Hoy, la
escena que contemplamos en el Evangelio nos pone ante la intimidad que existe
entre Jesucristo y el Padre; pero no sólo eso, sino que también nos invita a
descubrir la relación entre Jesús y sus discípulos. «Y cuando haya ido y os
haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo
estéis también vosotros» (Jn 14,3): estas palabras de Jesús, no sólo sitúan a
los discípulos en una perspectiva de futuro, sino que los invita a mantenerse
fieles al seguimiento que habían emprendido. Para compartir con el Señor la
vida gloriosa, han de compartir también el mismo camino que lleva a Jesucristo
a las moradas del Padre.
«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Jesús no propone un camino simple, ciertamente; pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no desfallecer en el peregrinar: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).
«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Jesús no propone un camino simple, ciertamente; pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no desfallecer en el peregrinar: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).
En esta invitación
que Jesús nos hace, la de ir al Padre por Él, con Él y en Él, se revela su
deseo más íntimo y su más profunda misión: «El que por nosotros se hizo hombre,
siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar
hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos
los de su misma raza» (San Gregorio de Niza).
Un Camino para andar, una Verdad que proclamar, una Vida para compartir y disfrutar: Jesucristo.
Un Camino para andar, una Verdad que proclamar, una Vida para compartir y disfrutar: Jesucristo.
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble vuestro corazón;
creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas
estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando
vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo,
estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»
Tomás
le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
En el
Evangelio de hoy, nuestro Señor Jesucristo nos da la que tal vez sea la
definición más completa y profunda que El hizo de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida”.
Y nos dejó
esa definición la noche antes de su muerte, cuando cenando con los Apóstoles,
les daba sus últimos y quizás más importantes anuncios. Los Apóstoles,
sin lograr entender mucho de lo que les decía, estaban evidentemente
preocupados. Y el Señor los tranquilizaba diciéndoles: “En
la Casa de Mi Padre hay muchas habitaciones... Me voy a prepararles un lugar
... Volveré y los llevaré conmigo, para que donde Yo esté, también estén
ustedes. Y ya saben el Camino para llegar al lugar donde Yo voy”
(Jn. 14, 1-12).”
Tomás, el que le
costaba creer, le replica:“Señor,
si ni siquiera sabemos a dónde vas ¿cómo podemos saber el camino?”, a lo que Jesús le responde: “Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Efectivamente,
Jesús iba a morir, resucitar y ascender al Cielo; es decir, se iba a la
Casa del Padre. Y a ese sitio desea llevarnos a cada uno de nosotros,
para que estemos donde El está. Y El no solamente nos muestra el Camino,
sino que nos dice que El mismo es el Camino, cuestión un tanto complicada, que
Jesús les explica de seguidas: “Nadie va al Padre si no es por Mí”.
El Camino del
cual nos está hablando el Señor no es más que nuestro camino al Cielo. Es
el camino que hemos de recorrer durante esta vida terrena para llegar a la Vida
Eterna, para llegar a la Casa del Padre, donde El está.
Y... ¿cómo es ese
camino? Si pudiéramos compararlo con una carretera o una vía como las que
conocemos aquí en la tierra, ¿cómo sería? ¿Sería plano o encumbrado, ancho o
angosto, cómodo o peligroso, fácil o difícil? ¿Iríamos con carga o sin
ella, con compañía o solos? ¿Con qué recursos contamos? ¿Tendríamos
un vehículo... y suficiente combustible? ¿Cómo es ese Camino?
¿Cómo es ese recorrido?
Veamos algo importante:
Jesús mismo es el Camino. ¿Qué significa este detalle? Significa
que en todo debemos imitarlo a El. Significa que ese Camino pasa por
El. Por eso debemos preguntarnos qué hizo El. Sabemos que
durante su vida en la tierra El hizo sólo la Voluntad del Padre. Y, en
esencia, ése es el Camino: seguir sólo la Voluntad del Padre. Ese fue el
Camino de Jesucristo. Ese es nuestro Camino.
Vista la vida de
Cristo, podríamos respondernos algunas preguntas sobre este recorrido: es un
Camino encumbrado, pues vamos en ascenso hacia el Cielo.
Sobre si es ancho
o angosto, Jesús ya lo había descrito con anterioridad: “Ancho
es el camino que conduce a la perdición y muchos entran por ahí; estrecho es el
camino que conduce a la salvación, y son pocos los que dan con él” (Mt.
7, 13-14).
¿Fácil o
difícil? Por más difícil que sea, todo resulta fácil si nos entregamos a
Dios y a que sea El quien haga en nosotros. Así que ningún recorrido, por
más difícil que parezca, realmente lo es, si lo hacemos en y con Dios.
Carga
llevamos. Ya lo había dicho el Señor: “Si
alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de
cada día y que me siga” (Lc. 9, 23).
No vamos
solos. No solamente vamos acompañados de todos aquéllos que buscan hacer
la Voluntad del Padre, sino que Jesucristo mismo nos acompaña y nos guía en el
Camino, y -como si fuera poco- nos ayuda a llevar nuestra carga.
¿Recursos?
¿Vehículos? ¿Combustible? Todos los que queramos están a nuestra
disposición: son todas las gracias -infinitas, sin medida, constantes, y
además, gratis (por eso se llaman gracias)- que Dios da a todos y cada uno de
los que deseamos pasar por ese Camino que es Cristo y seguir ese Camino
que El nos muestra con su Vida y nos enseña con su Palabra: hacer en todo la
Voluntad del Padre.
En la Primera
Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 6, 1-7) se nos relata la institución de
los primeros Ministerios en la Iglesia. Hemos leído cómo los Apóstoles
decidieron delegar en “siete hombres de buena reputación,
llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”, para que les ayudaran en el
servicio a las comunidades cristianas que se iban formando, de manera que ellos
pudieran dedicarse mejor “a la oración y al servicio de la
palabra”.
Y respecto de
esos “Ministerios” o funciones de servicio dentro de la Iglesia, el Concilio
Vaticano II nos indica que, no sólo los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas
tienen funciones, sino que también los Laicos pueden y deben realizar funciones
de servicio en la Iglesia. Y este derecho le viene a los Seglares del
simple hecho de ser bautizados, pues el Sacramento del Bautismo los hace
“participar en el Sacerdocio regio de Cristo” (LG 26).
Y el
Concilio basa esa solemne declaración en la Segunda Lectura que hemos leído
hoy, tomada de la Primera Carta del Apóstol San Pedro (1
Pe. 2, 4-9). En efecto, en su Documento sobre el
Apostolado Seglar (AA 3) el Concilio explica lo que significa hoy para nosotros
esta Segunda Lectura:
1.
El Apostolado y el servicio de los Seglares dentro de la Iglesia es un derecho
y es un deber.
2.
Por el Bautismo los Laicos forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la
Iglesia, y por la Confirmación son fortalecidos por el Espíritu Santo y
enviados por el Señor a realizar la Evangelización, así como a ejercer
funciones de servicio dentro de la misma Iglesia.
Nótese que el
Concilio nos habla de derecho y de deber. O sea que la misión de
evangelizar que tienen los laicos es obligatoria, no es optativa.
Y, especialmente
ahora esa obligación es más apremiante. ¿Por qué? Porque desde Juan
Pablo II se está llamando a todos, Sacerdotes y Laicos, a realizar la Nueva
Evangelización.
Y ¿por qué hace
falta una Nueva Evangelización? No tenemos más que mirar a nuestro
alrededor para darnos cuenta que la Fe y la pertenencia real a la Iglesia está
en niveles críticos.
Y niveles
críticos significa que la gente no parece estar siguiendo el camino que Jesús
nos dejó señalado, el camino para llegar al Padre, para llegar al Cielo donde
cada uno tiene un sitio preparado por el mismo Jesús.
La gente está a
riesgo de no llegar a la meta señalada. Y esto que es tan crucial, no
parece ser importante para casi nadie. ¿Sabe la gente para qué fue
creada, hacia dónde va, qué sucede después de esta vida, qué opciones hay al
morir?
No hay negocio
más importante, no hay meta más crucial que la Vida Eterna. ¿Quién lo
sabe? ¿Quién se da cuenta? ¿Quién actúa de acuerdo a esto?
Por ello, hay que
evangelizar. Y ¿qué es evangelizar? Es llevarle la Buena Nueva de
salvación a toda persona que quiera escucharla: Dios nos envió a su
Hijo Único para salvarnos, para abrirnos las puertas del Cielo. Esa es nuestra
meta. Hacia allí debemos dirigirnos. En eso consiste la Nueva
Evangelización, que es deber de todos, y es urgente.
Volviendo a lo
que nos dice San Pedro en esta Carta: Cristo es la piedra fundamental -la
piedra angular. Pero todos nosotros, Sacerdotes y Laicos, “somos
piedras vivas, que vamos entrando a formar parte en la edificación del templo
espiritual, para formar un sacerdocio santo”. Por eso el Concilio, basándose
en esta Carta, declara que los Seglares “son consagrados como sacerdocio real y
nación santa”.
Sin
embargo, a pesar de toda la grandeza y significación que tiene el hecho de que
los Seglares participen del Sacerdocio de Cristo, hay que tener en cuenta que
hay una distancia considerable entre la función de un Sacerdote consagrado por
el Sacramento del Orden Sacerdotal y la función evangelizadora de un laico
-inclusive si éste es un Ministro Laico instituido para ejercer algún tipo de
función dentro de la Iglesia.
Pero es así como,
a través de unos y otros Ministerios dentro de su Iglesia - los Ministerios
Sacerdotales y los Ministerios Laicales y los laicos evangelizadores- “el
Señor -como hemos repetido en el Salmo (32)- “cuida
de los que le temen”, cuida
de cada uno de nosotros.
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