Hoy, al escuchar de boca de Jesús: «El que ama a su padre o
a su madre más que a mí, no es digno de mí…» (Mt 10,37) quedamos
desconcertados. Ahora bien, al profundizar un poco más, nos damos cuenta de la
lección que el Señor quiere transmitirnos: para el cristiano, el único absoluto
es Dios y su Reino. Cada cual debe descubrir su vocación —posiblemente esta es
la tarea más delicada de todas— y seguirla fielmente. Si un cristiano o
cristiana tienen vocación matrimonial, deben ver que llevar a cabo su vocación
consiste en amar a su familia tal como Cristo ama a la Iglesia.
La vocación a la vida religiosa o al sacerdocio pide no anteponer los vínculos familiares a los de la fe, si con ello no faltamos a los requisitos básicos de la caridad cristiana. Los vínculos familiares no pueden esclavizar y ahogar la vocación a la que somos llamados. Detrás de la palabra “amor” puede esconderse un deseo posesivo del otro que le quita libertad para desarrollar su vida humana y cristiana; o el miedo a salir del nido familiar y enfrentarse a las exigencias de la vida y de la llamada de Jesús a seguirlo. Es esta deformación del amor la que Jesús nos pide transformar en un amor gratuito y generoso, porque, como dice san Agustín: «Cristo ha venido a transformar el amor».
El amor y la acogida siempre serán el núcleo de la vida cristiana, hacia todos y, sobre todo, hacia los miembros de nuestra familia, porque habitualmente son los más cercanos y constituyen también el “prójimo” que Jesús nos pide amar. En la acogida a los demás está siempre la acogida a Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mt 11,40). Debemos ver, pues, a Cristo en aquellos a quien servimos, y reconocer igualmente a Cristo servidor en quienes nos sirven.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (10,37-42):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
El Evangelio de San Mateo, el cual hemos estado siguiendo durante este Tiempo Ordinario, nos hablaba el Domingo pasado de la persecución a que está sujeto todo cristiano que sigue a Cristo como El lo pide. Este Domingo el Evangelio de San Mateo nos plantea una idea que podría parecer contradictoria a lo que debieran ser las buenas relaciones familiares.
Por ello, para mejor entender esta idea, debemos leer dos
versículos que conectan la lectura del Domingo anterior con la lectura de hoy.
Dice así el Señor: “No piensen que vine a traer la
paz a la tierra; no vine a traer la paz, sino la espada. Vine a poner al
hijo en contra de su padre, a la hija en contra de su madre, y a la nuera en
contra de su suegra. Cada cual encontrará enemigos en su propia familia”
(Mt. 10, 34-36).
¿No les parece a ustedes que éste es uno de los pasajes más
sorprendentes y desconcertantes del Evangelio? Por cierto, Jesús toma
estas palabras del Antiguo Testamento, citando textualmente al Profeta Miqueas (Mi.
7, 6).
Con ellas quiere indicar la contradicción que provoca su
mensaje, el Evangelio. Recordemos que desde que Jesús era un bebé recién
nacido en brazos de su Madre, al irlo a presentar al Templo, el viejo Simeón,
hombre lleno del Espíritu Santo, anunció que ese bebé se convertiría en “signo
de contradicción”, o sea en una señal que tendría gran oposición,
pues sería rechazada por muchos (cf. Lc.. 2, 34).
Y hoy el Señor nos dice que, entre esos muchos que rechazan
a Dios, a Jesucristo, a su Iglesia, podrían estar miembros de nuestras propias
familias. Eso es lo que significan estas palabras de Jesús que nos
resultan tan fuertes y tan desconcertantes.
En efecto, cuando la fe es vivida por todos en una familia
resulta fuente de unión, de paz, de concordia, de amor. Pero también
puede ser signo de contradicción, también puede ser motivo de división.
Veamos por qué ... Cuando un cristiano opta por seguir a
Cristo, como Cristo merece y como Cristo desea ser seguido, ¿no se fijan
ustedes como enseguida levanta oposición, crítica y hasta persecución? ... Y
esto puede suceder aún dentro de una misma casa, dentro de una misma
familia, en medio de los más allegados. ¿No le ha sucedido esto a algunos
de ustedes?
Para mejor entender esta difícil situación, recordemos unas
palabras del Señor que complementan muy bien esta exigencia suya de hoy: “Mi
madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en
práctica” (Lc. 8, 21).
Veamos bien qué significa esto ... Significa que la Palabra
de Dios une a los seres humanos, los hace familia ... Cuando seguimos la
Palabra de Dios, la Palabra nos une, nos hace hermanos. Pero los que se
resisten a seguir la Palabra de Dios, se separan ellos mismos; es decir:
se dividen de aquéllos que sí la siguen. Es muy claro, entonces, quién se
separa, quién se divide... No se separa quien sigue la Voluntad de Dios,
sino quien se aparta de ella.
Ahora bien ... ¿cuál debe ser la actitud del quien quiere
seguir a Cristo? ... Es la que nos dice el Señor al comienzo del
Evangelio de hoy. Y el Señor es muy, muy claro: “El
que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí. El que
ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí.” (Mt. 10 ,
37).
Con estas palabras el Señor nos quiere indicar que el amor
que debemos a Dios está muy por encima del amor a cualquiera de sus
criaturas ... aún al amor a nuestros seres más queridos. Hay que amar a
Dios más que a los padres, más que a los hijos ... y, por supuesto, más que a
uno mismo.
No quiere decir el Señor que no amemos a nuestros familiares
-cosa que sería contraria a la Ley de Dios. No significa que no tengamos
afectos familiares. Significa que el amor a Dios viene antes que el amor
a cualquier persona. Y cuando las circunstancias de la vida nos pusieran
en la alternativa de optar por Dios o por un ser querido, estas palabras del
Señor nos recuerdan que, aunque el corazón duela, no puede haber duda sobre
cuál debe ser nuestra opción.
Precisamente en esto consiste el Primer Mandamiento:
en Amar a Dios sobre todas las cosas. Y este Mandamiento se repite
muy fácilmente, pero tiene implicaciones gravísimas ... como ésta que hoy nos
presenta el Evangelio. Sin embargo, este Mandamiento y esta exigencia que hoy
nos hace el Señor no significa que dejamos de amar a nuestros seres queridos,
sino que los amamos aún más: los amamos con el amor con que Dios nos ama,
pues al amar a Dios de primero, Dios vive en nosotros y es Dios mismo Quien,
entonces, ama en nosotros, y ese Amor de Dios en nosotros se desborda hacia los
demás.
Fijémonos que este Evangelio no se queda aquí, sino que
prosigue a plantearnos algo que podría parecernos contradictorio. Nos
dice así el Señor: “El que trate de salvar su vida la perderá, pero
el que pierda su vida por Mí, la salvará” . Otras traducciones dicen “la
hallará” (Mt. 10, 39).
Y ¿por qué nos parece esta frase contradictoria?
Porque se nos escapa el verdadero significado de “Vida”. Recordemos
nuevamente que la verdadera Vida es la Vida Eterna, la que nos espera
después de esta vida pasajera, efímera, corta, que vivimos en la tierra.
Por tanto, cuando el Señor dice “el que trate de salvar su
vida”, se está refiriendo a todo lo que para nosotros parece muy
importante de esta vida pasajera que tenemos aquí en la tierra. Eso
incluye todos los apegos que tenemos a criaturas, a cosas, a planes, a ideas,
etc. ... apegos que podrían parecer lícitos y hasta convenientes.
Pero si esos apegos nos apartan -siquiera un poquito- del
Camino que lleva a la Verdadera Vida, ¿qué nos sucede entonces? ...
Podríamos terminar por perder ésa: la Verdadera Vida, la Vida
Eterna. Por eso el Señor nos recomienda “perder nuestra vida por
El”, para poder encontrar la Vida Eterna.
Es decir: “perder” lo que nos puede parecer importante,
conveniente, lícito ... pero que no está enmarcado dentro de la Voluntad de
Dios. Significa “perder” para “ganar”: para ganar en el negocio más
importante que tenemos durante nuestra vida en la tierra. Y ese negocio
es: obtener la Vida Eterna en el Cielo.
¿Qué esto cuesta sacrificios y negaciones? Ciertamente
sí. Por eso el Señor nos habla también de “tomar su cruz y seguirlo”
(Mt. 10, 38). Nos dice que no es digno de El, quien no tome su
cruz y lo siga.
La cruz significa muerte, esa muerte a la cual se refiere
San Pablo en la Segunda Lectura de la Carta a los Romanos (Rom. 6, 3-4,
8-11). No significa muerte física -necesariamente- salvo para
aquéllos pocos escogidos para el martirio físico.Es la muerte al pecado; es
decir: sepultar el pecado. Es la muerte a uno mismo: a
nuestros deseos, a nuestras inclinaciones.
Es morir al “yo”, para que viva en nosotros ese “Tú” que es
Dios. Es desechar los propios planes, para aceptar los que Dios nos
presenta. Es descartar las propias ideas, para asumir las ideas de
Dios. Es morir a uno mismo, para vivir en Dios y para que Dios viva en
nosotros.
A esto se refiere San Pablo cuando nos dice en la Segunda
Lectura: “si hemos muerto con Cristo, estamos seguros de que también
viviremos con El”.
San Pablo, quien cumplió esto como Cristo lo exige, pudo
llegar a exclamar en otra de sus Cartas: “Ya no soy yo quien vivo, sino es
Cristo Quien vive en Mí” (Gál. 2, 20). Y Santa Teresa de Jesús,
Doctora de la Iglesia, describe esta misma experiencia en un poema:
Vivo sin vivir en mí
y tan alta Vida espero,
que muero porque no muero.
Vivo sin vivir en mí.
En eso consiste la santidad: en ese morir continuamente a uno mismo para dejar que sea Dios Quien viva en uno. Esa palabra “santidad” asusta. Pero ... ¿qué es la santidad? No es algo inalcanzable ... Tratar de ser santos es tratar de seguir la Voluntad de Dios para nuestra vida.
Y ¿cómo se hace esto? Se hace dejando de tener
voluntad propia, dejando de tener planes y rumbos propios, dejando de tener
criterios y pretensiones propias ... Es cambiar todo eso por lo que Dios
quiere para mí. Es renunciar a la propia voluntad y asumir la
Voluntad de Dios como propia. Es dejar que Dios sea Quien haga, Quien
muestre su plan, Quien indique rumbos, Quien proponga criterios, etc.
Ejemplo de esta actitud dócil a los planes de Dios es la
pareja infértil que nos presenta la Primera Lectura del Libro Segundo de Reyes (2R4,
8-11.14-16). No tenían hijos. Parecían aceptar su
situación. “¿Qué podemos hacer por tí?”, le preguntó Eliseo a
la mujer. Ella respondió: “No me falta nada en este pueblo”
Sólo deseaban servir, atendiendo al Profeta Eliseo. Y,
a través del Profeta, Dios les mandó un regalo ... sin ellos pedirlo.
¡Nada menos que un hijo!
Por eso el Salmo 88 es un Salmo de alabanza a la
Misericordia del Señor: Proclamaré sin cesar la Misericordia del Señor.
Si tenemos en cuenta que la Voluntad de Dios es el plan
perfecto que tiene Dios para santificarnos a cada uno de nosotros, resulta
fácil entender y practicar todas las cosas que el Señor nos pide en la Lecturas
de hoy. Recordémoslas y meditémoslas, pidiendo a Jesús su gracia para
seguirlas: “perder la vida” ... “morir al pecado” ... “tomar la cruz” ...
“morir con Cristo” ... “amar primero a Dios que a nadie”... Que así
sea. Amén.
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