Hoy leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas.
Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar
nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de
sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc
18,13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce,
será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18,14).
La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).
La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).
La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho auto-engaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».
El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».
Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso» (San Juan Crisóstomo).
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las
Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la
oración. Esta vez, de una oración humilde. Y al decir humilde,
decimos “veraz”; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de
Jesús- “la humildad no es más que andar en verdad”
¿Y cuál es
nuestra verdad? Que no somos nada... Aunque creamos lo contrario,
realmente no somos nada ante Dios. Pensemos solamente de quién dependemos
para estar vivos o estar muertos. ¿En manos de Quién están los latidos de
nuestro corazón? ¿En manos nuestras o en manos de Dios?
Hay que
reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para
poder “andar en verdad”. Porque a veces nos pasa como al Fariseo del
Evangelio (Lc. 18, 9-14), que no se daba cuenta cómo era realmente y
se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.
El
mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista. No
se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir,
pecadores... pues todos somos pecadores... todos sin excepción.
La exigencia
de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante
Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios. Y nuestra
realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que El no nos haya dado,
que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros. Esa “realidad”
es nuestra “verdad”.
Comencemos
hablando del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros
pecados ante Dios. A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos
recordar que cuando hemos pecado, El está continuamente esperando que
reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al
Sacerdote.
Recordemos
que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo
por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7).
Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta ... sea cual fuere.
Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave. O bien un defecto
que hay que corregir.
Pero si
tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran
cosa: muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados,
etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel
engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace
inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a
Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como
la del Fariseo.
Podríamos,
entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando
de ese pecado que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.
La verdad es
que la virtud de la humildad es despreciada en este tiempo. En nuestros
ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de
Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al
soberbio” (Salmo 137).
Por eso dice
el Señor al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél
que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su
bajeza). Y lo contrario sucede al que se enaltece. Dice el Señor
que será humillado, será rebajado.
Pero
decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido
más amplio. Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos
comportamos como si fuéramos independientes de Dios. Y muchos podemos
caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que
dependemos totalmente de Dios... aún para que nuestro corazón palpite.
Entonces...
¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de
auto-capacitados?
Nuestra
oración debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor,
conocer quién soy yo y Quien eres Tú”. Pedir esa gracia de ver
nuestra realidad, es desear “andar en verdad”.
Y al
comenzar a “andar en verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios,
que nada podemos sin El, que nada tenemos sin El. Así podremos darnos
cuenta que es un engaño creernos auto-suficientes e independientes de Dios,
auto-estimables y auto-capacitados.
Y como
criaturas dependientes de El, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes,
a sus deseos, a sus modos de ver las cosas. En una palabra, debemos
reconocernos dependientes de Dios.
Podremos
darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los
planes que nosotros nos hemos hecho solicitando a Dios su colaboración para con
esos planes y deseos. Podremos darnos cuenta que nuestra oración
debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando
cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los
nuestros.
Sobra
agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los
nuestros. “Así como distan el Cielo de la tierra, así distan mis
caminos de vuestros caminos, mis planes de vuestros planes” (Is. 55, 3).
Reconociéndonos
dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser
humilde, será también veraz.
Podrá darse
en nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo. o Sir. 35, 15-17;
20-22): “Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído ... La oración del
humilde atraviesa las nubes”. Es decir quien se reconoce servidor de
Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su
Dueño, ése es oído.
En la
Segunda Lectura (2 Tim. 4, 6-8; 16-18) San Pablo nos habla de
haber “luchado bien el combate, correr hasta la meta y perseverar en la
fe”, y así recibir “la corona merecida, con la que el Señor nos
premiará en el día de su advenimiento”. Condición indispensable para
luchar ese combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el
final, es -sin duda- la oración. Pero una oración humilde, entregada,
confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.
Reflexionemos,
entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios: creaturas
dependientes de su Creador? ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de
presentarnos ante Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración humilde,
veraz? ¿Oramos con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos
que nada somos ante El?
Entonces,
ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera una de
adoración. Y… ¿qué es adorar a Dios?
Es
reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en
verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño,
yo le pertenezco. Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa
dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a
El y a su Voluntad.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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