Hija
de Pedro III de Aragón y de Constanza de Sicilia, nació hacia 1270, no se sabe
ciertamente si en Zaragoza o Barcelona. A los 12 años fue pedida en matrimonio
por los príncipes herederos de Inglaterra y de Nápoles y por don Dionís, rey de
Portugal, que fue el aceptado. El 11 febrero de 1282 contrajo matrimonio por
poderes en la capilla de Santa María, luego llamada de Santa Águeda, del
palacio real de Barcelona. En junio de este mismo año llegó a Portugal y en
Troncoso, a donde había salido a recibirla, se encontró con su esposo al que
conoció por primera vez.
Los años
de reina en la corte portuguesa
La nieta de Jaime
I el Conquistador, pese a su corta edad, aparecía ante todos como una mujer
adornada de energía tenaz y fuerza de alma no comunes. Además, como quiere la
leyenda medieval de su vida, era una mujer dulce y bondadosa, inteligente y
bien educada. No obstante estas excepcionales cualidades, bien pronto tuvo que
sufrir las infidelidades de su marido, que ella supo disimular con heroico
silencio. Nunca quiso enfrentarse con él, sino que con dulzura y amor quería
apartarlo de sus ilícitas relaciones. Tan heroica fue su paciencia que hasta
llegó a ocuparse con toda solicitud de los hijos bastardos de su esposo. Fuerza
para llevar con resignación estos agravios la encontró la reina en su trato con
Dios. Bajo la dirección de su confesor, el mercedario fray Pedro Serra, cultivó
una intensa vida interior y de entrega a la voluntad divina, sin perder la
naturalidad de esposa y reina. Nunca quiso rehuir sus obligaciones, aun
aquellas que parecían más mundanas, y siempre, como reina que era, se la halló presente
en las solemnidades, banquetes, recepciones y demás fiestas palaciegas.
Minuciosa atención prestaba a las audiencias y visitas de sus súbditos, porque,
como decía, era responsable de su salvación y bienestar. Pero no por esta
actividad su vida espiritual sufría menoscabo alguno. Antes al contrario, supo
encontrar a Dios y estar unida a Él en el cotidiano quehacer. Durante toda su
vida dedicó largas horas a la oración y a la lectura piadosa. Su espíritu de
mortificación fue grande, especialmente en ayunos y abstinencias. Otra gran
virtud fue su caridad para con los pobres y enfermos, compensada alguna vez por
Dios con prodigios extraordinarios.
Tras seis años sin
tener sucesión le nacieron dos hijos: la princesa Constanza y el príncipe
Alfonso que fue su cruz y el gran amor de su vida. Crecido el futuro Alfonso IV
el Bravo en la Corte portuguesa, no se dejaron
sentir en él sus negativas influencias, antes bien su vida fue limpia, pudiendo
verse aquí el decisivo influjo de su madre a la que tanto vio sufrir por las
infidelidades de su marido. De estos hechos empezó a nacer, en la conciencia
del infante don Alfonso, un fuerte odio hacia su padre que con el correr de los
años traería días de luto al corazón de Isabel. Ésta hizo cuanto estuvo a su
alcance para que el hijo, pese a todo, obedeciera y respetara al rey su padre.
Llevó a cabo una
labor pacificadora por su intervención delicada en los asuntos de gobierno, tan
difícil en ciertos momentos. Hay que destacar en ella este especial don. Así,
merced a su constante y discreta intervención, contribuyó a reconciliar a
Portugal con el Papa, reconciliación que se confirmó con la firma de un
Concordato y con la fundación de la Universidad de Coimbra. Una alta visión
política, a la par que un gran desprendimiento, demostró tener la reina, cuando
cedió parte de sus derechos a la dote que le correspondía, en favor de su
sobrina la hija de don Alfonso, hermano de don Dionís. Con ella quedó
apaciguado el intento de guerra civil que para defender los intereses de su hija
se aprestaba a promover don Alfonso. También afianzó la paz entre castellanos y
portugueses, mediante la unión matrimonial de sus hijos con los del rey de
Castilla. En momentos difíciles para esta paz se entrevistó con la reina
castellana María de Molina, siendo eficaz su intervención para los intereses de
ambos reinos, amenazados por las discordias promovidas en Castilla por los
Infantes de la Cerda, que comprometían no sólo al rey Fernando, su yerno, sino
al mismo rey de Portugal, su marido, y al de Aragón, Jaime II, su hermano. Con
el mismo efecto pacificador medió entre su hermano don Fadrique, rey de
Sicilia, y Roberto de Nápoles, dispuestos a dar solución a sus problemas con
las armas.
Si ardua y difícil
fue esta labor pacificadora, lo fue mucho más la que tuvo que poner en juego
para evitar o aminorar los enfrentamientos entre don Dionís y su hijo Alfonso.
Vieja era en el ánimo del príncipe heredero la animadversión hacia su padre que
se acrecentó por la envidia que en él despertaban los favores que el rey
dispensaba al mayor de sus bastardos. Por tres veces se alzó el príncipe en
rebeldía. Estas luchas entre sus dos más grandes amores fueron la gran prueba
que tuvo que sufrir durante largos años la reina Isabel. «Vivo vida muito
amargosa», dice en una carta a su hermano Jaime II de Aragón.
A todos los
sacrificios estaba dispuesta con tal de lograr la paz de su reino y la
reconciliación del padre con el hijo. Para conseguirlo una vez más, así se
expresa en una carta dirigida a su esposo: «No permitáis que se derrame sangre
de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se
paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis, iré a
postrarme delante de vos y del infante, como la leona en el parto si alguien se
aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi
cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el
bendito S. Dionís, os pido que me respondáis pronto para que Dios os guíe».
Hasta el mismo campo de batalla llegó sola, montando una mula, cuando empezaba
en el llano de Alvalade, cerca de Lisboa, otra lucha parricida entre el rey y
su hijo. Allí mismo consiguió, una vez más, de su esposo el perdón para el hijo
inquieto y rebelde. Un año después enfermó don Dionís; lo llevan a Santarem y
allí su esposa le cuidó con desvelo y abnegación. Murió el 7 de enero 1325.
Inmediatamente después, Isabel se retiró a su cámara, se vistió el hábito de
las clarisas, cortó por sí misma los cabellos de su cabeza, y volviendo ante el
cadáver de su esposo, dijo a los cortesanos presentes: «Daos cuenta de que a la
vez que al Rey perdisteis a la Reina».
Su entrega
al servicio de los demás
Se ha visto cómo
Isabel siempre estuvo dispuesta a la ayuda del necesitado y cómo, en medio de
sus deberes de reina, supo estar unida a Dios. Al enviudar, y heredar el trono
su hijo Alfonso IV, quedó libre para entregarse más por entero a sus devociones
y a sus obras de caridad. Hasta el fin de sus días vivió una vida retirada,
vistiendo siempre el hábito de la Tercera
Orden franciscana, aunque
libre de votos religiosos, pues siempre quiso mantener su patrimonio, como ella
dice, para construir iglesias, monasterios y hospitales.
Ya de antiguo
tenía tomada esta resolución, que tanto su confesor como su hijo conocían.
Liberada, pues, de los deberes de la Corte, no vive sino para ayudar al
necesitado. Sus riquezas van a parar a los pobres y enfermos en forma de ropa y
alimentos. En los hospitales pasaba largas horas consolando a los allí
acogidos. Construyó iglesias y monasterios: ella misma dirigió las obras del
monasterio de Santa Clara de Coimbra. No podía faltar en su vida cristiana la
peregrinación a Compostela. Allí ofreció, como prueba de devoción al Apóstol
Santiago, la corona más noble de su tesoro. De vuelta a Portugal venía con su
bordón y esclavina para «aparecer peregrina de Santiago».
Una vez más, e iba
a ser la última, tuvo que intervenir la anciana reina ante su hijo Alfonso y su
nieto Alfonso XI de Castilla para evitar la guerra entre ambos. Pese a sus
muchos años se puso en camino hacia Estremoz, con el fin de parlamentar con su
hijo, y disuadirle de aquella empresa. Aquel viaje agitado y presuroso, en
medio de los calores veraniegos, significó su muerte, aunque la causa próxima
fue una herida en el brazo, acompañada de fuerte dolor y fiebre. Reconociendo
que se acercaba el fin de su vida confesó, oyó misa y «con gran devoción y
muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios». Puede decirse que desde aquel
momento no dejó de rezar. Su lengua, cada vez más débil, recitaba salmos y los
versos latinos de himnos litúrgicos, como el Maria,
mater gratiae.
Junto a su lecho, según ella siempre deseó, estaba su hijo
por el que tanto había sufrido. Murió el 4 julio 1336, en el castillo de
Estremoz. Su cuerpo fue trasladado hasta el monasterio de Santa Clara de
Coimbra, donde recibió el último homenaje y adiós de sus súbditos. Allí reposa
envuelto en una aureola de milagros. El pueblo cristiano ha rodeado, a través
de los siglos, de una gloria inmortal a esta santa medieval. Fue canonizada por
Urbano VIII el 25 mayo 1625.
ORACIÓN
Señor, que diste a santa Isabel de Portugal un espíritu generoso que la llevó a dejarlo todo por amor a ti, te pedimos por su intercesión que podamos entregarnos de cuerpo y alma a predicar la Palabra y practicar las obras de misericordia.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.
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