrección.
Nosotros
también esperamos nuestra glorificación, la cual tendrá lugar con nuestra
propia resurrección, cuando Cristo venga a establecer su reinado
definitivo. Pero antes, como dice la Primera Lectura de los Hechos de los
Apóstoles (Hch. 14,
21-27) “hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de
Dios”.
No hay resurrección sin cruz. No hay gloria sin tribulación. Unos más, otros menos. Unos antes, otros después. Todo sufrimiento es para nuestra purificación con miras a esa glorificación futura. Todo sufrimiento aceptado en imitación a Cristo y en unión con su sufrimiento, sirve de modo privilegiado para nuestro bien espiritual y para bien de otros.
Así,
no sólo seremos glorificados, sino que daremos gloria a Dios desde aquí en esta
vida terrena. Como el Padre al Hijo y el Hijo al Padre. Es lo que
vivieron Pablo y Bernabé en sus recorridos por las comunidades paganas que se
iban convirtiendo al Evangelio.
Eran
verdaderos instrumentos del Señor y así lo señalan: “Al llegar reunieron a la comunidad y les
contaron lo que había hecho Dios por medio de ellos y cómo les había abierto a
los paganos las puertas de la fe”.
Y
esto sucedía, no sólo por su trabajo evangelizador, necesario -por supuesto- y
por los prodigios que Dios realizaba a través de ellos, como el caso del
tullido de nacimiento que acababa de sanar el Señor por medio de Pablo (cf. Hch. 14, 8), sino que
sucedía también porque sabían aceptar todas las tribulaciones causadas al
tratar de difundir el Evangelio (cf.
Hch. 14, 19).
Ese amor de amarnos como El nos ha amado, el cual nos pide Jesús en este Evangelio, es exigente, pues -pensemos bien- El nos amó a tal extremo que se dejó matar por nosotros, por nuestra salvación, para luego ser glorificado y glorificarnos a nosotros también.
Ese
amor exige nuestra entrega total a Dios y nuestra disponibilidad de
servicio a los hermanos. Entregados a Dios, El sabrá cómo usar nuestra
entrega y nuestra disponibilidad en bien de nuestros hermanos. El irá
indicando el camino de nuestro servicio a los demás.
Así se va construyendo la Nueva Jerusalén desde aquí, pues Dios comienza a establecer su morada en medio de nosotros y a establecer su Reino de justicia y de gracia, de amor y de paz.
Que así sea.
Así se va construyendo la Nueva Jerusalén desde aquí, pues Dios comienza a establecer su morada en medio de nosotros y a establecer su Reino de justicia y de gracia, de amor y de paz.
Que así sea.
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