Hoy celebramos la fiesta
de santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, la cual, nacida en
Ávila, ciudad de España, y agregada a la Orden Carmelitana, llegó a ser madre y
maestra de una observancia más estrecha; en su corazón concibió un plan de
crecimiento espiritual bajo la forma de una ascensión por grados del alma hacia
Dios, pero a causa de la reforma de su Orden hubo de sufrir dificultades, que
superó con ánimo esforzado. Compuso libros, en los que muestra una sólida
doctrina y el fruto de su experiencia.
"Sólo
amor es el que da valor a todas las cosas. " (Teresa de Jesús)
Santa Teresa es, sin duda, una de las mujeres más grandes y
admirables de la historia y fue considerada doctora de la Iglesia por el pueblo
cristiano aun antes de que ese título fuera reconocido oficialmente en 1970 por
Pablo VI. Sus padres eran Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada.
La santa habla de ellos con gran cariño. Alonso Sánchez tuvo tres hijos de su
primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le dio otros nueve. Al referirse a sus
hermanos y medios hermanos, santa Teresa escribe: «por la gracia de Dios, todos
se asemejan en la virtud a mis padres, excepto yo». Teresa nació en la ciudad
castellana de Ávila, el 28 de marzo de 1515. A los siete años, tenía ya gran
predilección por la lectura de las vidas de santos. Su hermano Rodrigo era casi
de su misma edad de suerte que acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, muy
impresionados por el pensamiento de la eternidad, admiraban las victorias de
los santos al conquistar la gloria eterna y repetían incansablemente: «Gozarán
de Dios para siempre, para siempre, para siempre...» Teresa y su hermano
consideraban que los mártires habían comprado la gloria a un precio muy bajo y
resolvieron partir al país de los moros con la esperanza de morir por la fe.
Así pues, partieron de su casa a escondidas, rogando a Dios que les permitiese
dar la vida por Cristo; pero en Adaja se toparon con uno de su tíos, quien los
devolvió a los brazos de su afligida madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo
echó la culpa a su hermana.
En vista del fracaso de sus proyectos, Teresa y Rodrigo
decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y empezaron a construir una
celda en el jardín, aunque nunca llegaron a terminarla. Teresa amaba desde
entonces la soledad. En su habitación tenía un cuadro que representaba al
Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a esa imagen:
«Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed». La madre de Teresa murió
cuando ésta tenía catorce años. «En cuanto empecé a caer en la cuenta de la
pérdida que había sufrido, comencé a entristecerme sobremanera; entonces me
dirigí a una imagen de Nuestra Señora y le rogué con muchas lágrimas que me
tomase por hija suya». Por aquella época, Teresa y Rodrigo empezaron a leer
novelas de caballerías y aun trataron de escribir una. La santa confiesa en su
«Autobiografía»: «Esos libros no dejaron de enfriar mis buenos deseos y me
hicieron caer insensiblemente en otras faltas. Las novelas de caballerías me
gustaban tanto, que no estaba yo contenta cuando no tenía una entre las manos.
Poco a poco empecé a interesarme por la moda, a tomar gusto en vestirme bien, a
preocuparme mucho del cuidado de mis manos, a usar perfumes y a emplear todas
las vanidades que el mundo aconsejaba a las personas de mi condición». El
cambio que paulatinamente se operaba en Teresa, no dejó de preocupar a su
padre, quien la envió, a los quince años de edad a educarse en el convento de
las agustinas de Ávila, en el que solían estudiar las jóvenes de su clase.
Un año y medio más tarde, Teresa cayó enferma, y su padre la
llevó a casa. La joven empezó a reflexionar seriamente sobre la vida religiosa,
que le atraía y le repugnaba a la vez. La obra que le permitió llegar a una
decisión fue la colección de «Cartas» de San Jerónimo, cuyo fervoroso realismo
encontró eco en el alma de Teresa. La joven dijo a su padre que quería hacerse
religiosa, pero éste le respondió que tendría que esperar a que él muriese para
ingresar en el convento. La santa, temiendo flaquear en su propósito, fue a
ocultas a visitar a su amiga íntima, Juana Suárez, que era religiosa en el
convento carmelita de la Encarnación, en Ávila, con la intención de no volver,
si Juana le aconsejaba quedarse, a pesar de la pena que le causaba contrariar
la voluntad de su padre. «Recuerdo ... que, al abandonar mi casa, pensaba que
la tortura de la agonía y de la muerte no podía ser peor a la que experimentaba
yo en aquel momento ... El amor de Dios no era suficiente para ahogar en mí el
amor que profesaba a mi padre y a mis amigos».
La santa determinó quedarse en
el convento de la Encarnación. Tenía entonces veinte años. Su padre, al verla
tan resuelta, cesó de oponerse a su vocación. Un año más tarde, Teresa hizo la
profesión. Poco después, se agravó un mal. que había comenzado a molestarla
desde antes de profesar, y su padre la sacó del convento. La hermana Juana
Suárez fue a hacer compañía a Teresa, quien se puso en manos de los médicos;
desgraciadamente, el tratamiento no hizo sino empeorar la enfermedad,
probablemente una fiebre palúdica. Los médicos terminaron por darse por
vencidos, y el estado de la enferma se agravó. Teresa consiguió soportar
aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que era muy piadoso, le había
regalado un librito del P. Francisco de Osuna, titulado: «El tercer alfabeto
espiritual». Teresa siguió las instrucciones de la obrita y empezó a practicar
la oración mental, aunque no hizo en ella muchos progresos por falta de un
director espiritual experimentado. Finalmente, al cabo de tres años, Teresa
recobró la salud.
Su prudencia y caridad, a las que añadía un gran encanto
personal, le ganaron la estima de todos los que la rodeaban. Por otra parte,
una especie de instinto innato de agradecimiento movía a la joven religiosa a
corresponder a todas las amabilidades. Según la reprobable costumbre de los
conventos españoles de la época, las religiosas podían recibir a cuantos
visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su tiempo charlando en el
recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la oración mental y el demonio
contribuyó, al inculcarle la íntima convicción, bajo capa de humildad, de que
su vida disipada la hacía indigna de conversar familiarmente con Dios.
Además,
la santa se decía para tranquilizarse, que no había ningún peligro de pecado en
hacer lo mismo que tantas otras religiosas mejores que ella y justificaba su
descuido de la oración mental, diciéndose que sus enfermedades le impedían
meditar. Sin embargo, añade la santa, «el pretexto de mi debilidad corporal no
era suficiente para justificar el abandono de un bien tan grande, en el que el
amor y la costumbre son más importantes que las fuerzas. En medio de las peores
enfermedades puede hacerse la mejor oración, y es un error pensar que sólo se
puede orar en la soledad». Poco después de la muerte de su padre, el confesor de
Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su alma y le aconsejó que
volviese a la práctica de la oración. La santa no la abandonó jamás, desde
entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse totalmente a Dios ni a
renunciar del todo a las horas que pasaba en el recibidor y al intercambio de
regalillos. Es curioso notar que, en todos esos años de indecisión en el
servicio de Dios, santa Teresa no se cansaba jamás de oír sermones «por malos
que fuesen»; pero el tiempo que empleaba en la oración «se le iba en desear que
los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase el fin de la meditación,
en vez de reflexionar en las cosas santas». Convencida cada vez más de su
indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los dos grandes santos penitentes,
María Magdalena y Agustín, con quienes están asociados dos hechos que fueron
decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura de las
«Confesiones». El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la santa
experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: «Sentí que santa María
Magdalena acudía en mi ayuda ... y desde entonces he progresado mucho en la
vida espiritual».
Una vez que Teresa se retiró de las conversaciones del
recibidor y de otras ocasiones de disipación y de faltas (que ella exageraba
sin duda), Dios empezó a favorecerla frecuentemente con la oración de quietud y
de unión. La oración de unión ocupó un largo período de su vida, con el gozo y
el amor que le son característicos, y Dios empezó a visitarla con visiones y
comunicaciones interiores. Ello la inquietó, porque había oído hablar con
frecuencia de ciertas mujeres a las que el demonio había engañado miserablemente
con visiones imaginarias. Aunque estaba persuadida de que sus visiones
procedían de Dios, su perplejidad la llevó a consultar el asunto con varias
personas; desgraciadamente no todas esas personas guardaron el secreto al que
estaban obligadas, y la noticia de las visiones de Teresa empezó a divulgarse
para gran confusión suya. Una de las personas a las que consultó Teresa fue
Francisco de Salcedo, un hombre casado que era un modelo de virtud. Éste la
presentó al doctor Daza, sabio y virtuoso sacerdote, quien dictaminó que Teresa
era víctima de los engaños del demonio, ya que era imposible que Dios
concediese favores tan extraordinarios a una religiosa tan imperfecta como ella
pretendía ser. Teresa quedó alarmada e insatisfecha. Francisco de Salcedo, a
quien la propia santa afirma que debía su salvación, la animó en sus momentos
de desaliento y le aconsejó que acudiese a uno de los padres de la recién
fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una confesión general con un jesuita,
a quien expuso su manera de orar y los favores que había recibido. El jesuita
le aseguró que se trataba de gracias de Dios, pero la exhortó a no descuidar el
verdadero fundamento de la vida interior. Aunque el confesor de Teresa estaba
convencido de que sus visiones procedían de Dios, le ordenó que tratase de
resistir durante dos meses a esas gracias. La resistencia de la santa fue en
vano.
Otro jesuita, el P. Baltasar Álvarez, le aconsejó que
pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo que fuese más agradable a sus ojos y
que, con ese fin, recitase diariamente el «Veni Creator Spiritus». Así lo hizo
Teresa. Un día, precisamente cuando repetía el himno, fue arrebatada en éxtasis
y oyó en el interior de su alma estas palabras: «No quiero que converses con
los hombres sino con los ángeles». La santa, que tuvo en su vida posterior
repetidas experiencias de palabras divinas afirma que son más claras y
distintas que las humanas; dice también que las primeras son operativas, ya que
producen en el alma una fuerte tendencia a la virtud y la dejan llena de gozo y
de paz, convencida de la verdad de lo que ha escuchado. En la época en que el
P. Álvarez fue su director, Teresa sufrió graves persecuciones, que duraron
tres años; además, durante dos años, atravesó por un período de intensa desolación
espiritual, aliviado por momentos de luz y consuelo extraordinarios. La santa
quería que los favores que Dios le concedía permaneciesen secretos, pero las
personas que la rodeaban estaban perfectamente al tanto y, en más de una
ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción. El P. Álvarez era un hombre
bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para salir en defensa de su
dirigida, aunque siguió confesándola. En 1557, san Pedro de Alcántara pasó
por Ávila y, naturalmente, fue a visitar a la famosa carmelita. El santo
declaró que le parecía evidente que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa, pero
predijo que las persecuciones y sufrimientos seguirían lloviendo sobre ella.
Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el alma de la santa, y los favores
extraordinarios le enseñaron a ser humilde y fuerte, la despegaron de las cosas
del mundo y la encendieron en el deseo de poseer a Dios. En algunos de sus
éxtasis, de los que nos dejó la santa una descripción detallada, se elevaba
varios palmos sobre el suelo. A este propósito, comenta Teresa: Dios «no parece
contentarse con arrebatar el alma a Sí, sino que levanta también este cuerpo
mortal, manchado con el barro asqueroso de nuestros pecados». En esos éxtasis
se manifestaban la grandeza y bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura
de su servicio en forma sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con
claridad, aunque era incapaz de expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las
visiones en su alma era inefable. «Desde entonces, dejé de tener miedo a la
muerte, cosa que antes me atormentaba mucho». Las experiencias místicas de la
santa llegaron a las alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio
místico y la transverberación.
Santa Teresa nos dejó el siguiente relato sobre el fenómeno
de la transverberación: «Ví a mi lado a un ángel que se hallaba a mi izquierda,
en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada a ver tales cosas, excepto
en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me acontece ver a los ángeles, se
trata de visiones intelectuales, como las que he referido más arriba ... El
ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro estaba encendido como si
fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego. Debía ser uno de los que
llamamos querubines ... Llevaba en la mano una larga espada de oro, cuya punta
parecía un ascua encendida. Me parecía que por momentos hundía la espada en mi
corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando sacaba la espada, me parecía que
las entrañas se me escapaban con ella y me sentía arder en el más grande amor
de Dios. El dolor era tan intenso, que me hacía gemir, pero al mismo tiempo, la
dulcedumbre de aquella pena excesiva era tan extraordinaria, que no hubiese yo
querido verme libre de ella». El anhelo de Teresa de morir pronto para unirse
con Dios, estaba templado por el deseo que la inflamaba de sufrir por su amor.
A este propósito escribió: «La única razón que encuentro para vivir, es sufrir,
y eso es lo único que pido para mí». Según reveló la autopsia en el cadáver de
la santa, había en su corazón la cicatriz de una herida larga y profunda
(«Estoy convencido de que santa Teresa murió en un trasporte de amor ... En
cuanto a la herida de la arteria coronaria ... hay que reconocer que, aunque
haya sido causada por el arranque de amor sobrenatural descrito por san Juan de
la Cruz, los síntomas de fatiga ... , sobre los que existen varios testimonios,
prueban que la santa tenía nn predisposición a la dilatación y la ruptura del
miocardio.» Dr. Juan L'hermitte, en Etudes Carmelites, 1936, vol. II, p. 242.).
El año siguiente (1560), para corresponder a esa gracia, la santa hizo el voto
de hacer siempre lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Un voto
de esa naturaleza está tan por encima de las fuerzas naturales, que sólo el
esforzarse por cumplirlo puede justificarlo. Santa Teresa cumplió perfectamente
su voto.
El relato que la santa nos dejó en su «Autobiografía» sobre
sus visiones y experiencias espirituales, tiene el tono de la verdad. Es
imposible leerlo sin quedar convencido de la sinceridad de su autora, que en
todos sus escritos da muestras de una extraordinaria sencillez de estilo y de
una preocupación constante por no exagerar los hechos. La Iglesia califica de
«celestial» la doctrina de santa Teresa, en la oración del día de su fiesta.
Las obras de la «mística Doctora» ponen al descubierto los rincones más
recónditos del alma humana. La santa explica con una claridad casi increíble
las experiencias más inefables. Y debe hacerse notar que Teresa era una mujer
relativamente inculta, que escribió sus experiencias en la común lengua
castellana de los habitantes de Ávila, que ella había aprendido «en el regazo
de su madre»; una mujer que escribió sin valerse de otros libros, sin haber
estudiado previamente las obras místicas y sin tener ganas de escribir, porque
ello le impedía dedicarse a hilar; una mujer, en fin, que sometió sin reservas
sus escritos al juicio de su confesor y sobre todo, al juicio de la Iglesia. La
santa empezó a escribir su autobiografía por mandato de su confesor: «La
obediencia se prueha de diferentes maneras». Por otra parte, el mejor
comentario de las obras de la santa es la paciencia con que sobrellevó las
enfermedades, las acusaciones y los desengaños; la confianza absoluta con que
acudía en todas las tormentas y dificultades al Redentor crucificado y el
invencible valor que demostró en todas las penas y persecuciones. Los escritos
de santa Teresa subrayan sobre todo el espíritu de oración, la manera de
practicarlo y los frutos que produce. Como la santa escribió precisamente en la
época en que estaba consagrada a la difícil tarea de fundar conventos de
carmelitas reformadas, sus obras, prescindiendo de su naturaleza y contenido,
dan testimonio de su vigor, industriosidad y capacidad de recogimiento. Santa Teresa
escribió el «Camino de Perfección» para dirigir a sus religiosas, y el libro de
las «Fundaciones» para edificarlas y alentarlas. En cuanto al «Castillo
Interior», puede considerarse que lo escribió para la instrucción de todos los
cristianos, y en esa obra se muestra la santa como verdadera doctora de la vida
espiritual.
Las carmelitas, como la mayoría de las religiosas, habían
decaído mucho del primer fervor, a principios del siglo XVI. Ya hemos visto que
los recibidores de los conventos de Ávila eran una especie de centro de reunión
de las damas y caballeros de la ciudad. Por otra parte, las religiosas podían
salir de la clausura con el menor pretexto, de suerte que el convento era el
sitio ideal para quien deseaba una vida fácil y sin problemas. Las comunidades
eran sumamente numerosas, lo cual era a la vez causa y efecto de la relajación.
Por ejemplo, en el convento de Ávila había 140 religiosas. Santa Teresa
comentaba más tarde: «La experiencia me ha enseñado lo que es una casa llena de
mujeres. ¡Dios nos guarde de ese mal!» Ya que tal estado de cosas se aceptaba
como normal, las religiosas no caían generalmente en la cuenta de que su modo
de vida se apartaba mucho del espíritu de sus fundadores. Así, cuando una
sobrina de santa Teresa, que era también religiosa en el convento de la
Encarnación de Ávila, le sugirió la idea de fundar una comunidad reducida, la
santa la consideró como una especie de revelación del cielo, no como una idea
ordinaria. Teresa, que llevaba ya veinticinco años en el convento, resolvió
poner en práctica la idea y fundar un convento reformado. Doña Guiomar de
Ulloa, que era una viuda muy rica, le ofreció ayuda generosa para la empresa.
San Pedro de Alcántara, san Luis Beltrán y el obispo de Ávila,
aprobaron el proyecto, y el P. Gregorio Fernández, provincial de las
carmelitas, autorizó a Teresa a ponerlo en práctica. Sin embargo, el revuelo
que provocó la ejecución del proyecto, obligó al provincial a retirar el
permiso y santa Teresa fue objeto de las críticas de sus propias hermanas, de
los nobles, de los magistrados y de todo el pueblo. A pesar de eso, el P.
Ibáñez, dominico, alentó a la santa a proseguir la empresa con la ayuda de Doña
Guiomar. Doña Juana de Ahumada, hermana de santa Teresa, emprendió con su
esposo la construcción de un convento en Ávila en 1561, pero haciendo creer a
todos que se trataba de una casa en la que pensaban habitar. En el curso de la
construcción, una pared del futuro convento se derrumbó y cubrió bajo los
escombros al pequeño Gonzalo, hijo de doña Juana, que se hallaba allí jugando.
Santa Teresa tomó en brazos al niño, que no daba ya señales de vida, y se puso
en oración; algunos minutos más tarde, el niño estaba perfectamente sano, según
consta en el proceso de canonización. En lo sucesivo, Gonzalo solía repetir a
su tía que estaba obligada a pedir por su salvación, puesto que a sus oraciones
debía el verse privado del cielo.
Por entonces, llegó de Roma un breve que autorizaba la
fundación del nuevo convento. San Pedro de Alcántara, don Francisco de Salcedo
y el Dr. Daza, consiguieron ganar al obispo a la causa, y la nueva casa se
inauguró bajo sus auspicios el día de San Bartolomé de 1562. Durante la misa
que se celebró en la capilla con tal ocasión, tornaron el velo la sobrina de la
santa y otras tres novicias. La inauguración causó gran revuelo en Ávila. Esa
misma tarde, la superiora del convento de la Encarnación mandó llamar a Teresa
y la santa acudió con cierto temor, «pensando que iban a encarcelarme».
Naturalmente tuvo que explicar su conducta a su superiora y al P. Ángel de
Salazar, provincial de la orden. Aunque la santa reconoce que no faltaba razón
a sus superiores para estar disgustados, el P. Salazar le prometió que podría
retornar al convento de San José en cuanto se calmase la excitación del pueblo.
La fundación no era bien vista en Ávila, porque las gentes desconfiaban de las
novedades y temían que un convento sin fondos suficientes se convirtiese en una
carga demasiado pesada para la ciudad. El alcalde y los magistrados hubiesen acabado
por mandar demoler el convento, si no los hubiese disuadido de ello el dominico
Báñez. Por su parte, Santa Teresa no perdió la paz en medio de las
persecuciones y siguió encomendando a Dios el asunto; el Señor se le apareció y
la reconfortó. Entre tanto, Francisco de Salcedo y otros partidarios de la
fundación enviaron a la corte a un sacerdote para que defendiese la causa ante
el rey, y los dos dominicos, Báñez e Ibáñez, calmaron al obispo y al
provincial. Poco a poco fue desvaneciéndose la tempestad y, cuatro meses más
tarde, el P. Salazar dio permiso a santa Teresa de volver al convento de San
José, con otras cuatro religiosas de la Encarnación. La santa estableció la más
estricta clausura y el silencio casi perpetuo. El convento carecía de rentas y
reinaba en él la mayor pobreza; las religiosas vestían toscos hábitos, usaban
sandalias en vez de zapatos (por ello se les llamó «descalzas») y estaban
obligadas a la perpetua abstinencia de carne. Santa Teresa no admitió al
principio más que a trece religiosas, pero más tarde, en los conventos que no
vivían sólo de limosnas sino que poseían rentas, aceptó que hubiese veintiuna.
En 1567, el superior general de los carmelitas, Juan Bautista Rubio (Bossi),
visitó el convento de Ávila y quedó encantado de la superiora y de su sabio
gobierno; concedió a santa Teresa plenos poderes para fundar otros conventos
del mismo tipo (a pesar de que el de San José había sido fundado sin que él lo
supiese) y aun la autorizó a fundar dos conventos de frailes reformados («carmelitas
contemplativos»), en Castilla. Santa Teresa pasó cinco años con sus trece
religiosas en el convento de San José, precediendo a sus hijas no sólo en la
oración, sino también en los trabajos humildes, como la limpieza de la casa y
el hilado. Acerca de esa época escribió: «Creo que fueron los años más
tranquilos y apacibles de mi vida, pues disfruté entonces de la paz que tanto
había deseado mi alma ... Su Divina Majestad nos enviaba lo necesario para
vivir sin que tuviésemos necesidad de pedirlo, y en las raras ocasiones en que
nos veíamos en necesidad, el gozo de nuestras almas era todavía mayor».
La santa había encontrado en Medina del Campo a dos frailes
carmelitas que estaban dispuestos a abrazar la reforma: uno era Antonio de
Jesús de Heredia, superior del convento de dicha ciudad y el otro, Juan de
Yepes, más conocido con el nombre de san Juan de la Cruz. Aprovechando la
primera oportunidad que se le ofreció, santa Teresa fundó un convento de
frailes en el pueblecito de Duruelo en 1568; a éste siguió, en 1569, el
convento de Pastrana. En ambos reinaba la mayor pobreza y austeridad. Santa
Teresa dejó el resto de las fundaciones de conventos de frailes a cargo de san
Juan de la Cruz. La santa fundó también en Pastrana un convento de carmelitas
descalzas. Cuando murió Don Ruy Gómez de Silva, quien había ayudado a Teresa en
la fundación de los conventos de Pastrana, su mujer quiso hacerse carmelita,
pero exigiendo numerosas dispensas de la regla y conservando el tren de vida de
una princesa. Teresa, viendo que era imposible reducirla a la humildad propia
de su profesión, ordenó a sus religiosas que se trasladasen a Segovia y dejasen
a la princesa su casa de Pastrana. En 1570 la santa, con otra religiosa, tomó
posesión en Salamanca de una casa que hasta entonces había estado ocupada por
ciertos estudiantes «que se preocupaban muy poco de la limpieza». Era un
edificio grande, complicado y ruinoso, de suerte que al caer la noche la
compañera de la santa empezó a ponerse muy nerviosa. Cuando se hallaban ya
acostadas en sendos montones de paja («lo primero que llevaba yo a un nuevo
monasterio era un poco de paja para que nos sirviese de lecho»), Teresa
preguntó a su compañera en qué pensaba. La religiosa respondió: «Estaba yo
pensando qué haría su reverencia si muriese yo en este momento y su reverencia
quedase sola con un cadáver». La santa confiesa que la idea la sobresaltó,
porque, aunque no tenía miedo de los cadáveres, la vista de ellos le producía
siempre «un dolor en el corazón». Sin embargo, respondió simplemente: «Cuando
eso suceda, ya tendré tiempo de pensar lo que haré, por eI momento lo mejor es
dormir». En julio de ese año, mientras se hallaba haciendo oración, tuvo una
visión del martirio de los beatos jesuitas Juan Acevedo y sus compañeros, entre
los que se contaba su pariente Francisco Pérez Godoy. La visión fue tan clara,
que Teresa tenía la impresión de haber presenciado directamente la escena, e
inmediatamente la describió detalladamente al P. Álvarez, quien un mes más
tarde, cuando las nuevas del martirio llegaron a España, pudo comprobar la
exactitud de la visión de la santa.
Por entonces, san Pío V nombró a varios visitadores
apostólicos para que hiciesen una investigación sobre la relajación de las
diversas órdenes religiosas, con miras a la reforma. El visitador de los
carmelitas de Castilla fue un dominico muy conocido, el P. Pedro Fernández.
Naturalmente, el efecto que le produjo el convento de la Encarnación de Ávila
fue muy malo, e inmediatamente mandó llamar a santa Teresa para nombrarla
superiora del mismo. La tarea era particularmente desagradable para la santa,
tanto porque tenía que separarse de sus hijas, como por la dificultad de
dirigir una comunidad que, desde el principio, había visto con recelo sus
actividades de reformadora. Al principio, las religiosas se negaron a obedecer
a la nueva superiora, cuya sola presencia producía ataques de histeria en
algunas. La santa comenzó por explicarles que su misión no consistía en
instruirlas y guiarlas con el látigo en la mano, sino en servirlas y aprender
de ellas: «Madres y hermanas mías, el Señor me ha enviado aquí por la voz de la
obediencia a desempeñar un oficio en el que yo jamás había pensado y para el
que me siento muy mal preparada ... Mi única intención es serviros ... No
temáis mi gobierno. Aunque he vivido largo tiempo entre las carmelitas
descalzas y he sido su superiora, sé también, por la misericordia del Señor,
cómo gobernar a las carmelitas calzadas». De esta manera se ganó la simpatía y
el afecto de la comunidad y le fue menos difícil restablecer la disciplina
entre las carmelitas calzadas, de acuerdo con sus constituciones. Poco a poco
prohibió completamente las visitas demasiado frecuentes (lo cual molestó mucho
a ciertos caballeros de Ávila), puso en orden las finanzas del convento e
introdujo el verdadero espíritu del claustro. En resumen, fue aquella una
realización característicamente teresiana. En Veas, a donde había ido a fundar
un convento, la santa conoció al P. Jerónimo Gracián, quien la convenció
fácilmente para que extendiese su campo de acción hasta Sevilla. El P. Gracián
era un fraile de la reforma carmelita que acababa precisamente de predicar la
cuaresma en Sevilla. Fuera de la fundación del convento de San José de Ávila,
ninguna otra fue más difícil que la del de Sevilla; entre otras dificultades
una novicia que había sido despedida, denunció a las carmelitas descalzas ante
la Inquisición como «iluminadas» y otras cosas peores.
Los carmelitas de Italia veían con malos ojos el progreso de
la reforma en España, lo mismo que los carmelitas no reformados de España, pues
comprendían que un día u otro se verían obligados a reformarse. El P. Rubio,
superior general de la Orden, quien hasta entonces había favorecido a santa
Teresa, se pasó al lado de sus enemigos y reunió en Plasencia un capítulo
general que aprobó una serie de decretos contra la reforma. El nuevo nuncio
apostólico, Felipe de Sega, destituyó al P. Gracián de su cargo de visitador de
los carmelitas descalzos y encarceló a san Juan de la Cruz en un monasterio;
por otra parte, ordenó a santa Teresa que se retirase al convento que ella
eligiera y que se abstuviese de fundar otros nuevos. La santa, al mismo tiempo
que encomendaba el asunto a Dios, decidió valerse de los amigos que tenía en el
mundo y consiguió que el propio Felipe II interviniese en su favor. En efecto,
el monarca convocó al nuncio y le reprendió severamente por haberse opuesto a
la reforma del Carmelo; además, en 1580, obtuvo de Roma una orden que eximía a
los carmelitas descalzos de la jurisdicción del provincial de los calzados. El
P. Gracián fue elegido provincial de los carmelitas descalzos. «Esa separación
fue uno de los mayores gozos y consolaciones de mi vida, pues en aquellos
veinticinco años nuestra orden había sufrido más persecuciones y pruebas de las
que yo podría escribir en un libro. Ahora estábamos por fin en paz, calzados y
descalzos, y nada iba a distraernos del servicio de Dios».
Indudablemente santa Teresa era una mujer excepcionalmente
dotada. Su bondad natural, su ternura de corazón y su imaginación chispeante de
gracia, equilibradas por una extraordinaria madurez de juicio y una profunda
intuición psicológica, le ganaban generalmente el cariño y el respeto de todos.
Razón tenía el poeta Crashaw al referirse a santa Teresa bajo los símbolos
aparentemente opuestos de «el águila» y «la paloma». Cuando le parecía
necesario, la santa sabía hacer frente a las más altas autoridades civiles o
eclesiásticas, y los ataques del mundo no le hacían doblar la cabeza. Las
palabras que dirigió al P. Salazar: «Guardaos de oponeros al Espíritu Santo»,
no fueron un reto de histérica; y no fue un abuso de autoridad lo que la movió
a tratar con dureza implacable a una superiora que se había incapacitado a
fuerza de hacer penitencia. Pero el águila no mataba a la paloma, como puede
verse por la carta que escribió a un sobrino suyo que llevaba una vida alegre y
disipada: «Bendito sea Dios porque os ha guiado en la elección de una mujer tan
buena y ha hecho que os caséis pronto, pues habíais empezado a disiparos desde
tan joven, que temíamos mucho por vos. Esto os mostrará el amor que os
profeso». La santa tomó a su cargo a la hija ilegítima y a la hermana del
joven, la cual tenía entonces siete años: «Las religiosas deberíamos tener
siempre con nosotras a una niña de esa edad». El ingenio y la franqueza de
Teresa jamás sobrepasaban la medida, ni siquiera cuando los empleaba como un
arma. En cierta ocasión en que un caballero indiscreto alabó la belleza de su
pies descalzos, Teresa se echó a reír y le dijo que los mirase bien porque
jamás volvería a verlos. Los famosos dichos «Bien sabéis lo que es una
comunidad de mujeres» e «Hijas mías, estas son tonterías de mujeres», prueban
el realismo con que la santa consideraba a sus súbditas. Criticando un escrito
de su buen amigo Francisco de Salcedo, Teresa le escribía: «El señor Salcedo
repite constantemente: `Como dice San Pablo', `Como dice el Espíritu Santo', y
termina declarando que su obra es una serie de necedades. Me parece que voy a
denunciarle a la Inquisición». La intuición de santa Teresa se manifestaba
sobre todo en la elección de las novicias de las nuevas fundaciones. Lo primero
que exigía, aun antes que la piedad, era que fuesen inteligentes, es decir,
equilibradas y maduras, porque sabía que es más fácil adquirir la piedad que la
madurez de juicio. «Una persona inteligente es sencilla y sumisa, porque ve sus
faltas y comprende que tiene necesidad de un guía. Una persona tonta y estrecha
es incapaz de ver sus faltas, aunque se las pongan delante de los ojos; y como
está satisfecha de sí misma, jamás se mejora». «Aunque el Señor diese a esta
joven los dones de la devoción y la contemplación, jamás llegará a ser
inteligente, de suerte que será siempre una carga para la comunidad. ¡Que Dios
nos guarde de las monjas tontas!» Imposible ser más realista que santa Teresa.
En 1580, cuando se llevó a cabo la separación de las dos
ramas del Carmelo, santa Teresa tenía ya sesenta y cinco años y su salud estaba
muy debilitada. En los dos últimos años de su vida fundó otros dos conventos,
lo cual hacía un total de diecisiete. Las fundaciones de la santa no eran
simplemente un refugio de las almas contemplativas, sino también una especie de
reparación ds los destrozos llevados a cabo en los monasterios por el
protestantismo, principalmente en Inglaterra y Alemania. Dios tenía reservada
para los últimos años de vida de su sierva, la prueba cruel de que interviniera
en el proceso legal del testamento de su hermano Lorenzo, cuya hija era
superiora en el convento de Valladolid. Como uno de los abogados tratase con rudeza
a la santa, ésta replicó: «Quiera Dios trataros con la cortesía con que vos me
tratáis a mí». Sin embargo, Teresa se quedó sin palabra cuando su sobrina, que
hasta entonces había sido una excelente religiosa, la puso a la puerta del
convento de Valladolid, que ella misma había fundado. Poco después, la santa
escribía a la madre María de San José: «Os suplico, a vos y a vuestras
religiosas, que no pidáis a Dios que me alargue la vida. Al contrario, pedidle
que me lleve pronto al eterno descanso, pues ya no puedo seros de ninguna
utilidad». En la fundación del convento de Burgos, que fue la última, las
dificultades no escasearon. En julio de 1582, cuando el convento estaba ya en
marcha, santa Teresa tenía la intención de retornar a Ávila, pero se vio obligada
a modificar sus planes para ir a Alba de Tormes a visitar a la duquesa María
Henríquez. La beata Ana de San Bartolomé refiere que el viaje no
estuvo bien proyectado y que santa Teresa se hallaba ya tan débil, que se
desmayó en el camino. Una noche sólo pudieron comer unos cuantos higos. Al
llegar a Alba de Tormes, la santa tuvo que acostarse inmediatamente. Tres días
más tarde, dijo a la beata Ana: «Por fin, hija mía, ha llegado la hora de mi
muerte». El P. Antonio de Heredia le dio los últimos sacramentos y le preguntó
dónde quería que la sepultasen. Teresa replicó sencillamente: «¿Tengo que
decidirlo yo? ¿Me van a negar aquí un agujero para mi cuerpo?» Cuando el P. de
Heredia le llevó el viático, la santa consiguió erguirse en el lecho, y
exclamó: «¡Oh, Señor, por fin ha llegado la hora de vernos cara a cara!» Santa
Teresa de Jesús, visiblemente trasportada por lo que el Señor le mostraba,
murió en brazos de la beata Ana a las 9 de la noche del 4 de octubre de 1582.
Precisamente al día siguiente, entró en vigor la reforma gregoriana del
calendario, que suprimió diez días, de suerte que la fiesta de la santa fue
fijada, más tarde, el 15 de octubre. Teresa fue sepultada en Alba de Tormes,
donde reposan todavía sus reliquias. Su canonización tuvo lugar en 1622, y en
1970, como ya dijimos, fue proclamada Doctora de la Iglesia.
ORACIÓN.
Fuente: «Vidas
de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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