La Palabra de Dios,
pronunciada y consonante
desde la eternidad
se hace alfabeto, Alfa y Omega,
letra pequeña para la lengua
balbuciente de los hombres.
La Palabra de Dios,
viviente y luminosa en lo infinito
aparece en la zarza que arde,
en el arco de colores,
en la estrella reluciente de Belén.
La Palabra de Dios,
Espíritu total, ilimitado,
se acota en un botón carnal,
niño de niña virgen.
La Palabra de Dios,
que es Dios grandioso, omnipotente,
se somete al quebranto y al arrastramiento.
La Palabra, que es Dios,
se hizo luz, voz y presencia
para que la acojamos,
pues de su plenitud recibimos
gracia tras gracia, verdad y salvación.
Evangelio
según San Juan 1,1-18.
En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con
Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo
por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y
la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las
tinieblas no la vencieron.
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino
para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por
él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era
la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba,
y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los
suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de
hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de
sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del
que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque
existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por
gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos
han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que
está en el seno del Padre, él lo ha contado.
Palabra de Dios.
COMENTARIO.
La sabiduría de la fe y la filiación divina
El misterio de la Navidad es el
comienzo de un diálogo entre Dios y los hombres. Jesús nace en Belén y en ese
hecho, aparentemente sencillo y cotidiano, tiene lugar el acontecimiento de la
Encarnación del Verbo de Dios. La Palabra (el Logos) de Dios se hace carne para
que los seres humanos podamos ver y escuchar y tener acceso a Aquel a quien
nadie ha visto jamás. Pero si Dios se dirige así a los seres humanos yendo a su
encuentro, poniéndose a su nivel, hablando en su lenguaje, es necesario que el
ser humano responda a este requerimiento acogiendo a Jesús y reconociendo en el
hijo de María al Hijo de Dios.
La liturgia de este tiempo de
Navidad retorna una y otra vez al portal de Belén, relee continuamente los textos
que sonaron la víspera, la noche y el día de Navidad. Pero lo hace de manera
dinámica, buscando nuevas perspectivas, subrayando nuevos aspectos. Hoy, cuando
releemos (y ya es la tercera vez) el prólogo del Evangelio de San Juan, la
primera y la segunda lectura orientan nuestra atención hacia la recepción del
acontecimiento central. Este último es que “la Palabra se hizo carne”; la
respuesta por parte nuestra puede ser que “vino a su casa, pero los suyos no la
recibieron”; pero también que “a cuantos la recibieron, les da poder para ser
hijos de Dios, si creen en su nombre.” El tiempo de Navidad es, pues, también
una llamada a examinar la calidad de nuestra respuesta de fe.
De hecho, ya en los textos de
los días ordinarios de la Octava van desfilando diversos personajes que
reconocen en el niño Jesús al Mesías esperado: los pastores, Simeón, la
profetisa Ana… En ellos el Antiguo Testamento, la fe del resto de Israel, se
abre a los nuevos tiempos. Esta aceptación en fe no es ciega, sino
clarividente, pues no consiste en acoger de manera voluntarista lo que en modo
alguno se puede comprender. Una de las imágenes centrales de estos días es la
de la luz. La fe nos abre los ojos a la luz y nos descubre dimensiones
escondidas a una mirada superficial. La fe es una forma de comprensión y de
sabiduría, porque es la aceptación de la Sabiduría de Dios. La primera lectura
hace el elogio de la Sabiduría divina, manifestada en la creación del mundo y
que ha venido a poner su morada en Sión. A la luz del Evangelio comprendemos
que esa Sabiduría de Dios es la Palabra por la que se hizo todo, y que se ha
hecho carne en Jesús. La acogida en fe de la Palabra encarnada es un modo de
participar realmente de la Sabiduría de Dios, como nos recuerda Pablo en la
carta a los Efesios: “el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y
revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que
comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama”. No se trata de una
sabiduría meramente teórica, de una erudición religiosa adquirida por medio del
estudio y la lectura, sino de una Sabiduría que nos pone en contacto vivo con
el Misterio que contemplamos, acogemos y aceptamos: es un saber que es, al
tiempo, un saborear y, por tanto, un asimilar.
Así pues, la luz y la sabiduría
de la fe son el principio de una vida nueva: Jesús nace en la carne para que
nosotros renazcamos en el Espíritu; al acoger, por medio de la sabiduría de la
fe, el misterio de la Palabra hecha carne, nos convertimos en hijos de Dios; al
abrir nuestras puertas al hijo de María, Él abre para nosotros la participación
en su propio ser de Hijo único de Dios.
Y todo esto significa que, si
hemos aceptado en fe a Jesús y, en consecuencia, hemos renacido en el Espíritu,
esta novedad ha de reflejarse en una nueva forma de vida: vivir en la luz,
siendo, como Juan el Bautista, testigos de la luz, ser santos e irreprochables,
pero no por carecer de defectos y limitaciones (Dios no nos pide imposibles),
sino “por el amor”, es decir, por la capacidad de acoger y aceptar a los demás,
reconociendo en fe en cada ser humano a un sacramento de la presencia de Dios,
a un llamado a la filiación divina y, por tanto, a un (real o potencial)
hermano nuestro.
Fuentes:
Evangelio San Juan
(Fray J.L.Gago)
(José María Vegas, cmf)
Ángel Corbalán
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