domingo, 10 de abril de 2016

Y nosotros, amamos al Señor? (Evangelio dominical)



Cuando en la vida nos sucede algún fracaso o momentos difíciles, casi todos nos solemos refugiar en lo seguro. Nos despiden del trabajo, nos dan un diagnóstico médico, se rompe una relación… y buscamos en lo que hacemos habitualmente, el no darle vueltas a la cabeza. Por eso los discípulos han regresado a lo suyo, parece que su aventura ha terminado y lo normal es volver a su antigua profesión de pescadores, han escapado a Galilea. Es lo que saben hacer y es muy razonable, Pedro les dice: “Me voy a pescar. Ellos contestan: Vamos también nosotros contigo” y allí se hubieran quedado.


Pero: “Aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: No”. Así estamos, toda la noche bregando en lo nuestro y no hemos cogido ni un boquerón, estamos vacíos sin la presencia del resucitado, sin ideas claras sobre lo que hacer, aunque Él nos había llamado a ser pescadores de hombres. Sólo cuando con sinceridad uno reconoce sus carencias: “no tengo nada”, (al que está lleno de todo en nuestra sociedad le cuesta ver más allá), es capaz de atreverse a comenzar algo nuevo, de ilusionarse como un muchacho y volver a echar las redes.



Lectura del santo evangelio según san Juan (21,1-19):


En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. 
Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar.» 
Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo.» 
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. 
Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» 
Ellos contestaron: «No.» 
Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.» 
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor.» 
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. 
Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger.» 
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. 
Jesús les dice: «Vamos, almorzad.» 
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. 
Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» 
Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» 
Jesús le dice: «Apacienta mis corderos.» 
Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» 
Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» 
Él le dice: «Pastorea mis ovejas.» 
Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» 
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.» 
Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.» Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. 
Dicho esto, añadió: «Sígueme.»

Palabra del Señor


COMENTARIO



Jesús resucitado sorprendió varias veces a sus Apóstoles y discípulos apareciéndoseles en las maneras más inesperadas. Una de estas apariciones, la tercera, fue en la playa del Lago de Tiberíades. Nos la narra el Evangelio de hoy (Jn. 21, 1-19). Estaban siete de ellos en una barca, regresando de una noche de pesca infructuosa y, al amanecer, “alguien” les dijo desde la orilla: “Muchachos, ¿han pescado algo..? Echen las redes a la derecha de la barca y encontrarán peces”.

Sorprende la docilidad de los Apóstoles quienes, sin la menor observación, obedecieron en el acto. Y sorprende, porque todavía no se habían dado cuenta que era “el Señor”. Puede haber sido que en su interior recordaran la otra pesca milagrosa en el mismo Lago de Genesaret o Tiberíades, cuando Jesús aún no había muerto y resucitado (Lc. 5, 4-11).Y por eso obedecen a este “desconocido” que les dice que hay pesca justo al lado de ellos.

¡Cuántas veces nos habla el Señor desde la orilla y no le reconocemos! Nos pasa como a los Apóstoles, pero no hacemos como ellos, sino que nos damos el lujo de despreciar las instrucciones del mismo Dios. Y -peor aún- cuántas veces, sabiendo que es El quien nos pide algo, no le hacemos caso, francamente le decimos que no o le ponemos dificultades, diciéndole que mejor dejamos el asunto para otro momento.

Pero el Señor siempre está a la orilla, esperándonos, esperando que nos desocupemos de “nuestras cosas”, esperando que le reconozcamos, que oigamos su voz y atendamos sus instrucciones.

¡Cuántas veces nos desgastamos pescando por nosotros mismos en el mar de nuestro quehacer diario, de nuestras preocupaciones cotidianas, de las presiones del trabajo y de estudio, sin escuchar al Señor y sin aprovechar su voz que nos guía! ¡Cómo se nos olvida que debemos buscar primero el Reino de Dios y que todo lo demás se nos dará“por añadidura” (Lc. 12, 31), todo lo demás se nos dará como bonificación extra, si realmente primero buscamos a Dios y hacemos su Voluntad!

Nos dice este relato que pescaron 153 peces y se impresiona el Evangelista San Juan, uno de estos pescadores, porque “a pesar de que eran tantos, no se rompió la red”. Milagro grande la pesca abundante, milagro pequeño que la red resistiera.


No siempre Dios interviene en forma que podamos decir sea milagrosa. Pero Dios siempre está presente y si nos fijamos bien, nos suceden una serie de “coincidencias”, que son como pequeños milagros en que Dios permanece anónimo ... si no nos damos cuenta de su presencia, si estamos tan ciegos que no vemos su intervención. Y la ceguera nos viene porque tenemos puestos los lentes opacos de la mundaneidad, que no nos dejan ver las manifestaciones de Dios en nuestra vida.

Pero ... volvamos a nuestra escena evangélica: la red llena de peces. ¿Se habrán recordado los cinco Apóstoles que en el momento que Jesús les pidió que lo siguieran, les había prometido hacerlos “pescadores de hombres” (Mt. 4, 19 y Mc. 1, 17).

¿Se habrá recordado San Pedro que enseguida de la otra pesca milagrosa Jesús le ratificó lo mismo a él personalmente: “serás pescador de hombres”? (Lc. 5, 10). ¿Habrán intuido los Apóstoles la relación entre esta pesca de peces y la pesca de hombres que tendrían que comenzar ahora?


El hecho es que Juan, el más joven, el discípulo amado, se da cuenta de quién es el hombre en la playa: “¡Es el Señor!”. Y San Pedro, el impetuoso, le pareció que para ver de nuevo a Jesús Resucitado era demasiado largo el tiempo que tomaba llevar la barca a la orilla ... y saltó al agua.

¿Nos apuramos nosotros y saltamos rápidamente, para encontrarnos con El Señor en la oración, en la Comunión, en la Confesión, o le damos larga a nuestros encuentros con Dios, porque tenemos encuentros más interesantes o cuestiones más importantes que hacer?

¡Qué delicadeza la del Señor! Los invita a desayunar. En la Ultima Cena les sirvió lavándoles los pies. Aquí, el Resucitado, les tiene preparadas las brasas para cocinar lo que habían pescado y pan para acompañar el pescado.


El Señor sabe que tiene que fortalecer la fe en su Resurrección a sus “pescadores de hombres” y no sólo les cocina, sino que come con ellos para que se den cuenta que no es un espíritu (Lc. 24, 39), sino que es El mismo vuelto a la vida. Pero debemos darnos cuenta, como se dieron cuenta los Apóstoles, que Jesús no tiene la misma vida que tenía antes, sino a una vida gloriosa. ¡Es Cristo Resucitado, anuncio de nuestra futura resurrección!

Y no sólo comparte con ellos este desayuno playero a orillas del lago, sino que aprovecha esta aparición suya, para dejarles instrucciones muy importantes.
A San Pedro le pregunta: “¿Me amas más que éstos?”. Y no se lo pregunta una sola vez, sino tres. Triple requerimiento de amor que se contrapone a la triple negación que Pedro le hizo durante la Pasión. Y Pedro, nos dice el Evangelio, se entristeció.

¿Por qué el dolor de Pedro? Debe haber recordado, por supuesto, cuando le dijo a Jesús que estaba dispuesto a morir por El, cuando le aseguró que nunca lo negaría. Y ¿por qué no pudo cumplirle? Porque se confió en sus propias fuerzas y tuvo miedo a correr la misma suerte que Jesús. Debe haberse dado cuenta de la seguridad que ahora el Señor le requería, cuando lo estaba dejando encargado del rebaño: “Apacienta mis corderos ... Pastorea mis ovejas ... Apacienta mis ovejas”.


Y ¿nosotros? ¿Podemos decirle al Señor que sí lo amamos, que sí nos entregamos a El y a su Voluntad ... sea cual fuere? ¿Sea que nos quiera hacer pastores o que nos quiera hacer ovejas fieles? ¿Sea que dejemos aquel pecado al que estamos apegados y que no nos deja libres para seguirle ... sea que le sigamos con esa cruz que nos es pesada porque no la hemos abrazado como El abrazó la suya?

¿Podremos responderle como Pedro: tres veces, sí te amo, Señor? ¿Nos entristecemos como Pedro por tantas veces que hemos entristecido a Jesús?

¿Tememos que nuestro sí no sea tan seguro, porque podríamos repetir los pecados ya confesados? ¿Tenemos miedo de prometer como Pedro que nunca negaría al Señor y que estaba dispuesto a morir con El, y no cumplir?


Puede ser, porque sabemos que nuestro sí de hoy no es garantía segura, pues somos débiles, pero confiando en la gracia divina y realmente queriendo ser fieles a Dios, la guerra está ganada, aunque perdamos una que otra batalla, en la lucha contra el pecado.

Y recordemos que el Señor no espera que seamos impecables sino que, confiados en El, pongamos todo nuestro deseo y volvamos a El cada vez que perdamos una batalla contra el pecado, acogiéndonos a su Misericordia Infinita en el Sacramento de la Confesión.

Sobre todo, tengamos muy en cuenta que, en la lucha contra las tentaciones, no podemos confiar en nosotros mismos. Nos puede suceder como a Pedro. En realidad, no podemos confiar en nosotros mismos para nada. Siempre orar, pero más que nunca en la tentación. “El que ora se salva y el que no ora se condena” (San Alfonso María de Ligorio).



Mientras el Evangelio nos muestra a Cristo Resucitado, revelándose en la tierra a sus Apóstoles, en la Segunda Lectura del Libro del Apocalipsis (Ap. 5, 11-14) el mismo Apóstol San Juan, uno de los pescadores de ese día en el Lago de Tiberíades, testigo de Cristo Resucitado en la tierra, nos narra la visión que tuvo del momento de la entrada del Cordero inmolado al Cielo, ahora glorioso.

Por El y por Dios Padre (“el que está sentado en el Trono”) cantan todas las criaturas, del Cielo y de la tierra, toda la creación: “alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos”.

“Y los cuatros vivientes respondían: ‘Amén’.” (Aunque para algunos los cuatro vivientes son la representación de los cuatro Evangelistas, la interpretación más coherente y teológica, dado que éstos seres dirigen la Liturgia Celestial, es que ellos simbolizan cuatro aspectos de Jesús: León, venció el León de la Tribu de David; Novillo –fue ofrecido en sacrificio: Hombre ­-Hijo del Hombre; Aguila –subió al Cielo. Esta interpretación es la de San Victorino y San Ambrosio, tomada del Curso sobre el Apocalipsis de San Juan del Padre Alain Marie de Lassus de la Comunidad de San Juan) (*)

Y los veinticuatro ancianos” (el pueblo de Dios fiel) “se postraron en tierra y adoraron al que vive por los siglos de los siglos”.


La Primera Lectura (Hech. 5, 27-32 y 40-41) nos muestra a un San Pedro fortalecido, ya después de Pentecostés, sin miedo alguno, cumpliendo su “Señor, Tú sabes que te amo”,entregándose a los designios divinos y realizando su misión de Pastor, respondiendo al jefe religioso de los judíos, el Sumo Sacerdote, que presidía el Sanedrín, organismo máximo de justicia civil y de asuntos religiosos en Israel.

“Primero hay que obedecer a Dios ante que a los hombres”, le responde decidido San Pedro.Da testimonio de Jesús resucitado: “El Dios de nuestros Padres resucitó a Jesús”.Culpa a los culpables de la muerte del Salvador de Israel, con toda claridad y franqueza: “a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz”.

¡Qué diferentes estos Apóstoles a los que vimos cuando la Pasión! Han recibido ya el Espíritu Santo, que “Dios da a los que le obedecen”, tal como nos dice San Pedro en este discurso. Y es así como no temen los castigos que les puedan acarrear sus veraces respuestas y sus francos testimonios. Los mandaron a flagelar, y más bien estuvieron“felices de haber sufrido esos ultrajes por el nombre de Jesús”.


Cristo, entonces, requiere el amor de parte de todos sus seguidores, pero más aún de los que van a ser sus pastores. Por supuesto, más aún de Pedro, a quien dejaba como Pastor Supremo, como el primer Papa de su Iglesia.

¿Y qué amor requiere Cristo de nosotros y de sus pastores? Amor es entrega, entrega absoluta a los designios de Dios y a su Voluntad. Entrega total hasta desgastarnos -si fuera necesario- en el servicio a El y a los demás, en la pesca de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, niños y ancianos, que aún sigue y que nosotros debemos continuar, mucho más en este momento en que parece necesario re-evangelizar al mundo que nos rodea, difundiendo, como Cristo nos ha pedido, “la Buena Nueva a toda la creación” (Mc. 16, 15).






Fuentes:
Sagradas Escrituras.
Homilias.org
Ciudadredonda.org

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