domingo, 24 de abril de 2016

«Que os améis unos a otros» (Evangelio dominical)


Hoy, Jesús nos invita a amarnos los unos a los otros. También en este mundo complejo que nos toca vivir, complejo en el bien y en el mal que se mezcla y amalgama. Frecuentemente tenemos la tentación de mirarlo como una fatalidad, una mala noticia y, en cambio, los cristianos somos los encargados de aportar, en un mundo violento e injusto, la Buena Nueva de Jesucristo.




En efecto, Jesús nos dice que «os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Y una buena manera de amarnos, un modo de poner en práctica la Palabra de Dios es anunciar, a toda hora, en todo lugar, la Buena Nueva, el Evangelio que no es otro que Jesucristo mismo.


«Llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Cor 4,7). ¿Cuál es este tesoro? El de la Palabra, el de Dios mismo, y nosotros somos los recipientes de barro. Pero este tesoro es una preciosidad que no podemos guardar para nosotros mismos, sino que lo hemos de difundir: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). De hecho, Juan Pablo II escribió: «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo».

Con esta confianza, anunciamos el Evangelio; hagámoslo con todos los medios disponibles y en todos los lugares posibles: de palabra, de obra y de pensamiento, por el periódico, por Internet, en el trabajo y con los amigos... «Que vuestro buen trato sea conocido de todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4,5).

Por tanto, y como nos recalca el Papa Juan Pablo II, hay que utilizar las nuevas tecnologías, sin miramientos, sin vergüenzas, para dar a conocer las Buenas Nuevas de la Iglesia hoy, sin olvidar que sólo siendo gente de buen trato, sólo cambiando nuestro corazón, conseguiremos que también cambie nuestro mundo.




Lectura del santo evangelio según san Juan (13,31-33a.34-35):




Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»

Palabra de Señor


COMENTARIO.

   


 Ya nos hemos olvidado de la Semana Santa, sin darnos cuenta de que aun estamos en Tiempo de Pascua, aun estamos en tiempo de celebración de la Resurrección de Cristo, el más grande acontecimiento de todos los tiempos... por lo menos para los que nos llamamos cristianos.

Y el misterio pascual, cuyo centro es la Resurrección de Cristo, se completará plenamente con nuestra propia resurrección. Todo creyente, entonces, está en espera de su propia resurrección. Y, más aún, espera también el establecimiento de la nueva Jerusalén, que baja del Cielo. Y no es invento, pues el Evangelista San Juan nos habla de esto en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis.

En efecto, San Juan nos refiere una visión que tuvo de un “Cielo nuevo y tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía. También vi que descendía del Cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén.” (Ap. 21, 1-5).


Para poder entender lo que nos describe San Juan, debemos tener en cuenta el momento en que esto sucede. Es el momento en que volverá Cristo para establecer su reinado definitivo. Es el momento en que Dios“hará nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5). Es el momento en que sucederá nuestra resurrección. Es el momento del fin del mundo.

Necesariamente se nos presenta esta pregunta: ¿Se acabará el mundo algún día? Es enseñanza de la Iglesia Católica, basada en las Sagradas Escrituras, que este mundo –tal como lo conocemos ahora- dejará de existir.

En efecto, la primera tierra, ésta en que vivimos, ya no existirá así como la conocemos, pues Juan dice haber visto en su visión, “que es Palabra de Dios y Testimonio solemne de Jesucristo” (Ap. 1, 2) una “tierra nueva”. Curioso que también hable de “Cielo nuevo”.


Y es lógico, porque -nos dice la Biblia Latinoamericana en sus comentarios- ese nuevo Cielo “no será un paraíso para ‘almas’ aisladas ni para puros Ángeles, sino una ciudad de seres humanos que han llegado a ser totalmente hijos de Dios”.

¡Por eso San Juan lo llama “Cielo nuevo”! Porque en ese momento ya nuestras almas se habrán unido a nuestros cuerpos y ya habremos sido transformados en seres gloriosos.

De eso precisamente se trata nuestra resurrección. Como la de Cristo. El ya resucitó. Y El nos prometió resucitarnos a nosotros. De eso precisamente se trata el fin del mundo.

Y todos resucitaremos. Nuestra meta es ese “Cielo nuevo”. Pero es el mismo San Juan quien nos advierte en su Evangelio: “Los que hicieron bien resucitarán para la Vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).


¿Y qué es esa “ciudad santa, la nueva Jerusalén” que baja del Cielo, vestida como una novia que “viene a desposarse con su prometido”? ¿Qué significa todo este simbolismo?

Al terminar la historia, al fin de los tiempos, descubriremos lo que Dios nos ha preparado: la Jerusalén Celestial. Pero no podemos siquiera imaginar cómo será, porque“ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el corazón humano puede imaginar lo que Dios tiene preparado para aquéllos que lo aman” (1 Cor. 2, 9). Es precisamente lo que trata de explicar San Juan con su visión de esa bellísima ciudad que baja del Cielo, es decir, que proviene del Cielo.

¿En qué consiste, entonces, la Jerusalén Celestial? “Es la morada de Dios con los hombres”. Esa nueva ciudad somos nosotros, pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, la novia del Cordero, que viene a unirse definitivamente a Dios: Dios viviendo en nosotros y nosotros en Dios. Algo así como los peces que están en el agua y el agua en los peces.

Notemos que San Juan nos informa que en esa “tierra nueva” ya no hay mar. Simbolismo curioso para indicar que ya no habrá turbulencia, ni agitación, tan propia de las preocupaciones terrenas. Habrá paz, paz verdadera, y seremos plenamente felices, lo que siempre hemos querido, lo que siempre hemos deseado. Y seremos así de felices, porque “Dios enjugará todas las lágrimas, y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas, ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”.

Estaremos en medio de una felicidad plena. Una felicidad tal que resulta inimaginable, pues sobrepasa infinitamente todos nuestros conceptos humanos. Y si la pudiéramos imaginar, tampoco podríamos describirla. Lo que nos queda es esperarla.


Por ahora nos toca esperar, esperar con fe y con confianza. Pero nuestra espera no debe ser de brazos cruzados. Mientras nos llega ese momento, debemos tratar de comenzar a vivir esa “morada de Dios con los hombres”.
Para eso nos dejó Jesús el “nuevo mandamiento del amor: ámense unos a otros, como Yo los he amado”, el cual aparece nuevamente en el Evangelio de hoy (Jn. 13, 31-35).

Este Evangelio es parte de las palabras del Señor a los Apóstoles en la Ultima Cena, enseguida de la salida de Judas del sitio donde estaban. Jesús habla allí de su próxima glorificación, que tendrá lugar con su pronta Resurrección. Nos habla de la glorificación que por El, recibe también el Padre. Se glorifican mutuamente Padre e Hijo y en ambas direcciones: del Padre al Hijo, del Hijo al Padre.

¿Cómo sucede esta glorificación? Sucede porque el Hijo cumple en todo la Voluntad del Padre, inclusive la muerte en la cruz. Luego es glorificado con su Resurrección.


Nosotros también esperamos nuestra glorificación, la cual tendrá lugar con nuestra propia resurrección, cuando Cristo venga a establecer su reinado definitivo. Pero antes, como dice la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch. 14, 21-27) “hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”.

No hay resurrección sin cruz. No hay gloria sin tribulación. Unos más, otros menos. Unos antes, otros después. Todo sufrimiento es para nuestra purificación con miras a esa glorificación futura. Todo sufrimiento aceptado en imitación a Cristo y en unión con su sufrimiento, sirve de modo privilegiado para nuestro bien espiritual y para bien de otros.

Así, no sólo seremos glorificados, sino que daremos gloria a Dios desde aquí en esta vida terrena. Como el Padre al Hijo y el Hijo al Padre. Es lo que vivieron Pablo y Bernabé en sus recorridos por las comunidades paganas que se iban convirtiendo al Evangelio.
   
Eran verdaderos instrumentos del Señor y así lo señalan: “Al llegar reunieron a la comunidad y les contaron lo que había hecho Dios por medio de ellos y cómo les había abierto a los paganos las puertas de la fe”.

Y esto sucedía, no sólo por su trabajo evangelizador, necesario -por supuesto- y por los prodigios que Dios realizaba a través de ellos, como el caso del tullido de nacimiento que acababa de sanar el Señor por medio de Pablo (cf. Hch. 14, 8), sino que sucedía también porque sabían aceptar todas las tribulaciones causadas al tratar de difundir el Evangelio (cf. Hch. 14, 19).

Ese amor de amarnos como El nos ha amado, el cual nos pide Jesús en este Evangelio, es exigente, pues -pensemos bien- El nos amó a tal extremo que se dejó matar por nosotros, por nuestra salvación, para luego ser glorificado y glorificarnos a nosotros también.


Ese amor exige nuestra entrega total a Dios y nuestra disponibilidad de servicio a los hermanos. Entregados a Dios, El sabrá cómo usar nuestra entrega y nuestra disponibilidad en bien de nuestros hermanos. El irá indicando el camino de nuestro servicio a los demás.

Así se va construyendo la Nueva Jerusalén desde aquí, pues Dios comienza a establecer su morada en medio de nosotros y a establecer su Reino de justicia y de gracia, de amor y de paz. Que así sea.


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