Vio la luz hacia 1499 en Alcántara, Cáceres, noble tierra
extremeña, cuna de conquistadores. Y habría de emularlos siguiendo los pasos de
su santo fundador, Francisco de Asís, arrebatando con sus extraordinarias
mortificaciones y disciplinas incontables conversiones. Estaba dotado de una
memoria prodigiosa, excepcional inteligencia, y una voluntad invencible, todo
lo cual puesto a los pies de Cristo, como hizo él, no podía por menos que
revertir en una cascada de bendiciones. Fue un hombre de gran finura de trato,
con una potencia taumatúrgica excepcional. El magnetismo de su virtud se
desbordaba a su paso inundando los corazones de quienes le escuchaban.
Su padre, gobernador de Alcántara, se ocupó de que recibiese
esmerada educación en Salamanca. Allí estudió filosofía y derecho. Rozaba el
umbral de la juventud y ya cursaba leyes. De hecho al cumplir los 16 años,
había aprobado el primer curso. Espiritualmente sabía lo que quería. Pero el
seguimiento tiene siempre un coste: el completo abandono en las manos de Dios.
Y cuando se posa en el alma la invitación del Altísimo, ésta puede debatirse
entre el temblor de un amor incomparable que le desborda, y la luz
aparentemente inextinguible de un mundo que no termina de desvanecerse pugnando
por cegarla.
En ese estío Pedro se debatía entre dos clásicos caminos,
incompatibles entre sí: el mundo y Dios, y tuvo que hacer frente a un abanico
de tentaciones que iban y venían sin darle respiro. En esas se encontraba,
sosteniendo con firmeza las bridas de la fe, cuando fue en pos de unos
religiosos franciscanos descalzos que pasaban por su localidad natal y a los
que vio transitar delante de su propia casa. No tuvo que salir a buscarlos
siquiera; los tuvo a la mano. Tampoco consultó a sus progenitores; al verlos
los siguió, escapándose con ellos.
Profesó en 1515 en el convento de Majarretes, colindante a
la localidad de Valencia de Alcántara, cercana a Portugal. La infancia del
santo se había caracterizado por su piedad y caridad encarnadas en una oración
continua.
El convento era un paraíso para alguien como él que iba a penetrar en
los anales de la ascética por su celo en conquistar la santidad sin ahorrar
sacrificios. Allí pudo dar rienda suelta a su ardiente amor por la Santísima
Trinidad y su tierna devoción por María. Sintiéndose arrebatado, y ya signado
por favores sobrenaturales, vivía exclusivamente para Dios, ajeno, podría
decirse, a toda necesidad y particularidades de este mundo. Todo ello aderezado
por sus mortificaciones y durísimas penitencias, que a muchos podrían
parecerles inauditas. En su inmolación amorosa llegó un momento en que perdió
el sentido del gusto, la tierra era su lecho, un clavo en la pared su almohada,
las noches una vigilia de oración, etc. Fue portero, barrendero, cocinero y
hortelano. La cocina le dio algunos sinsabores porque se distraía y le
reconvenían por ello. Nombrado superior de varios conventos desempeñó esta
misión ejemplarmente.
Como predicador no tenía precio. Quienes le oían (buscaba
que el auditorio fuese de gente pobre) se convertían, sintiendo que sus
palabras procedían directamente del cielo. Era aclamado por obispos, reyes y
plebeyos. Buscando la soledad de la oración, fue a Lapa donde escribió un texto
sobre la misma. En 1556 en El Pedroso reformó la Orden de «estricta observancia»
que fue aprobada por el papa. En 1560 conoció a Teresa de Jesús y la ayudó
espiritualmente con su claridad y experiencia para que pudiese dilucidar el
trasfondo de las visiones que tenía, poniéndola en contacto, además, con
expertos y virtuosos confesores. Su apoyo fue decisivo para que ella pudiera
llevar a cabo la reforma carmelitana.
Teresa hizo este impactante retrato de él, que tanto
conmueve, máxime cuando procede de la autoridad de una santa como ella: «Me
dijo que en los últimos años no había dormido sino unas poquísimas horas cada
noche. Que al principio su mayor mortificación consistía en vencer el sueño,
por lo cual tenía que pasar la noche de rodillas o de pie. Que en estos 40 años
jamás se cubrió la cabeza en los viajes aunque el sol o la lluvia fueran muy
fuertes. Siempre iba descalzo y su único vestido era un túnica de tela muy
ordinaria. Me dijo que cuando el frío era muy intenso, entonces se quitaba el
manto y abría la puerta y la ventana de su habitación, para que luego al
cerrarlas y ponerse otra vez el manto lograra sentir un poquito más de calor.
Estaba acostumbrado a comer solo cada tres días y se extrañó de que yo me
maravillase por eso, pues decía, que eso era cuestión de acostumbrarse uno a no
comer. Un compañero suyo me contó que a veces pasaba una semana sin comer, y
esto sucedía cuando le llegaban los éxtasis y los días de oración más profunda
pues entonces sus sentidos no se daban cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Cuando yo lo conocí ya era muy viejo y su cuerpo estaba tan flaco que parecía
más bien hecho de raíces y de cortezas de árbol, que de carne. Era un hombre
muy amable, pero solo hablaba cuando le preguntaban algo. Respondía con pocas
palabras, pero valía la pena oírlo, porque lo que decía hacía mucho bien…».
Murió el 18 de octubre de 1562 en Arenas de San Pedro,
Ávila. Hizo muchos milagros. Se apareció varias veces a Teresa que reconoció
haber obtenido por medio de él, cuando se hallaba en la gloria, «enormes
favores de Dios». En una de esa ocasiones le confió: «Felices sufrimientos
y penitencias en la tierra, que me consiguieron tan grandes premios en el
cielo». Gregorio XV lo beatificó el 18 de abril de 1622. Clemente IX lo
canonizó el 28 de abril de 1669.
ORACIÓN.
¡Oh Dios y Señor mío! que te dignaste ilustrar al bienaventurado
San Pedro de Alcántara, tu confesor, con el don de una penitencia admirable y
de una contemplación altísima, concédenos piadosísimo que ayudados de sus
méritos, merezcamos, mortificados en la carne, ser participantes de los dones
celestiales. Por Nuestro Señor Jesucristo, Hijo tuyo, que con el Padre y el
Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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