Celebramos este año nuevamente en la Iglesia Católica la Fiesta de la Divina Misericordia, correspondiendo al Segundo Domingo de Pascua. Y es interesante observar que el Evangelio de este Domingo siempre es el mismo, pues no cambia según el Ciclo A, B o C; pero, además, siempre se usó el mismo texto evangélico antes de la reforma litúrgica post-conciliar, cuando este domingo se conocía como “Domingo In Albis”.
En
efecto, el Evangelio es el texto de San Juan (Jn.
20, 19-31) que nos narra la primera aparición de Jesús a sus
Apóstoles el mismo día de su gloriosa resurrección, al anochecer, mientras
estaban a puertas cerradas.
¡Qué
alegría deben haber sentido estos hombres que habían quedado tan confundidos,
tan apesadumbrados y atemorizados por la horrorosa muerte de Jesús! ¡Qué
alegría al ver a ese mismo Jesús resucitado glorioso, mostrándoles las heridas
de las manos y del costado, como para asegurarles que era El mismo!
Y acto
seguido, nos dice San Juan Evangelista, el Señor “sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A los
que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los
perdonen, les quedarán sin perdonar’”.
Es
decir, Cristo, al no más salir del sepulcro, habiendo vencido a la muerte, al
demonio y al pecado, lo primero que hace es dejarnos a nosotros los seres
humanos, el medio efectivo para ser perdonados de nuestros pecados.
Instituye en ese mismo momento el Sacramento de la Confesión, del Perdón.
¡Con razón Cristo ha querido declarar este Domingo Segundo de Pascua como la Fiesta de su Divina Misericordia! ¡Con razón el Papa Juan Pablo II, al declarar este día como el Domingo de la Divina Misericordia, tal como Jesús pidió a Santa Faustina Kowalska, ha dispuesto que se conserven los mismos textos en las Lecturas Litúrgicas! ¡Con razón siempre ha sido el mismo texto evangélico para este domingo, antes de la reforma litúrgica última y ahora se conserva el mismo texto evangélico para los tres Ciclos A, B y C!
El
Sacramento de la Confesión es el Sacramento de la Divina Misericordia, llamado
por el mismo Jesús, en sus revelaciones a Santa Faustina Kowalska, el “Tribunal
de la Misericordia”. Y ¡qué Tribunal!
Y como viene siendo
habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan en
nuestro idioma, del Evangelio de San Juan, en este II Domingo de Pascua.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (20,19-31):
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados! quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.
Palabra del Señor
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados! quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.
Palabra del Señor
COMENTARIOS
“Tomás y la comunidad”
“Los hermanos eran constantes en escuchar
la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en
las oraciones”. Este texto (Hech 2, 42) suele ser conocido como uno de los
“sumarios de los Hechos”. En él se resumen los puntos básicos que configuran
una comunidad cristiana.
El texto continúa subrayando la buena
impresión que los hermanos causaban entre sus vecinos de Jerusalén. Y recuerda
que los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común”. Muchos grupos
han tratado a lo largo de los siglos de vivir “como los primeros cristianos”.
Y no está mal ese deseo. Compartir los
bienes con los hermanos, celebrar la fracción del pan y alabar a Dios con
alegría y de todo corazón es un excelente resumen de la vida cristiana. La vida
de los que han renacido para una esperanza viva y para una herencia
incorruptible, como dice la primer carta de Pedro (1 Pe 1, 3-4).
Un comportamiento semejante no dejaría de
llamar la atención también en nuestro tiempo. En realidad, ese sería el
principio de la evangelización, como afirmó Pablo VI.
COMPARTIR
LA FE
El evangelio que se proclama en este
segundo domingo de Cuaresma es muy conocido (Jn 20, 19-31). El lugar en el que
se desarrolla la escena es una casa cerrada por miedo a los judíos. Y el tiempo
es el primer día de la semana. El mismo día en que Magdalena y las otras
mujeres, Pedro y el discípulo amado habían encontrado vacía la tumba de Jesús.
• Jesús resucitado se hace presente entre
sus discípulos. Mostrar las llagas de sus manos y su costado equivalía a
asegurarles de su identidad. El resucitado era el mismo que había sido
crucificado. Y, por otra parte, significaba que el camino de Jesús a la gloria
pasaba necesariamente por el abajamiento hasta la muerte y muerte de cruz.
• Hay un segundo detalle importante en el
relato. Los discípulos de Jesús lo habían abandonado en la hora triste de su
prendimiento en el Huerto de los Olivos. Ahora Jesús no viene a reprenderlos.
Ni siquiera les menciona aquel abandono. Con su presencia viene a ofrecerles el
don de su paz y su perdón. Y la misión de pasar ese perdón a los demás.
• Un tercer punto merece ser subrayado.
Nadie cree de verdad si no comparten su fe con los demás. Los que han
descubierto al Señor resucitado no se reservan esta experiencia como un honor y
un privilegio. La comunican gozosamente a Tomás, cuando éste se reincorpora a
la comunidad: “Hemos visto al Señor”.
DESCUBRIR
LAS LLAGAS
El evangelio que hoy se proclama nos
presenta dos escenas. En la primera no está presente el apóstol Tomás. A
primera vista parece un incrédulo, cuando era el único apóstol que había
demostrado su decisión de subir con Jesús a Jerusalén y aceptar su pasión.
En la segunda escena, Tomás se ha
reintegrado en el grupo cuando se les revela el Señor Resucitado. Descubrir las
llagas de Cristo no es para el motivo de escándalo, sino apoyo para su fe. Tres
frases marcan el diálogo que centra el encuentro.
• “No seas incrédulo, sino creyente”.
Estas palabras de Jesús recuerdan a Tomás que el misterio de la cruz no era el
final del camino. Si hace falta fe para aceptar la muerte de Jesús, es preciso
mantenerla y avivarla para aceptar su resurrección.
• “¡Señor mío y Dios mío!” La respuesta de
Tomás refleja la confesión de la fe de todos los cristianos. Las palabras y las
acciones de Jesús revelaban ya su dignidad y su misión. Pero el misterio de su
muerte y resurrección nos empuja a confesar su señorío y su divinidad.
• “Dichosos los que crean sin haber
visto”. Con esas última bienaventuranza del evangelio, Jesús constituye a Tomás
en el primer eslabón de una larga cadena. Los que le seguimos en la fila
apoyamos nuestra fe en la fe de los que han visto al Señor resucitado.
-
Señor Jesús,
resucitado de entre los muertos, te agradecemos el don de tu paz y el
ministerio de tu perdón. Que el descubrimiento de tus llagas y de las llagas de
tu Iglesia no sea para nosotros una tentación en el camino de la fe. Que
podamos reconocerte como nuestro Dios y anunciar a nuestros hermanos que hemos
visto al Señor. Amén. ¡Aleluya!
El primer día de la
semana
El segundo domingo de Pascua es, en
realidad, el término de un largo día pascual que se ha prolongado durante toda
la semana; la liturgia la presenta como un solo día en el que se concentran las
experiencias de encuentro con el Resucitado que hacen los discípulos, duramente
golpeados en sus esperanzas por la muerte ignominiosa de su Maestro. En estos
textos evangélicos se subrayan las dificultades que aquellos primeros
discípulos tuvieron para aceptar la noticia de la Resurrección y para reconocer
la presencia del Señor entre ellos. Esas dificultades son, en verdad, las
nuestras, que tampoco acabamos de creernos del todo que Jesús ha resucitado, es
decir, que la muerte ya ha sido vencida, que es posible vivir “de otra manera”,
pues estamos viviendo realmente un nuevo periodo de la historia, el tiempo de
la nueva creación. Esto último es lo que significa la expresión, repetida en
los relatos de apariciones del Resucitado y también hoy: “el primer día de la
semana”. Esta indicación no tiene sólo un sentido cronológico, no es una
datación neutra, sino que se trata de una revelación.
Si una semana es el tiempo en el que
alegóricamente se despliega el poder creador de Dios, “el primer día de la
semana” es aquí el comienzo de la nueva creación que tiene lugar en la
Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, cuando de manera definitiva y
para siempre Dios ha separado la luz de las tinieblas, el bien del mal, la vida
de la muerte (cf Gn 1, 4).
Estamos viviendo ya en el tiempo de la
nueva creación, pero, como no nos lo creemos, dominan en nosotros, creyentes
abatidos, la cerrazón (“estaban los discípulos en una casa con las puertas
cerradas”) y el miedo (“por miedo a los judíos”). Sólo la presencia viva de
Cristo en medio de esta comunidad escondida y en retirada puede vencer estas
resistencias. Caemos en la cuenta de que la comunidad es el lugar privilegiado
en el que es posible ver al Señor y hacer la experiencia pascual. Es verdad que
se trata de una comunidad de hombres débiles, cerrados sobre sí y atemorizados.
No son sus cualidades ni sus méritos (tampoco, desde luego, su imaginación) los
que pueden revertir de manera sorprendente (literalmente, milagrosa) esta
situación: del tenso temor, la cerrazón y la tristeza, a la pacificación (“paz
a vosotros”), la apertura valerosa (“os envío”) y la alegría (“se llenaron de
alegría”) en el Espíritu Santo (“recibid el Espíritu Santo”).
Las dificultades para creer en la
Resurrección del Señor y reconocer su presencia, comunes a todos los discípulos
(a todos nosotros: cf. Mc 16, 9-15), se concentran hoy en la figura de Tomás,
apodado el mellizo. Por eso, la Iglesia lee este pasaje del Evangelio de Juan
este segundo Domingo de Pascua en los tres ciclos litúrgicos.
Tomás expresa, en primer lugar, la dispersión a que se ve sometida la comunidad de Jesús tras su muerte. Algunos siguen ligados entre sí, pero en un grupo cerrado, como vemos hoy; o que, abandonados los ideales destruidos por la muerte del Maestro, vuelve a viejas y estériles ocupaciones (cf. Jn 21, 1-3); otros, sencillamente, se vuelven a casa, completamente desilusionados, como los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13). Tomás, al parecer, también había tomado el camino de la dispersión y el abandono de la comunidad. Este abandono es comprensible. Si Jesús ha muerto, ¿qué puede unirles ya? Los defectos de todos estos discípulos (ambiciosos, a veces violentos, cobardes, etc.) son demasiado patentes, no hay en ellos virtud suficiente para mantenerlos unidos. De no haber sucedido algo extraordinario y humanamente inexplicable la dispersión hubiera sido total y definitiva. Los defectos y pecados de la Iglesia son con frecuencia la excusa para abandonarla y distanciarse de ella. Esta excusa estaría justificada si la Iglesia fuera sólo un grupo humano unido por ciertas ideas, convicciones o valores (que los mismos miembros de este grupo contravienen con frecuencia). Pero si, pese a tantos defectos y pecados, se mantienen unidos, es porque hay algo más grande que ellos mismos que los convoca y vincula: la presencia en medio de ellos del Señor Resucitado.
En lo que se refiere a Tomás, parece que
el abandono no debió ser total, pues los discípulos que permanecieron unidos y,
por eso, pudieron ver al Señor resucitado, se apresuraron a avisarle de lo
acontecido. Todos los textos de este “primer día de la semana” insisten con
especial vehemencia en la importancia del testimonio interno a la comunidad.
Poner en común las distintas experiencias del Resucitado, y comunicárselas a
los que todavía no las han tenido, es un rasgo clave de este periodo pascual.
La comunidad se constituye y se recrea precisamente en este testimonio interno:
los creyentes no deben dar por descontada la fe en el Señor Resucitado, sino
que deben confirmarse unos a otros en esta fe. Y esto les lleva necesariamente
a volver a encontrarse, a sentarse juntos y a compartir el pan. Y es en este
contexto, claramente eucarístico, donde acontecen las apariciones de Jesús.
Tomás, incrédulo, en principio no da
crédito al testimonio de los otros. Se aviene a volver a reunirse con ellos y
participar en una de esas asambleas que tenían lugar “el primer día de la
semana”, pero pone condiciones: no quiere alucinaciones ni misticismos, “ver”
al Señor de verdad tiene que significar poder tocar sus heridas, metiendo el
dedo en los agujeros de los clavos y la mano en el costado.
Tomás, que no era mellizo de nadie, sino
que “le llamaban” el Mellizo, al parecer por su parecido físico con Jesús (y
Jesús, verdadero hombre, se ha hecho mellizo de cada uno de nosotros), es
también mellizo nuestro, pues experimentaba las dificultades de la fe que, de
un modo u otro, experimentamos todos. Pero, como él, podemos superarlas. La
gran condición para ver, tocar, creer y confesar es precisamente estar en la
comunidad.
Se suele decir que la fe es una cosa
personal, lo que es cierto, pero se suele dar a entender que es una cosa
individual y subjetiva, lo que es falso. La fe verdadera es un don que recibe
la persona, pero requiere de la comunidad creyente. Para “ver” al Señor y creer
en Él hay que estar en la comunidad de esos tan imperfectos, violentos,
ambiciosos, temerosos y cobardes, pero al fin discípulos, capaces de volver al
Señor, pedir perdón, y dar la vida por Él.
Es digno de mención el hecho de que el
evangelio de Juan nunca usa el sustantivo “fe”, sino sólo el verbo “creer”,
precisamente para subrayar que se trata de un dinamismo vivo, con dudas y
dificultades y, en todo caso, que nunca está concluido, siempre abierto, siempre
por redescubrir, por rehacer.
Puesto que son los defectos y pecados de
la Iglesia (que tanto y con tanta fuerza, no siempre con justicia, se
suelen subrayar) son para muchos el gran obstáculo para integrarse en ella,
participar de sus asambleas y tratar de ver al Señor en ellas, es muy
importante subrayar el papel de las heridas que Jesús muestra en su cuerpo y
ofrece a Tomás para que las toque, incluso por dentro. Al hablar de la nueva
creación, ya real por la Resurrección de Cristo, y de la nueva comunidad
recreada por la presencia del Resucitado, no hay que caer en idealizaciones
ingenuas, como si en el mundo ya todo estuviera bien y en la Iglesia no hubiera
problemas, defectos y pecados reales. Igual que la humanidad resucitada de
Cristo es una humanidad herida, en la que se pueden ver las huellas de la
pasión, la comunidad que nace de ella no puede cerrar sus ojos a las otras
heridas de Cristo. Por un lado, están las heridas propias del cuerpo de Cristo
que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos. No cabe aquí idealización
alguna. La fuerza y el fundamento de esa comunidad es Cristo, muerto y
resucitado y que se nos manifiesta vivo, pero herido. Para vivir la vida nueva
de la Resurrección hay que volver continuamente a la memoria de la muerte, hay
que tocar las heridas, y no superficialmente, sino entrando en ellas hasta el
fondo. Esto significa que hay que mirar de cara a los problemas, reconocer y
abordar los conflictos, admitir las debilidades, confesar los propios pecados,
tomar las medidas pertinentes, perdonarnos mutuamente… Igual que el testimonio
interno de la comunidad es el fundamento del testimonio que se ha de dar ante
el mundo, también el perdón, que Jesús confía a la comunidad para que lo
comunique al mundo, es una realidad que opera dentro de la comunidad, que
confiesa sus pecados, ejerce el perdón entre sus miembros, y hace de él una
dinámica real de ruptura con el pecado.
Pero, además están las heridas del Cristo
que sufre en la humanidad, en sus “pequeños hermanos”, de tantas formas, y que
hay que saber también tocar, como hacía Jesús, que con frecuencia curaba
“tocando”, en el contacto vivo. Esto tiene mucho que ver con el carácter
abierto de la comunidad que ha visto al Señor y ha superado el temor y vive ya
en el “primer día de la semana”, en el que rigen nuevas leyes, ante todo, la
ley del amor. La primera y la segunda lectura nos ofrecen un cuadro luminoso de
lo que debe ser esta comunidad que, en medio de las condiciones del viejo
mundo, vive ya en el tiempo de la nueva creación. En la primera se dice cómo
esa comunidad, con Pedro a la cabeza y a imitación del Maestro, “pasa haciendo
el bien”, tocando y curando a los que sufren; y, además, permanece abierta a
todos los que, voluntariamente y sin imposiciones, quieren agregarse a ella. Y
en el texto del Apocalipsis se ofrece una interpretación de la historia en la
clave del Resucitado: en ella son posibles las persecuciones, hasta el
martirio, a causa del testimonio que tenemos que dar de Cristo Jesús, pero los
discípulos saben que la muerte ya ha sido vencida (y lo que el mundo puede
hacernos en último término es darnos muerte, esto es, partícipes de la victoria
de Cristo), por lo que han perseverar, superado todo temor, en ese testimonio,
al que el mismo Señor Resucitado nos ha enviado y nos sigue enviando cada día.
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