lunes, 6 de enero de 2014

Hemos visto salir su estrella!! (Evangelio Epifanía del Señor)



Hoy, el profeta Isaías nos anima: «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti» (Is 60,1). Esa luz que había visto el profeta es la estrella que ven los Magos en Oriente, con muchos otros hombres. Los Magos descubren su significado. Los demás la contemplan como algo que les parece admirable, pero que no les afecta. Y, así, no reaccionan. Los Magos se dan cuenta de que, con ella, Dios les envía un mensaje importante por el que vale la pena cargar con las molestias de dejar la comodidad de lo seguro, y arriesgarse a un viaje incierto: la esperanza de encontrar al Rey les lleva a seguir a esa estrella, que habían anunciado los profetas y esperado el pueblo de Israel durante siglos.

Llegan a Jerusalén, la capital de los judíos. Piensan que allí sabrán indicarles el lugar preciso donde ha nacido su Rey. Efectivamente, les dirán: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta» (Mt 2,5). La noticia de la llegada de los Magos y su pregunta se propagaría por toda Jerusalén en poco tiempo: Jerusalén era entonces una ciudad pequeña, y la presencia de los Magos con su séquito debió ser notada por todos sus habitantes, pues «el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén» (Mt 2,3), nos dice el Evangelio.



Jesucristo se cruza en la vida de muchas personas, a quienes no interesa. Un pequeño esfuerzo habría cambiado sus vidas, habrían encontrado al Rey del Gozo y de la Paz. Esto requiere la buena voluntad de buscarle, de movernos, de preguntar sin desanimarnos, como los Magos, de salir de nuestra poltronería, de nuestra rutina, de apreciar el inmenso valor de encontrar a Cristo. Si no le encontramos, no hemos encontrado nada en la vida, porque sólo Él es el Salvador: encontrar a Jesús es encontrar el Camino que nos lleva a conocer la Verdad que nos da la Vida. Y, sin Él, nada de nada vale la pena.



Evangelio según San Mateo 2,1-12.


Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo".

Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén.

Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías.

"En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta:

Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel".

Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: "Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje".

Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño.

Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra.

Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.

Palabra de Dios.




COMENTARIO.




¡Qué pintoresca y atractiva es la historia de los Reyes que vienen de oriente para “adorar” al Rey de Israel!  Es lo que celebramos en “Epifanía”.  Significa esta palabra griega: “manifestación de Dios”.  En efecto, de manera misteriosa -por medio de una estrella milagrosa- Dios se manifiesta a tres reyes, los cuales llegan a Belén para adorar al Rey de reyes, Jesucristo.

El viaje no fue fácil.  El inicio tampoco.  Debían haber tenido una gran fe y también mucha humildad.  Ellos eran también reyes, pero buscaban a un “Rey” que era mucho más que ellos.  Esta supremacía del recién-nacido “Rey” deben haberla conocido por revelación divina.  Deben haber sabido que el Reino de este Rey que nacía era mucho más importante y grande que sus respectivos reinos. De otra manera ¿cómo podrían estarlo buscando con tanto ahínco?  Y  lo buscaban, no para un simple saludo o sólo para brindarle presentes, sino -sobre todo- para adorarlo.

El Profeta Isaías (Is. 60, 1-6)  que leemos en la Primera Lectura, ya anunciaba esta inusitada visita y nos da detalles que completan el escenario descrito en el Evangelio: “Te inundará una multitud de camellos  y dromedarios  procedentes  de Madián y de Efá.  Vendrán todos los de Sabá trayendo incienso y oro, y proclamando las grandezas del Señor”.

Esta visita pomposa en la cueva de Belén, que sin duda contrasta la fastuosidad de los reyes con la humilde presencia de los pastores, nos indica que Dios se revela a todos: ricos y pobres, poderosos y humildes, judíos y no judíos.  Eso sí: está de nuestra parte responder a la revelación que Dios hace a cada raza, pueblo y nación...  y a cada uno de nosotros.

Y Dios se revela en su Hijo Jesucristo, que se hace hombre, y nace y vive en nuestro mundo en un momento dado de nuestra historia.  Sí.  Jesucristo es la respuesta de Dios a nuestra búsqueda de El.  Todos los seres humanos de una manera u otra, en un momento u otro, buscamos el camino hacia Dios.  Y ¿cómo nos responde Dios?  Mostrándonos a su Hijo Jesucristo, quien es el Camino, la Verdad y la Vida para llegar a El.

Los Reyes supieron buscarlo y lo encontraron.  Respondieron con prontitud, obediencia, humildad y diligencia.

No les importó que fuera Rey de otro país.  No les importó el viaje largo y molesto que les tocó hacer.  No les importó que la estrella se les desapareciera por un tiempo.  No les importó encontrar a ese “Rey de reyes” en el mayor anonimato y en medio de una rigurosa pobreza.  Ellos sabían que ése era el “Rey” que venían a adorar.  Y eso era lo que importaba.

Nos dice Isaías y nos dice el Evangelio que los Tres Reyes ofrecieron regalos al Rey de reyes: oro, que representa nuestro amor de entrega al Señor; incienso, que simboliza nuestra constante oración que se eleva al Cielo, y mirra, que significa la aceptación paciente de trabajos, sufrimientos y dificultades de nuestra vida en Dios.

Esta breve historia sobre los Reyes de Oriente  (Mt. 2, 1-12), que nos trae el Evangelio de hoy,  nos muestra cómo Dios llama a cada persona de diferentes maneras, sea cual fuere su origen o su raza, su pueblo o su nación, su creencia o convicción.  El toca nuestros corazones y se nos revela en Jesucristo, Dios Vivo y Verdadero ante Quien no podemos más que postrarnos y adorarlo.


Como a los Tres Reyes, Dios nos llama, nos inspira para que le busquemos, se revela a nosotros en Jesucristo.  A veces, inclusive, parece esconderse -como se ocultó la estrella.  Y nuestra respuesta no puede ser otra que la de los Reyes: buscarlo, seguir Su Camino -sin importar dificultades y obstáculos- postrarnos y adorarlo, ofreciéndole también nuestros presentes: nuestra entrega a Él y nuestra adoración.

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