"El Espíritu sopla donde
quiere", dice Jesús en su conversación con Nicodemo (Jn 3,8). No podemos
trazar pues, sobre el plan doctrinal y práctico, normas que conciernen
exclusivamente a las intervenciones del Espíritu Santo en la vida de los
hombres. Puede manifestarse bajo las formas más libres y más imprevistas:
"jugaba con la bola de la tierra" (cf Pr 8,31)… Pero para los que
quieren captar las ondas sobrenaturales del Espíritu Santo, hay una regla, una
exigencia que se impone de modo ordinario: la vida interior. Dentro del alma es
donde se encuentra con este huésped indecible: "dulce huésped del
alma", dice el maravilloso himno litúrgico de Pentecostés. El hombre se
hace "templo del Espíritu Santo", nos repite san Pablo (1Co 3,16;
6,19).
El hombre de hoy, y también el cristiano muy a menudo, incluso los que están consagrados a Dios, tienden a secularizarse. Pero no podrá, jamás deberá olvidar esta exigencia fundamental de la vida interior si quiere que su vida sea cristiana y esté animada por el Espíritu Santo. Pentecostés ha sido precedido por una novena de recogimiento y de oración. El silencio interior es necesario para oír la palabra de Dios, para sentir su presencia, para oír la llamada de Dios.
Hoy, nuestro espíritu está demasiado volcado hacia el exterior; no sabemos meditar, no sabemos orar; no sabemos acallar todo el ruido que hacen en nosotros los intereses exteriores, las imágenes, los humores. No hay en el corazón el espacio tranquilo y consagrado para recibir el fuego de Pentecostés… La conclusión es clara: hay que darle a la vida interior un sitio en el programa de nuestra ajetreada vida; un sitio privilegiado, silencioso y puro; debemos encontrarnos a nosotros mismos para que pueda vivir en nosotros el Espíritu vivificante y santificante.
El hombre de hoy, y también el cristiano muy a menudo, incluso los que están consagrados a Dios, tienden a secularizarse. Pero no podrá, jamás deberá olvidar esta exigencia fundamental de la vida interior si quiere que su vida sea cristiana y esté animada por el Espíritu Santo. Pentecostés ha sido precedido por una novena de recogimiento y de oración. El silencio interior es necesario para oír la palabra de Dios, para sentir su presencia, para oír la llamada de Dios.
Hoy, nuestro espíritu está demasiado volcado hacia el exterior; no sabemos meditar, no sabemos orar; no sabemos acallar todo el ruido que hacen en nosotros los intereses exteriores, las imágenes, los humores. No hay en el corazón el espacio tranquilo y consagrado para recibir el fuego de Pentecostés… La conclusión es clara: hay que darle a la vida interior un sitio en el programa de nuestra ajetreada vida; un sitio privilegiado, silencioso y puro; debemos encontrarnos a nosotros mismos para que pueda vivir en nosotros el Espíritu vivificante y santificante.
Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Juan (14,15-21):
Palabra del Señor
COMENTARIO.
El Evangelio de hoy continúa con el
discurso de Jesucristo a sus Apóstoles durante la Ultima Cena. Y en sus
palabras el Señor nos indica los requerimientos del Amor de Dios y también la
recompensa para aquéllos que cumplan esos requerimientos.
Sabemos que Dios es infinitamente
generoso en su Amor hacia nosotros sus creaturas. Pero también es
exigente al requerir nuestro amor hacia El. Si no, ¿qué significan estas
palabras del Señor? “El que acepta mis mandamientos y los cumple,
ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras... Si me aman, cumplirán
mis mandamientos.” (Jn. 14, 15-24).
Aquí Jesús nos está mostrando, no
solamente las exigencias del Amor de Dios, sino también nos está indicando algo
que es esencial en el amor: quien ama complace al ser amado.
Y ¿qué es complacer a quien se
ama? Complacer no significa mimar, ni consentir, ni aceptar conductas
censurables. Complacer es más bien cuidarse de no ofenderle, de no
desagradarle; por el contrario, es tratar de hacer en todo momento lo que
le cause contento y agrado.
Dios nos ama con un Amor infinito
-sin límites-, con un Amor perfecto -sin defectos- ... porque Dios es, la fuente
de todo amor, es cierto. Pero aún más que eso: Dios es el Amor mismo (cfr.
1 Jn. 4, 8).
Amar a Dios es complacerlo en todo:
en cumplir sus mandamientos, en aceptar su Voluntad, en hacer lo que creemos
nos pide. “El que acepta mis mandamientos y los cumple,
ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras”. Amar a Dios es, entonces,
amarlo sobre todas las personas y sobre todas las cosas; amarlo a El, primero
que nadie y primero que tod ... y amarlo con todo el corazón y con toda el
alma.
En este pasaje del Evangelio de San
Juan, Jesús nos dice cuál es nuestra recompensa por amar a Dios, como El lo
merece y como El lo requiere. Esa recompensa es ¡nada menos! que El
mismo: “Al que me ama a Mí, lo amará mi Padre; Yo
también lo amaré y me manifestaré a él ... y vendremos a él y haremos nuestra
morada en él” (Jn. 14, 21-24).
Pero... si observamos bien nuestra
actualidad: los hombres y mujeres de hoy ponemos nuestra confianza y
nuestra admiración en los poderosos, en los artistas, en los modelos de
belleza, en las estrellas deportivas, etc. Podríamos decir que nos
identificamos con ellos, les damos todo nuestro aprecio -inclusive nuestro
amor- llegando a imitar sus maneras de ser, siguiendo sus recomendaciones,
etc.
Pero... pensemos bien ... ¿Nos
llaman la atención los poderosos, las estrellas deportivas? … ¿qué mayor Poder
que el de Dios, fuente de todo poder? ¿Nos gusta la belleza? … ¿qué mayor
Belleza que la de Dios, fuente de toda belleza? ¿Nos atraen los que hacen
algo bueno por la humanidad? … ¿qué mayor Bondad que la de Dios, fuente de todo
bien? En fin, ¿quién es más merecedor de nuestro amor, de nuestra
confianza, de nuestra admiración, de nuestra voluntad, que Dios?
Los hombres y mujeres de hoy hemos
sido absorbidos por las cosas del mundo: poder, dinero, riquezas, placeres,
frivolidades, vicios, pecados, conductas erradas, apegos inconvenientes, etc.,
etc. Unos más, otros menos, todos estamos sumergidos en un mundo
muy alejado de los valores eternos, muy desprendido de las cosas de Dios, muy
desapegado de lo que realmente es valedero y duradero.
Y corremos el riesgo de no poder
recibir esa recompensa que Cristo nos ofrece, que es El mismo. “El
mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce” (Jn. 14, 16-17). Se refiere al Espíritu Santo -es
decir, el Espíritu del Padre y del Hijo- que El nos envía para estar siempre
con nosotros, para enseñarnos la Verdad, para recordarnos todo lo que debemos
saber.
En efecto, al estar nosotros
sumergidos en lo que el Señor llama “mundo”, es decir, todos esos apegos
frívolos, vacíos, insignificantes, intrascendentes, negativos, no podemos
percibir al Espíritu Santo. Sólo pueden percibirlo aquéllos que aman a
Dios, aquéllos que tienen a Dios de primero en sus vidas, aquéllos que buscan
hacer la Voluntad de Dios, aquéllos que buscan complacer a Dios en todo.
Si no es así, se permanece ciego al Espíritu Santo, no se siente su suave
brisa, no se perciben sus gentiles inspiraciones.
En la Primera Lectura de los Hechos
de los Apóstoles (Hech. 8, 5-8, 14-17), vemos la importancia que se daba al
comienzo de la Iglesia a que los cristianos recibieran el Espíritu Santo.
Fijémonos que Pedro y Juan se trasladan desde Jerusalén a Samaria, para que
aquéllos que recientemente habían aceptado la Palabra de Dios, recibieran
también el Espíritu Santo.
Vemos que en esta Lectura se nos
dice con cierta preocupación que esos nuevos cristianos“solamente
habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús, pero no habían recibido aún
al Espíritu Santo”, comentario que nos hace volver a aquellas palabras de Jesús a
Nicodemo:“Quien no renace del agua y del Espíritu Santo,
no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn. 3, 5).
Significa esto que no basta que
seamos bautizados y que creamos en la Palabra de Dios. Necesitamos, además,
recibir el Espíritu Santo.
El es la Tercera Persona de la
Santísima Trinidad. El es el Espíritu del Padre y el Espíritu de
Jesús. El es la promesa que Jesús hizo solemnemente a sus Apóstoles antes
de morir y antes de partir de este mundo. Veamos, entonces, qué nos dice
el Señor hoy.
Nos dice que para recibir al
Espíritu Santo, tenemos que creer en Dios y tenemos que cumplir sus
Mandamientos; pero, además, tenemos que distanciarnos de las cosas del mundo,
pues si permanecemos atados al mundo, nos quedamos ciegos: no podemos ni ver,
ni conocer al Espíritu Santo. Así nos dice el Señor: “El
mundo no puede recibir el Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce.
En cambio, ustedes (los que hacen mi Voluntad, los que cumplen mis
Mandamientos) sí lo conocen, porque habita entre ustedes y
estará en ustedes” (Jn. 14, 15-18).
Por eso, Dios nos sigue interpelando
con su Palabra, día a día, semana a semana. Esta semana nos promete el
Espíritu Santo y nos llama a amarle a El, indicándonos cómo: Amar a Dios es
complacerlo en todo: 1º cumplir sus mandamientos, 2º aceptar su voluntad,
3º hacer lo que creemos nos pide.
Y nos indica también cuál será
nuestra recompensa: nada menos que el tenerlo a El mismo y el ser amados por El
como sólo El sabe hacerlo: en forma perfecta e infinita.
Mientras busquemos en las
cosas de este mundo y en los seres de este mundo lo que nuestro corazón ansía,
seguiremos insatisfechos, deseando siempre algo más. Ese “algo más” que
siempre nos falta es el amor a Dios, pues sólo en El hallaremos el descanso, la
alegría, la paz que ni el mundo, ni las creaturas pueden darnos. Sólo El
es la plenitud infinita que nuestro corazón busca y no encuentra, porque busca
donde no es. Eso que buscamos sólo lo encontraremos cuando lo busquemos a
El.
Es que, como Dios nos creó para El,
sólo en El hallaremos el descanso, la alegría, la paz que no nos pueden dar ni
las cosas del mundo, ni las mismas creaturas. Sólo Dios satisface
plenamente.
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