Hoy, Jesús nos invita a amarnos los unos a los otros.
También en este mundo complejo que nos toca vivir, complejo en el bien y en el
mal que se mezcla y amalgama. Frecuentemente tenemos la tentación de mirarlo
como una fatalidad, una mala noticia y, en cambio, los cristianos somos los
encargados de aportar, en un mundo violento e injusto, la Buena Nueva de
Jesucristo.
En efecto, Jesús nos dice que «os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Y una buena manera de amarnos, un modo de poner en práctica la Palabra de Dios es anunciar, a toda hora, en todo lugar, la Buena Nueva, el Evangelio que no es otro que Jesucristo mismo.
«Llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Cor 4,7). ¿Cuál es este
tesoro? El de la Palabra, el de Dios mismo, y nosotros somos los recipientes de
barro. Pero este tesoro es una preciosidad que no podemos guardar para nosotros
mismos, sino que lo hemos de difundir: «Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).
De hecho, Juan Pablo II escribió: «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo
no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo».
Con esta confianza, anunciamos el Evangelio; hagámoslo con todos los medios disponibles y en todos los lugares posibles: de palabra, de obra y de pensamiento, por el periódico, por Internet, en el trabajo y con los amigos... «Que vuestro buen trato sea conocido de todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4,5).
Por tanto, y como nos recalca el Papa Juan Pablo II, hay que utilizar las nuevas tecnologías, sin miramientos, sin vergüenzas, para dar a conocer las Buenas Nuevas de la Iglesia hoy, sin olvidar que sólo siendo gente de buen trato, sólo cambiando nuestro corazón, conseguiremos que también cambie nuestro mundo.
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del
hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios
lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de
estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros;
como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que
conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»
Palabra de Señor
Palabra de Señor
COMENTARIO.
Ya nos hemos olvidado de la Semana Santa, sin darnos cuenta
de que aun estamos en Tiempo de Pascua, aun estamos en tiempo de celebración de
la Resurrección de Cristo, el más grande acontecimiento de todos los tiempos...
por lo menos para los que nos llamamos cristianos.
Y el misterio pascual, cuyo centro es la Resurrección de
Cristo, se completará plenamente con nuestra propia resurrección. Todo
creyente, entonces, está en espera de su propia resurrección. Y, más aún,
espera también el establecimiento de la nueva Jerusalén, que baja del Cielo. Y
no es invento, pues el Evangelista San Juan nos habla de esto en el último
libro de la Biblia, el Apocalipsis.
En efecto, San Juan nos refiere una visión que tuvo de un “Cielo
nuevo y tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían
desaparecido y el mar ya no existía. También vi que descendía del Cielo, desde
donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén.” (Ap. 21, 1-5).
Para poder entender lo que nos describe San Juan, debemos
tener en cuenta el momento en que esto sucede. Es el momento en que volverá
Cristo para establecer su reinado definitivo. Es el momento en que Dios“hará
nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5). Es el momento en que sucederá nuestra
resurrección. Es el momento del fin del mundo.
Necesariamente se nos presenta esta pregunta: ¿Se acabará el
mundo algún día? Es enseñanza de la Iglesia Católica, basada en las Sagradas
Escrituras, que este mundo –tal como lo conocemos ahora- dejará de existir.
En efecto, la primera tierra, ésta en que vivimos, ya no
existirá así como la conocemos, pues Juan dice haber visto en su visión, “que
es Palabra de Dios y Testimonio solemne de Jesucristo” (Ap. 1, 2) una “tierra
nueva”. Curioso que también hable de “Cielo nuevo”.
Y es lógico, porque -nos dice la Biblia Latinoamericana en
sus comentarios- ese nuevo Cielo “no será un paraíso para ‘almas’ aisladas ni
para puros Ángeles, sino una ciudad de seres humanos que han llegado a ser
totalmente hijos de Dios”.
¡Por eso San Juan lo llama “Cielo nuevo”! Porque
en ese momento ya nuestras almas se habrán unido a nuestros cuerpos y ya
habremos sido transformados en seres gloriosos.
De eso precisamente se trata nuestra resurrección. Como la
de Cristo. El ya resucitó. Y El nos prometió resucitarnos a nosotros. De eso
precisamente se trata el fin del mundo.
Y todos resucitaremos. Nuestra meta es ese “Cielo
nuevo”. Pero es el mismo San Juan quien nos advierte en su Evangelio: “Los
que hicieron bien resucitarán para la Vida; pero los que obraron el mal
resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).
¿Y qué es esa “ciudad santa, la nueva Jerusalén” que
baja del Cielo, vestida como una novia que “viene a desposarse con su
prometido”? ¿Qué significa todo este simbolismo?
Al terminar la historia, al fin de los tiempos,
descubriremos lo que Dios nos ha preparado: la Jerusalén Celestial. Pero no
podemos siquiera imaginar cómo será, porque“ni el ojo vio, ni el oído escuchó,
ni el corazón humano puede imaginar lo que Dios tiene preparado para aquéllos
que lo aman” (1 Cor. 2, 9). Es precisamente lo que trata de explicar San
Juan con su visión de esa bellísima ciudad que baja del Cielo, es decir, que
proviene del Cielo.
¿En qué consiste, entonces, la Jerusalén Celestial? “Es
la morada de Dios con los hombres”. Esa nueva ciudad somos nosotros,
pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, la novia del Cordero, que viene a unirse
definitivamente a Dios: Dios viviendo en nosotros y nosotros en Dios. Algo así
como los peces que están en el agua y el agua en los peces.
Notemos que San Juan nos informa que en esa “tierra
nueva” ya no hay mar. Simbolismo curioso para indicar que ya no habrá
turbulencia, ni agitación, tan propia de las preocupaciones terrenas. Habrá
paz, paz verdadera, y seremos plenamente felices, lo que siempre hemos querido,
lo que siempre hemos deseado. Y seremos así de felices, porque “Dios
enjugará todas las lágrimas, y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas, ni
llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”.
Estaremos en medio de una felicidad plena. Una felicidad tal
que resulta inimaginable, pues sobrepasa infinitamente todos nuestros conceptos
humanos. Y si la pudiéramos imaginar, tampoco podríamos describirla. Lo que nos
queda es esperarla.
Por ahora nos toca esperar, esperar con fe y con confianza.
Pero nuestra espera no debe ser de brazos cruzados. Mientras nos llega ese
momento, debemos tratar de comenzar a vivir esa “morada de Dios con los
hombres”.
Para eso nos dejó Jesús el “nuevo mandamiento del amor:
ámense unos a otros, como Yo los he amado”, el cual aparece nuevamente en
el Evangelio de hoy (Jn. 13, 31-35).
Este Evangelio es parte de las palabras del Señor a los
Apóstoles en la Ultima Cena, enseguida de la salida de Judas del sitio donde
estaban. Jesús habla allí de su próxima glorificación, que tendrá lugar con su
pronta Resurrección. Nos habla de la glorificación que por El, recibe también
el Padre. Se glorifican mutuamente Padre e Hijo y en ambas direcciones: del
Padre al Hijo, del Hijo al Padre.
¿Cómo sucede esta glorificación? Sucede porque el Hijo
cumple en todo la Voluntad del Padre, inclusive la muerte en la cruz. Luego es
glorificado con su Resurrección.
Nosotros también esperamos nuestra glorificación, la cual
tendrá lugar con nuestra propia resurrección, cuando Cristo venga a establecer
su reinado definitivo. Pero antes, como dice la Primera Lectura de los Hechos
de los Apóstoles (Hch. 14, 21-27) “hay que pasar muchas tribulaciones para
entrar en el Reino de Dios”.
No hay resurrección sin cruz. No hay gloria sin tribulación.
Unos más, otros menos. Unos antes, otros después. Todo sufrimiento es para
nuestra purificación con miras a esa glorificación futura. Todo sufrimiento
aceptado en imitación a Cristo y en unión con su sufrimiento, sirve de modo
privilegiado para nuestro bien espiritual y para bien de otros.
Así, no sólo seremos glorificados, sino que daremos gloria a
Dios desde aquí en esta vida terrena. Como el Padre al Hijo y el Hijo al Padre.
Es lo que vivieron Pablo y Bernabé en sus recorridos por las comunidades
paganas que se iban convirtiendo al Evangelio.
Y esto sucedía, no sólo por su trabajo evangelizador,
necesario -por supuesto- y por los prodigios que Dios realizaba a través de
ellos, como el caso del tullido de nacimiento que acababa de sanar el Señor por
medio de Pablo (cf. Hch. 14, 8), sino que sucedía también porque
sabían aceptar todas las tribulaciones causadas al tratar de difundir el
Evangelio (cf. Hch. 14, 19).
Ese amor de amarnos como El nos ha amado, el cual nos pide
Jesús en este Evangelio, es exigente, pues -pensemos bien- El nos amó a tal
extremo que se dejó matar por nosotros, por nuestra salvación, para luego ser
glorificado y glorificarnos a nosotros también.
Ese amor exige nuestra entrega total a Dios y nuestra
disponibilidad de servicio a los hermanos. Entregados a Dios, El sabrá cómo
usar nuestra entrega y nuestra disponibilidad en bien de nuestros hermanos. El
irá indicando el camino de nuestro servicio a los demás.
Así se va construyendo la Nueva Jerusalén desde aquí, pues
Dios comienza a establecer su morada en medio de nosotros y a establecer su
Reino de justicia y de gracia, de amor y de paz. Que así sea.
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