Hoy recordamos cómo, al comienzo del año litúrgico, la
Iglesia nos preparaba para la primera llegada de Cristo que nos trae la
salvación. A dos semanas del final del año, nos prepara para la segunda venida,
aquella en la que se pronunciará la última y definitiva palabra sobre cada uno
de nosotros.
Ante el Evangelio de hoy podemos pensar que “largo me lo fiais”, pero «Él está cerca» (Mc 13,29). Y, sin embargo, resulta molesto —¡hasta incorrecto!— en nuestra sociedad aludir a la muerte. Sin embargo, no podemos hablar de resurrección sin pensar que hemos de morir. El fin del mundo se origina para cada uno de nosotros el día que fallezcamos, momento en el que terminará el tiempo que se nos habrá dado para optar. El Evangelio es siempre una Buena Noticia y el Dios de Cristo es Dios de Vida: ¿por qué ese miedo?; ¿acaso por nuestra falta de esperanza?
Ante la inmediatez de ese juicio hemos de saber convertirnos en jueces severos,
no de los demás, sino de nosotros mismos. No caer en la trampa de la
autojustificación, del relativismo o del “yo no lo veo así”... Jesucristo se
nos da a través de la Iglesia y, con Él, los medios y recursos para que ese
juicio universal no sea el día de nuestra condenación, sino un espectáculo muy
interesante, en el que por fin, se harán públicas las verdades más ocultas de
los conflictos que tanto han atormentado a los hombres.
La Iglesia anuncia que tenemos un salvador, Cristo, el Señor. ¡Menos miedos y más coherencia en nuestro actuar con lo que creemos! «Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia; todo lo demás no tiene valor» (Beato J.H. Newman). La Iglesia no sólo nos enseña una forma de morir, sino una forma de vivir para poder resucitar. Porque lo que predica no es su mensaje, sino el de Aquél cuya palabra es fuente de vida. Sólo desde esta esperanza afrontaremos con serenidad el juicio de Dios.
La Iglesia anuncia que tenemos un salvador, Cristo, el Señor. ¡Menos miedos y más coherencia en nuestro actuar con lo que creemos! «Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia; todo lo demás no tiene valor» (Beato J.H. Newman). La Iglesia no sólo nos enseña una forma de morir, sino una forma de vivir para poder resucitar. Porque lo que predica no es su mensaje, sino el de Aquél cuya palabra es fuente de vida. Sólo desde esta esperanza afrontaremos con serenidad el juicio de Dios.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (13,24-32):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa
gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las
estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al
Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los
ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a
horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen
tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis
vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no
pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán,
mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles
del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
Palabra del Señor
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Ya acercándonos al final del Año Litúrgico, el cual suele
terminar en el mes de Noviembre de cada año, este último Domingo del Ciclo “B”,
ciclo que concluye la próxima semana con la Fiesta de Cristo Rey, las Lecturas
nos invitan a reflexionar sobre la Parusía.
“Parusía” es una palabra que intriga -cuando no se conoce
su significado- y que tal vez asusta cuando sí se conoce.
En efecto, en su sentido estricto, “Parusía” significa la
segunda venida de Cristo. Y eso asusta.
En su sentido más amplio se refiere a la plenitud de la
salvación de la humanidad, salvación efectuada ya por Cristo, pero que será
completada precisamente con su segunda venida en gloria, cuando venga a
establecer su reinado definitivo, cuando como nos dice San Pablo en la Segunda
Lectura, “sus enemigos sean puestos bajo sus pies” (Hb. 10, 11-14.18).
De allí que no haya que temer, porque la Parusía será el
momento de nuestra salvación definitiva. Será, además, el momento más
espectacular y más importante de la historia de la humanidad: ¡Cristo
viniendo en la plenitud de su gloria, de su poder, de su divinidad! Si
hace dos mil años Cristo vino como un ser humano cualquiera, en su segunda
venida lo veremos tal cual es, “cara a cara” (1 Cor. 13, 12).
Será el momento de nuestra definitiva liberación:
nuestros cuerpos reunidos con nuestras almas en la resurrección prometida para
ese momento final.
Es cierto que la Primera Lectura del Profeta Daniel nos
hace algunos anuncios aterradores. Pero ese momento será terrible para
algunos, para “los que duermen en el polvo y que despertarán para el
eterno castigo” (Dn. 12, 1-3). Pero ésos serán los
que no hayan cumplido la voluntad de Dios en esta vida terrena, los que se
hayan opuesto a Dios y a sus designios, los que hayan buscado caminos distintos
a los de Dios. Es decir, ese castigo será para los que le han dado
la espalda a Dios.
Pero los justos, los que hayan buscado cumplir la
voluntad de Dios en esta vida, los que por esa razón “están escritos en el
libro ... despertarán para la vida eterna ... brillarán como el esplendor del
firmamento ... y resplandecerán como estrellas por toda la eternidad” (Dn. 12,
1-3).
Notemos que Daniel nos habla de “los guías sabios” y “los
que enseñan a muchos la justicia”.
La gloria esplendorosa será para los guías que sean
sabios, que estén llenos de la Sabiduría Divina y que guíen a otros con esa
Sabiduría. También será esa gloria para aquéllos que enseñen la
justicia. La justicia, en lenguaje bíblico, significa santidad.
Es decir, esa gloria esplendorosa será también para
aquéllos que viviendo en santidad, viviendo de acuerdo a la voluntad de Dios,
enseñen a otros la santidad, el cumplimiento de la voluntad de Dios, tanto con
su ejemplo, como con su palabra.
Es cierto que nos dice también el Profeta, que ese
momento será precedido por“un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el
principio del mundo”.
Ahora bien, no hay que temer este tiempo final, pues
dentro de su Providencia Divina, Dios prepara todo para bien de los que le aman,
para bien de aquéllos que han vivido acorde a su Voluntad en esta vida –la que
estamos viviendo antes de que vuelva glorioso como justísimo Juez en la
Parusía.
De allí que las pruebas y sufrimientos de esa tribulación
serán la última llamada –la última oportunidad- de conversión para los que se
encuentren en estado de pecado y decidan –por fin- no seguir dándole la espalda
a Dios.
Será también la última ocasión de expiación para los que,
aun andando en la Voluntad de Dios, requieren de esa etapa de purificación para
poder ver a Dios cara a cara. Porque “bienaventurados los
limpios de corazón, pues ellos verán a Dios” (Mt. 5, 8)y, refiriéndose a
la entrada a la Jerusalén Celestial, nos dice el Apocalipsis: “En
ella no entrará nada manchado” (Ap. 21, 27) y “Felices los que lavan sus
ropas…se les abrirán las puertas de la Ciudad” (Ap. 22, 14).
En ese sentido, esa etapa de sufrimientos es, entonces,
fruto de la infinita misericordia de Dios que quiere que todos sus hijos sean
salvados y disfruten eternamente con El la gloria del Cielo que nos ha
preparado desde toda la eternidad.
Es por ello que para el verdadero seguidor de Cristo, las
tribulaciones de ayer, de hoy y del futuro, tribulaciones personales o
grupales, tribulaciones de ciudades, de países, del mundo, son vistas como
preparación de todos los seres humanos a esa venida final de Cristo en gloria.
El Evangelio también nos habla de lo mismo. Es
Cristo predicando sobre ese momento. Y nos dice que será un momento en
que “el universo entero se conmoverá, pues verán al Hijo del hombre sobre
las nubes con gran poder y majestad. Y El enviará a sus Ángeles a
congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más
profundo de la tierra a lo más alto del cielo” (Mc. 13, 24-32).
Es bueno hacer notar que tanto la profecía de Daniel,
como el anuncio del Evangelio, se referían también a hechos que sucedieron ya
en la historia, pues así es la Palabra de Dios: para todo momento.
En el caso de Daniel, se refería a la persecución de los
judíos por parte de los reyes paganos. En el caso del Evangelio, se
trataba de la destrucción de Jerusalén. Pero en sentido pleno, estas
lecturas se refieren a la Parusía, al fin de los tiempos.
Otro punto interesante en ambas lecturas es la
participación de los Ángeles en favor de los elegidos. La lectura del
Libro de Daniel nos habla de San Miguel Arcángel, “el gran príncipe que
defiende a tu pueblo”. El Evangelio de hoy nos habla de todos los
Ángeles “encargados de reunir a todos los elegidos”.
Otro tema que toca el Señor en el Evangelio es el momento
en que esto sucederá. Y a pesar de que el momento no es lo más
importante, pues siempre tenemos que estar preparados, como bien nos indica
Jesús con varias parábolas, sí nos da el Señor en este Evangelio algún
indicio: “Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando
las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está
cerca. Así también, cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan
que el fin ya está cerca, ya está a la puerta”.
En ese momento seremos resucitados y reunidos
todos: unos resucitarán para una vida de felicidad eterna en el Cielo y
otros para una vida de condenación eterna en el Infierno. En ese momento
grandioso, inimaginable, esplendoroso, tal vez el momento más espectacular y
más importante de toda la historia humana, habrá “cielos nuevos y tierra
nueva” para los salvados. Será el Reinado definitivo de Cristo (cfr.
Ap. 21 y 1 Pe. 3, 10-13).
Con esta esperanza se comprende cómo -desde el comienzo
de la Iglesia hasta nuestros días- los cristianos, deseosos de volver a ver el
rostro glorioso de Cristo, han esperado siempre la Parusía y hasta han creído
sentirla muy próxima en algunos momentos de la historia de la humanidad.
De allí que con el deseo de ese momento toda la Iglesia ore con las palabras
finales de la Biblia: “Ven, Señor Jesús” (Ap. 22, 20).
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