Juan bautiza, Jesús se
acerca. Él mismo viene a santificar a aquel por quien es bautizado. Viene a
sumergir en las aguas al viejo Adán, y por esto y antes que esto, consagra las
aguas del Jordán. Él que es Espíritu y carne quiere perfeccionar al hombre por el
agua y el Espíritu (Jn 3,4).
Juan Bautista rehúsa
bautizar a Jesús y éste insiste. “Soy yo quien tengo que ser bautizado por ti”
dice la lámpara al sol (Jn 5,35), el amigo al Esposo (Jn 3,29), el más grande
entre los nacidos de mujer al Primogénito de toda la creación. (Mt 11,11; Col
1,15). El que había saltado en el seno de su madre dice al que había sido
adorado en el seno de su madre, el precursor dice al que acaba de manifestarse
y que se manifestará al final de los tiempos: "soy yo quien necesito ser
bautizado por ti". Podría añadir: "dando mi vida por ti"; en
efecto, sabía que recibiría el bautismo del martirio…
Jesús sube de las aguas
llevando consigo en esta subida al universo entero. Ve los cielos abiertos,
estos cielos que en otro tiempo Adán cerró para él y los suyos, este paraíso
que estaba como borrado por la espada de fuego. (Gn 3,24) El Espíritu da
testimonio de la divinidad de Cristo. Y una voz se oye desde el cielo, ya que
viene del cielo aquel del que da testimonio la voz. Y aparece una paloma ante
los ojos de carne para honrar nuestra carne divinizada.
Lectura del
santo evangelio según san Mateo (3,13-17):
En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que
lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo, diciéndole: «Soy yo el que
necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?»
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios
quiere.»
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua;
se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se
posaba sobre él. y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el
amado, mi predilecto.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
En las Lecturas de este día
vemos cómo San Juan Bautista preparaba al mundo de su época y de su región para
el momento de la revelación de Jesucristo, el Mesías prometido, esperado por el
pueblo de Israel. El Bautista predicaba la conversión, el cambio de
vida.
El Bautismo que Juan
impartía significaba la aceptación de la conversión de aquéllos que, motivados
por su predicación, deseaban arrepentirse para poder optar por el Reino de los Cielos, que Juan anunciaba y que el Mesías
vendría pronto a establecer.
Vemos, entonces, cómo el
Bautismo que Juan impartía era un Bautismo de conversión. Los que
deseaban cambiar de vida eran bautizados por él con agua y este bautismo no era
como el Bautismo que nosotros conocemos y recibimos como Sacramento, sino que
era así como la aceptación de ese cambio que ellos estaban dispuestos a hacer
en sus vidas.
En efecto, nos dice el
Evangelio de San Lucas que la gente al preguntar a Juan qué debían hacer para convertirse, él les recomendaba: el que tenga qué comer, dé al que no
tiene; a los cobradores de impuesto les decía que no cobraran más de lo debido;
a los soldados, que no abusaran de la gente y que no hicieran denuncias
falsas. Y así iban llegando a arrepentirse y a bautizarse con San Juan
Bautista.
De allí que llama la
atención el que Jesús, el Hijo de Dios, que se hizo semejante a nosotros en
todo, menos en el pecado, se acercara a la ribera del Jordán, como cualquier
otro de los que se estaban convirtiendo, a pedirle a Juan, su primo y su
Precursor, que le bautizara. Tanto es así, que el mismo Bautista, que
venía predicando insistentemente que detrás de él vendría “uno que
es más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias” (Mc. 1, 7), se queda impresionado de la petición
del Señor.
Y vemos en el Evangelio que
San Juan Bautista le discute: “Soy yo quien debe ser bautizado por Tí,
¿y Tú vienes a que yo te bautice?” Sin embargo, el Señor
lo convence: “Haz ahora
lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios
quiere. Entonces Juan accedió a bautizarlo” (Mt. 3, 14-15).
Hace pocos días celebramos
el Nacimiento del Hijo de Dios. Y enseguida nos llega esta Fiesta de su
Bautismo. Pero ¿cómo puede ser esto de un Dios bautizado? Pues
bien, el objeto de su Bautismo es el mismo que el de su Nacimiento:
identificarse con la humanidad pecadora.
No nos parece adecuado que
Dios sea bautizado, pero en realidad esto calza con el propósito de su venida a
la tierra. Jesús no estaba en el Jordán a título personal ,
sino que nos estaba representando a todos y cada uno de nosotros, a la
humanidad pecadora.
En El no había pecado
alguno: por esto la objeción de San Juan Bautista. Pero si Jesús se
iba a identificar con la humanidad a tal punto como para llamarse “Hijo del
Hombre”, tenía entonces que compartir nuestra culpa. Por eso es que vemos
a Dios bautizado.
Cierto entonces que
Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el
Jordán quiso presentarle al Padre los pecados del mundo y asumirlos El
¡Todo un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la
humanidad pecadora, haciéndose bautizar!
Y esos pecados, los pecados
del mundo, El los toma sobre sí en la Cruz y nos redime de ellos. Es por
ello que desde el Jordán, San Juan Bautista, al ver a Jesús acercarse, lo
reconoce como el nuevo Cordero que sustituiría al cordero que se
sacrificaba en cada cena de Pascua, y dice esto de El: “Ahí viene el
Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo” (Jn. 1, 29).
En el Jordán Jesús desea
mostrarnos el sentido y la necesidad del arrepentimiento. En eso consistía
el Bautismo de Juan: arrepentirse de los pecados primero. Luego el
agua venía a confirmar ese arrepentimiento.
Y la significación del
Bautismo de Cristo no queda allí: al entrar Dios a las aguas del Jordán,
le dio significación especial al agua. De allí que el agua sea la materia
del Sacramento del Bautismo.
“La voz del
Señor sobre las aguas”, repetimos
en el Salmo 28. En efecto, nos cuenta el Evangelio que
“al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al
Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma como de paloma y se
oyó una voz desde
el cielo”, la voz del Padreque lo
identificaba como su Hijo, el Dios-Hombre. (Mt. 3, 16-17)
Y esta manifestación de “la
voz del Señor sobre las aguas” se da precisamente al cumplir Jesús y Juan
todo lo que Dios quería. En ese momento, el Espíritu de Dios baja del
cielo aleteando cual paloma y se posa sobre Jesús, y Dios Padre revela a
Jesucristo como su Hijo muy amado, en quien se complace. Es decir, a San
Juan Bautista le es revelado quién es Jesucristo y éste lo da a conocer como el
Hijo de Dios y el Salvador del mundo.
Ahora
bien, los que acudían al Jordán se arrepentían y luego se sumergían en el agua.
El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho
más. Juan ya lo dijo: “Yo los bautizo con agua, pero ya viene el
que es más poderoso que yo … El los bautizará con el Espíritu Santo” (Lc. 3,
16).
En el Bautismo, por obra
del Espíritu Santo –del Espíritu de Dios- el ser humano, nacido en el pecado
heredado de nuestros primeros progenitores, recibe la vida de Dios que es la
Gracia, la cual borra el pecado original.
Además, por medio del
Bautismo Sacramento, somos hechos -nada menos- que hijos de Dios y
pasamos a formar parte de la Iglesia que Cristo estableció
.
Pensar en el Bautismo
de Jesucristo, el Dios-hecho-hombre, nos debe llenar de gran humildad: si
todo un Dios se humilla hasta pedir el Bautismo de conversión que San Juan
Bautista impartía a los pecadores convertidos, ¿qué no nos corresponde a
nosotros, que sí somos pecadores de verdad?
La Fiesta del Bautismo del
Señor nos invita, entonces, a reconocernos pecadores, a arrepentirnos y a
renovar esa vida de Dios que recibimos en nuestro Bautismo, para
poder optar por el Reino de los Cielos. Que así sea.
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