Hoy, el profeta
Isaías nos anima: «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria
del Señor amanece sobre ti» (Is 60,1). Esa luz que había visto el profeta es la
estrella que ven los Magos en Oriente, con muchos otros hombres. Los Magos
descubren su significado. Los demás la contemplan como algo que les parece
admirable, pero que no les afecta. Y, así, no reaccionan. Los Magos se dan
cuenta de que, con ella, Dios les envía un mensaje importante por el que vale
la pena cargar con las molestias de dejar la comodidad de lo seguro, y
arriesgarse a un viaje incierto: la esperanza de encontrar al Rey les lleva a
seguir a esa estrella, que habían anunciado los profetas y esperado el pueblo
de Israel durante siglos.
Llegan a
Jerusalén, la capital de los judíos. Piensan que allí sabrán indicarles el
lugar preciso donde ha nacido su Rey. Efectivamente, les dirán: «En Belén de
Judea, porque así está escrito por medio del profeta» (Mt 2,5). La noticia de
la llegada de los Magos y su pregunta se propagaría por toda Jerusalén en poco
tiempo: Jerusalén era entonces una ciudad pequeña, y la presencia de los Magos
con su séquito debió ser notada por todos sus habitantes, pues «el rey Herodes
se sobresaltó y con él toda Jerusalén» (Mt 2,3), nos dice el Evangelio.
Jesucristo se
cruza en la vida de muchas personas, a quienes no interesa. Un pequeño esfuerzo
habría cambiado sus vidas, habrían encontrado al Rey del Gozo y de la Paz. Esto
requiere la buena voluntad de buscarle, de movernos, de preguntar sin
desanimarnos, como los Magos, de salir de nuestra poltronería, de nuestra
rutina, de apreciar el inmenso valor de encontrar a Cristo. Si no le
encontramos, no hemos encontrado nada en la vida, porque sólo Él es el Salvador:
encontrar a Jesús es encontrar el Camino que nos lleva a conocer la Verdad que
nos da la Vida. Y, sin Él, nada de nada vale la pena.
Evangelio
según San Mateo 2,1-12.
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de
Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que
acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a
adorarlo".
Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él
toda Jerusalén.
Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los
escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías.
"En Belén de Judea, le respondieron, porque así está
escrito por el Profeta:
Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor
entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será
el Pastor de mi pueblo, Israel".
Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de
averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: "Vayan e infórmense
cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que
yo también vaya a rendirle homenaje".
Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que
habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde
estaba el niño.
Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su
madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le
ofrecieron dones: oro, incienso y mirra.
Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al
palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
Palabra de Dios.
COMENTARIO.
¡Qué pintoresca
y atractiva es la historia de los Reyes que vienen de oriente para “adorar” al
Rey de Israel! Es lo que celebramos en
“Epifanía”. Significa esta palabra
griega: “manifestación de Dios”. En
efecto, de manera misteriosa -por medio de una estrella milagrosa- Dios se
manifiesta a tres reyes, los cuales llegan a Belén para adorar al Rey de reyes,
Jesucristo.
El viaje no fue
fácil. El inicio tampoco. Debían haber tenido una gran fe y también
mucha humildad. Ellos eran también
reyes, pero buscaban a un “Rey” que era mucho más que ellos. Esta supremacía del recién-nacido “Rey” deben
haberla conocido por revelación divina.
Deben haber sabido que el Reino de este Rey que nacía era mucho más
importante y grande que sus respectivos reinos. De otra manera ¿cómo podrían
estarlo buscando con tanto ahínco?
Y lo buscaban, no para un simple
saludo o sólo para brindarle presentes, sino -sobre todo- para adorarlo.
El Profeta
Isaías (Is. 60, 1-6) que leemos en la
Primera Lectura, ya anunciaba esta inusitada visita y nos da detalles que
completan el escenario descrito en el Evangelio: “Te inundará una multitud de
camellos y dromedarios procedentes
de Madián y de Efá. Vendrán todos
los de Sabá trayendo incienso y oro, y proclamando las grandezas del Señor”.
Esta visita
pomposa en la cueva de Belén, que sin duda contrasta la fastuosidad de los
reyes con la humilde presencia de los pastores, nos indica que Dios se revela a
todos: ricos y pobres, poderosos y humildes, judíos y no judíos. Eso sí: está de nuestra parte responder a la
revelación que Dios hace a cada raza, pueblo y nación... y a cada uno de nosotros.
Y Dios se revela
en su Hijo Jesucristo, que se hace hombre, y nace y vive en nuestro mundo en un
momento dado de nuestra historia.
Sí. Jesucristo es la respuesta de
Dios a nuestra búsqueda de El. Todos los
seres humanos de una manera u otra, en un momento u otro, buscamos el camino
hacia Dios. Y ¿cómo nos responde
Dios? Mostrándonos a su Hijo Jesucristo,
quien es el Camino, la Verdad y la Vida para llegar a El.
Los Reyes
supieron buscarlo y lo encontraron.
Respondieron con prontitud, obediencia, humildad y diligencia.
No les importó
que fuera Rey de otro país. No les
importó el viaje largo y molesto que les tocó hacer. No les importó que la estrella se les
desapareciera por un tiempo. No les
importó encontrar a ese “Rey de reyes” en el mayor anonimato y en medio de una
rigurosa pobreza. Ellos sabían que ése
era el “Rey” que venían a adorar. Y eso
era lo que importaba.
Nos dice Isaías
y nos dice el Evangelio que los Tres Reyes ofrecieron regalos al Rey de reyes:
oro, que representa nuestro amor de entrega al Señor; incienso, que simboliza
nuestra constante oración que se eleva al Cielo, y mirra, que significa la
aceptación paciente de trabajos, sufrimientos y dificultades de nuestra vida en
Dios.
Esta breve
historia sobre los Reyes de Oriente (Mt.
2, 1-12), que nos trae el Evangelio de hoy,
nos muestra cómo Dios llama a cada persona de diferentes maneras, sea
cual fuere su origen o su raza, su pueblo o su nación, su creencia o
convicción. El toca nuestros corazones y
se nos revela en Jesucristo, Dios Vivo y Verdadero ante Quien no podemos más
que postrarnos y adorarlo.
Como a los Tres
Reyes, Dios nos llama, nos inspira para que le busquemos, se revela a nosotros
en Jesucristo. A veces, inclusive,
parece esconderse -como se ocultó la estrella.
Y nuestra respuesta no puede ser otra que la de los Reyes: buscarlo,
seguir Su Camino -sin importar dificultades y obstáculos- postrarnos y
adorarlo, ofreciéndole también nuestros presentes: nuestra entrega a Él y
nuestra adoración.
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