Hoy, contemplamos cómo Jesús, después de despedir a los
Apóstoles y a la gente, se retira solo a rezar. Toda su vida es un diálogo
constante con el Padre, y, con todo, se va a la montaña a rezar. ¿Y nosotros?
¿Cómo rezamos? Frecuentemente llevamos un ritmo de vida atareado, que acaba
siendo un obstáculo para el cultivo de la vida espiritual y no nos damos cuenta
de que tan necesario es “alimentar” el alma como alimentar el cuerpo. El
problema es que, con frecuencia, Dios ocupa un lugar poco relevante en nuestro
orden de prioridades. En este caso es muy difícil rezar de verdad. Tampoco se
puede decir que se tenga un espíritu de oración cuando solamente imploramos
ayuda en los momentos difíciles.
Encontrar tiempo y espacio para la oración pide un requisito previo: el deseo de encuentro con Dios con la conciencia clara de que nada ni nadie lo puede suplantar. Si no hay sed de comunicación con Dios, fácilmente convertimos la oración en un monólogo, porque la utilizamos para intentar solucionar los problemas que nos incomodan. También es fácil que, en los ratos de oración, nos distraigamos porque nuestro corazón y nuestra mente están invadidos constantemente por pensamientos y sentimientos de todo tipo. La oración no es charlatanería, sino una sencilla y sublime cita con el Amor; es relación con Dios: comunicación silenciosa del “yo necesitado” con el “Tú rico y trascendente”. El gusto de la oración es saberse criatura amada ante el Creador.
Encontrar tiempo y espacio para la oración pide un requisito previo: el deseo de encuentro con Dios con la conciencia clara de que nada ni nadie lo puede suplantar. Si no hay sed de comunicación con Dios, fácilmente convertimos la oración en un monólogo, porque la utilizamos para intentar solucionar los problemas que nos incomodan. También es fácil que, en los ratos de oración, nos distraigamos porque nuestro corazón y nuestra mente están invadidos constantemente por pensamientos y sentimientos de todo tipo. La oración no es charlatanería, sino una sencilla y sublime cita con el Amor; es relación con Dios: comunicación silenciosa del “yo necesitado” con el “Tú rico y trascendente”. El gusto de la oración es saberse criatura amada ante el Creador.
Oración y vida cristiana van unidas, son inseparables. En este sentido, Orígenes nos dice que «reza sin parar aquel que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos considerar realizable el principio de rezar sin parar». Sí, es necesario rezar sin parar porque las obras que realizamos son fruto de la contemplación; y hechas para su gloria. Hay que actuar siempre desde el diálogo continuo que Jesús nos ofrece, en el sosiego del espíritu. Desde esta cierta pasividad contemplativa veremos que la oración es el respirar del amor. Si no respiramos morimos, si no rezamos expiramos espiritualmente.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (17,11-19):
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
Palabra del Señor
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de hoy nos hablan de dos sanaciones: una
narrada en el Antiguo Testamento -la del leproso Naamán- y otra del Nuevo
Testamento -la de los diez leprosos.
Con motivo de estos textos es bueno referirnos a las maneras
en que Dios puede sanar. Vemos cómo en la Primera Lectura(2Re. 5, 14-17) el
Profeta Eliseo manda a Naamán a bañarse siete veces en las aguas del río Jordán
y, luego de hacerlo -dice la Escritura- “su carne quedó limpia como la de
un niño”.
Por cierto no está esto en la parte del texto que hemos
leído hoy, pero Naamán, que era el general del ejército de Siria, hombre
poderoso y engrandecido, llegó con toda pompa y poder a Israel y se sintió
ofendido porque el Profeta Eliseo no lo había recibido y solamente le mandó a
decir que se bañara en el Jordán.
Naamán se disgustó y cuando se disponía
a volverse a su país, diciendo que los ríos de Siria eran mejores que los de
Israel, sus servidores lo convencieron de hacer lo que el Profeta le había
indicado.
En este caso vemos a Dios sanando a una sola persona
(Naamán) a través de un instrumento suyo (el Profeta Eliseo), sin siquiera
estar éste presente, con unas instrucciones muy precisas (bañarse 7 veces en un
río).
En el caso de la curación de los 10 leprosos del Evangelio
es una sanación colectiva, hecha directamente por Dios (por Jesucristo), sin
estar El presente mientras la sanación sucedía (recordemos que los leprosos se
sanaron mientras iban a presentarse a los sacerdotes).
Otras veces Jesucristo sanó -por ejemplo- utilizando barro
para untar en los ojos de un ciego; es decir, utilizando una sustancia (Jn.
9, 1-41).
Otras veces dando una orden:“Levántate, toma tu camilla y
anda” (Mt. 9, 6), le dijo a un paralítico.
O también como al criado del Oficial romano, a quien sanó
sin siquiera ir hasta donde estaba el enfermo (Mt. 8, 5-12).
O como a la hemorroísa a quien sanó al ella tocar el manto
de Jesús (Mt. 9. 20-22).
Otras veces fueron los Apóstoles los instrumentos que el
Señor usó para sanar, como leemos en los Hechos de los Apóstoles(Hech. 3, 3-7).
Todos estos ejemplos son para indicar que Dios es Quien
sana, y que Dios sana a quién quiere, dónde quiere, cuándo quiere y cómo
quiere... porque Dios es soberano. Es decir: es dueño de
nuestra vida y de nuestra salud. Y nuestra Fe consiste, no sólo en creer
que Dios puede sanarnos, sino también en aceptar que El es soberano para
sanarnos o no, y también para escoger la forma, el medio, el momento en
que nos sanará.
Es así como Dios podría sanarnos milagrosamente. Hoy
también se dan los milagros -“aunque Ud. no lo crea”-. Y cuando el
Señor actúa así (extraordinariamente) lo hace para vitalizar la Fe de las
personas: la del mismo enfermo, la de las personas alrededor de éste y la de
los que reciban ese testimonio.Dios sigue haciendo milagros hoy en día.
Para cada canonización la Iglesia Católica requiere de un milagro
comprobado. Para nombrar sólo un caso: en el proceso de
beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, se dio a conocer un milagro
impresionante, no sólo por la gravedad de la enferma, sino porque la curación
tuvo lugar en un asilo de las Hermanas de la Caridad, congregación fundada por
ella, sucedió el día aniversario de su muerte, es decir de su llegada al Cielo
y, adicionalmente, habiéndosele colocado a la paciente un escapulario que había
estado en contacto con el cuerpo de nuestra futura santa, la Beata Teresa de
Calcuta
Sin embargo, en toda sanación el principal milagro es la
conversión. Naamán -el leproso de la Primera Lectura- se convirtió al
Dios de Israel: reconoció que no había otro Dios. El Señor suele
acompañar sus sanaciones de un llamado a la conversión:“Tus pecados te son
perdonados” - “Tu Fe te ha salvado” - “No peques más” - etc.
El Señor sana y sigue sanando. Sana cuerpos y sana
almas. No importa el medio que use: puede hacerlo directamente, o a
través de un instrumento escogido por El, o a través de médicos y medicinas.
Pero sucede que la mayoría de los médicos creen que ellos son los que sanan,
sin darse cuenta que también ellos son instrumentos de Dios, pues si Dios, que
es soberano, no lo quisiera, tampoco se sanarían sus pacientes.
Quien sana es Dios. Y si algún enfermo sana a través
de alguna persona, es porque Dios ha actuado. Jesucristo sanó
directamente y realizó toda clase de milagros, no sólo de sanaciones, sino de
revivificaciones, que son manifestaciones más extraordinarias aún que las
curaciones. Y, además, realizó el más grande de los milagros: su propia
Resurrección.
Por eso con el Salmo 97 alabamos al Señor
por las maravillas que hace, porque nos muestra su lealtad y su amor y nos da a
conocer su victoria.
Es importante tener una Fe, una Fe que cree que Dios es Todopoderoso y, además, soberano. Una Fe que acepta la Voluntad de Dios, que acepta que seamos sanados o no. Una Fe que, si se trata de que seamos sanados, acepta la sanación en la manera que Dios escoja. Una Fe agradecida, como la de Naamán, que alaba a Dios, construyéndole un altar, y como la del leproso que regresa a dar gracias a Jesús. Una Fe que recuerda que la principal sanación es la sanación del alma, que luego de una enfermedad física o de una enfermedad espiritual, nuestra alma queda re-establecida en Dios.
Es importante tener una Fe, una Fe que cree que Dios es Todopoderoso y, además, soberano. Una Fe que acepta la Voluntad de Dios, que acepta que seamos sanados o no. Una Fe que, si se trata de que seamos sanados, acepta la sanación en la manera que Dios escoja. Una Fe agradecida, como la de Naamán, que alaba a Dios, construyéndole un altar, y como la del leproso que regresa a dar gracias a Jesús. Una Fe que recuerda que la principal sanación es la sanación del alma, que luego de una enfermedad física o de una enfermedad espiritual, nuestra alma queda re-establecida en Dios.
Que sepamos ser agradecidos, para que el Señor pueda
decirnos, como al leproso del Evangelio que se regresó a dar las gracias: “Tu
Fe te ha salvado”.
Pero la Fe debe, además, ser capaz también de sufrir, como
sufre San Pablo en la Segunda Lectura (2Tim. 2, 8-13): “sufro hasta llevar
cadenas como un malhechor”, sabiendo que “la Palabra de Dios no está
encadenada”.
Todo lo contrario, la Palabra de Dios cobra fuerza en la
persecución, pues el sufrimiento hace fructificar la gracia. La sangre de
los mártires, se ha dicho desde el comienzo de la Iglesia, riega la semilla de
nuevos seguidores de Cristo. Por eso San Pablo es capaz de aceptar el
sufrimiento de la persecución y la cárcel por amor a Cristo y a los elegidos, “para
que ellos también alcancen las salvación y la gloria eterna”.
Es nuestro ejemplo en la evangelización: llevar la Palabra
de Dios a quien quiera aceptarla, con prudencia, pero sin temer las
consecuencias, porque “si morimos con El, viviremos con El. Si
nos mantenemos firmes, reinaremos con El. Si lo negamos, El también nos
negará. Si le somos fieles, El permanece fiel”.
“Que donde haya error, pongamos Verdad”.
“Que donde haya tinieblas,
pongamos Luz”.
“Que donde haya duda, pongamos Fe”.
“Que donde haya desesperación
pongamos Esperanza”.
“Que donde haya odio, pongamos Amor”.
(cf. Oración San Francisco de Asís)
“Que donde haya tinieblas,
pongamos Luz”.
“Que donde haya duda, pongamos Fe”.
“Que donde haya desesperación
pongamos Esperanza”.
“Que donde haya odio, pongamos Amor”.
(cf. Oración San Francisco de Asís)
Fuentes;
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org
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