Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado
en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los
santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida
eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes
Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe
y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de
Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese
amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo
Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros.
Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre
todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la
práctica del amor fraterno.
Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.
Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han
existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e
intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús:
«Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira
toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque
vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su
santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los
tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el
Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra
debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia
reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,1-12):
Viendo
la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y
tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los
mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que
lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa
de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados
seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas
anteriores a vosotros.»
Palabra del Señor
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de hoy nos indican una meta y un camino... La
meta: nuestra salvación... El Camino que nos lleva a esa meta es el
Camino de la Santidad, el Camino de las Bienaventuranzas que nos relata el
mismo Jesucristo en el Evangelio de hoy (Mt. 5, 1-12).
“La marca con el sello en la frente” que recibirán los
salvados y de la cual nos habla la Lectura del Apocalipsis (Ap. 7, 2-4 y
9-14) es para ”los servidores de nuestro Dios”, como también lo dice
esa Primera Lectura.
¿Y quién es “servidor de Dios”? Aquél que cumple
la Voluntad de Dios, aquél que busca hacer la Voluntad de Dios y no
su propia voluntad.
Ya en esto de ser “servidores” de Dios, vamos viendo cómo es
el Camino de la Santidad, ese Camino que nos lleva a la salvación, que nos
lleva a al felicidad eterna en el Cielo. Ser servidor es ser “esclavo”,
aunque ahora trate de evadirse ese vocablo por su significación
sociológica. Pero ¡qué apropiada es esa palabra para la vida espiritual!
El esclavo es aquél que no tiene voluntad propia, sino que
hace lo que su dueño le indica y le pide. Eso es lo que han sido los
Santos: “servidores de Dios”. Eso es lo que han hecho todos los
Santos con “S” mayúscula, reconocidos por la Iglesia como Santos. Y es
también lo que han hecho todos los santos anónimos que hoy recordamos en esta
Solemnidad de Todos los Santos.
Ellos han seguido el Camino... y nosotros también estamos
llamados a seguirlo: Todos - sin excepción. Todos estamos llamados a
ser Santos. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica, basándose en
el llamado de Cristo: “Todos los fieles de cualquier estado o régimen de
vida son llamados a la santidad”.
Pero la palabra “santidad”, a veces nos intimida y hasta nos
asusta, porque nos parece ¡demasiado! Sin embargo, recordemos que no sólo
es posible llegar al Cielo, sino que es ése el deseo de nuestro Padre Dios y de
Jesucristo, Su Hijo, y de Su Santo Espíritu. Para eso hemos sido creados
por Dios Padre, para eso vino Jesucristo a redimirnos, para eso contamos con
todas las gracias del Espíritu Santo.
La santidad es una exigencia evangélica que nos recuerda el
Magisterio de la Iglesia.
“Sed perfectos como Mi Padre es perfecto” (Mt. 5, 48).
“Así como el que os ha llamado es Santo, así también
vosotros sed santos en toda vuestra conducta” (1a.Pe. 15).
“Todos los fieles de cualquier estado o régimen de vida ...
son llamados a la santidad” (CIC #2013).
Pero nos parece la santidad algo inalcanzable. ¿Y por
qué lo ha de ser? ¿Por qué? ¿No somos nosotros exactamente iguales
a todos los que han llegado a ser Santos? ¿No somos iguales a tantos
santos anónimos, tal vez personas conocidas nuestras, y hasta parientes o
familiares, que han respondido al llamado del Señor a seguir Su Camino, para
llegar a la meta de la salvación?
Sepamos que la santidad para cada uno de nosotros no es
imposible: es perfectamente posible. Eso sí: lo que no se ha
dicho es que sea fácil. Eso no lo ha dicho nadie. La Santidad no es
fácil. Es un camino difícil. Pero no por difícil es
imposible. Sabemos que Dios nos quiere santos. Y si nos quiere
santos, sabemos que El nos da todas las gracias, es decir:
todas las ayudas que necesitamos para serlo.
¿Qué se requiere entonces para ser santos? Si Dios nos
da las gracias, ¿qué es lo que nosotros debemos poner? ¿En qué consiste
nuestro esfuerzo? Nuestro esfuerzo para alcanzar al santidad consiste en
responder a esas gracias de santificación que nos ayudan en nuestro Camino
hacia el Cielo.
Ser santo es seguir la Voluntad de Dios con la ayuda de
sus gracias. Ser santo es tratar de ser como Dios quiere que sea.
Es desear lo que Dios desea para mí. Es hacer lo que Dios quiere que yo
haga. Es reconocer a Dios como nuestro Dueño y no creernos independientes
de El. Es preferir la Voluntad de Dios en vez de la mía. Es decir
“sí” a Dios y decirme “no” a mí mismo.
Decíamos que la Santidad es posible, pero que no es
fácil. Y en el Evangelio de hoy vemos descrito el Camino de la
Santidad como el Camino de las Bienaventuranzas. Allí nos dice el Señor
que el sufrimiento es parte del Camino de Santidad.
Todas las Bienaventuranzas nos muestran que el Camino de
Santidad es un camino de sufrimiento, pues aún las que no se refieren
directamente al sufrimiento, indirectamente lo incluyen, pues para ser
misericordiosos, mansos, puros de corazón y pacíficos, debemos luchar contra
nuestra propia voluntad y aceptar con serenidad situaciones difíciles que nos
hacen sufrir. El sufrimiento no nos gusta, pero está incluido en el
Camino de Santidad.
Tenemos, entonces, un llamado a la santidad. Podemos
ser santos. Dios desea que seamos santos. El nos da todas las
gracias. ¿Las aprovechamos y tratamos de ser santos?
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