Esta fiesta responde a una larga tradición de fe en la
Iglesia: orar por aquellos fieles que han acabado su vida terrena y que se
encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio. El Catecismo de la
Iglesia Católica nos recuerda que los que mueren en gracia y amistad de Dios
pero no perfectamente purificados, pasan después de su muerte por un proceso de
purificación, para obtener la completa hermosura de su alma. La Iglesia llama
"Purgatorio" a esa purificación; y para hablar de que será como un
fuego purificador, se basa en aquella frase de San Pablo que dice: "La
obra de cada uno quedará al descubierto, el día en que pasen por fuego. Las
obras que cada cual ha hecho se probarán en el fuego". (1Cor. 3, 14).
La práctica de orar por los difuntos es sumamente antigua.
El libro 2º de los Macabeos en el Antiguo Testamento dice: "Mandó Juan
Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus
pecados" (2Mac. 12, 46); y siguiendo esta tradición, la Iglesia desde los
primeros siglos ha tenido la costumbre de orar por los difuntos. Al respecto,
San Gregorio Magno afirma: "Si Jesucristo dijo que hay faltas que no serán
perdonadas ni en este mundo ni en el otro, es señal de que hay faltas que sí
son perdonadas en el otro mundo. Para que Dios perdone a los difuntos las
faltas veniales que tenían sin perdonar en el momento de su muerte, para eso
ofrecemos misas, oraciones y limosnas por su eterno descanso". Estos actos
de piedad son constantemente alentados por la Iglesia.
Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un
sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una
ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en
espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.
En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a
morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las
concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para
colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los
deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos
evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a
la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para
esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de
nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.
Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es
la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo.
Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque
vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra
del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.
¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el
mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas
no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de
salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos
y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su
muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima
solemnidad anual que celebra el mundo.
¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de
Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí
misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación
para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni
tuvo en menos el sufrirla.
Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza,
sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio,
sino que nos la dio como remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por
culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a
ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la
muerte resituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más
una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.
Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta
vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a
la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como
nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas
son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh
Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo
eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento;
y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa en medio de
la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo –a ti acude
todo mortal–, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.
Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista,
cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.
Oración
Escucha, Señor, nuestras súplicas, para que, al confesar la
resurrección de Jesucristo, tu Hijo, se afiance también nuestra esperanza de
que todos tus hijos resucitarán. Por nuestro Señor Jesucristo.
Fuentes:
Sagradas Escrituras.
ACI Prensa
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