Hoy, el Evangelio nos quiere ayudar a mirar hacia dentro, a encontrar algo escondido: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo» (Mt 13,44). Cuando hablamos de tesoro nos referimos a algo de valor excepcional, de la máxima apreciación, no a cosas o situaciones que, aunque amadas, no dejan de ser fugaces y chatarra barata, como son las satisfacciones y placeres temporales: aquello con lo que tanta gente se extenúa buscando en el exterior, y con lo que se desencanta una vez encontrado y experimentado.
El tesoro que propone Jesús está enterrado en lo más profundo de nuestra alma, en el núcleo mismo de nuestro ser. Es el Reino de Dios. Consiste en encontrarnos amorosamente, de manera misteriosa, con la Fuente de la vida, de la belleza, de la verdad y del bien, y en permanecer unidos a la misma Fuente hasta que, cumplido el tiempo de nuestra peregrinación, y libres de toda bisutería inútil, el Reino del cielo que hemos buscado en nuestro corazón y que hemos cultivado en la fe y en el amor, se abra como una flor y aparezca el brillo del tesoro escondido.
Algunos, como san Pablo o el mismo buen ladrón, se han topado súbitamente con el Reino de Dios o de manera impensada, porque los caminos del Señor son infinitos, pero normalmente, para llegar a descubrir el tesoro, hay que buscarlo intencionadamente: «También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas» (Mt 13,45). Quizá este tesoro sólo es encontrado por aquellos que no se dan por satisfechos fácilmente, por los que no se contentan con poca cosa, por los idealistas, por los aventureros.
En el orden temporal, de los inquietos e inconformistas decimos que son personas ambiciosas, y en el mundo del espíritu, son los santos. Ellos están dispuestos a venderlo todo con tal de comprar el campo, como lo dice san Juan de la Cruz: «Para llegar a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada».
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (13,44-52):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron: «Sí.»
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Hoy el Evangelio de San Mateo nuevamente nos trae tres
parábolas: la del Tesoro escondido, la de la Perla fina y la de la Red de
pescar. Y Jesús usa esas tres cosas para explicarnos el significado del
Reino de los Cielos y su importancia. (Mt. 13, 44- 52)
Son muchas las veces que Jesús nos habla en el Evangelio del
“Reino de Dios”, del “Reino de los Cielos”. Y, además ¡cuántas veces
hemos repetido esa frase del Padre Nuestro “venga a nosotros tu Reino”!
Quiere decir, entonces, que es importante entender qué es el “Reino de los
Cielos”. Y es importante saber cuáles son sus implicaciones.
En este trozo del Evangelio de San Mateo Jesucristo usa tres
parábolas para explicar de qué se trata el Reino de los Cielos. Pero
éstas no son las únicas.
Jesucristo nos explicó lo del Reino de los Cielos con
muchísimas comparaciones y parábolas, de manera que pudiéramos captar la
importancia de su Reino. Tanta importancia tiene, que debe estar antes
que todo lo demás.
Veamos primero la última de las tres parábolas, la de la Red
de pescar. Es una parábola escatológica, que se refiere a lo mismo que
veíamos el Domingo pasado sobre el trigo y la cizaña; es decir, a que en esta
vida convivimos buenos y malos, para luego, al final, quedar divididos:
unos para la salvación eterna en el Cielo y otros para la condenación eterna en
el Infierno.
Esta comparación la refieren algunos exégetas a la
Iglesia. La “pesca” es un símbolo preferencial sobre lo que es la misión
de la Iglesia, que es misión de todos los que formamos la Iglesia: pescar
gente. Recordemos lo que Jesús le dijo a Pedro y a su hermano Andrés
cuando, estando ellos echando sus redes en el Lago de Galilea los llamó para
que lo siguieran, diciéndoles: “Síganme y los haré pescadores de
hombres” (Mt. 4, 18-19).
Y en esa pesca viene toda clase de gente: unos se van,
otros se quedan, unos son muy pecadores, otros menos pecadores, unos se salvan
unos se condenan. Esta parábola, entonces, también nos recuerda cómo es
la Iglesia: santa porque su fundador es Santo y su misión es santificar a
todos, pero también es pecadora, porque los que formamos parte de ella somos
pecadores. ¡Y cómo queda esto evidente a cada instante! Al final,
cuando Jesús vuelva como Juez, separará a unos de otros y los malos serán “echados
al horno ardiente, donde habrá llanto y desesperación”.
En el caso de la Parábola del Tesoro escondido y la de la
Perla fina, ambas plantean cuán valioso es el Reino de los Cielos si se
compara con otras riquezas.
En el primer caso, se trata de un tesoro que alguien
encuentra y, “lleno de alegría, vende todo lo que tiene”, para
poder comprar ese terreno. La segunda parábola cuenta que un comerciante
de perlas finas encuentra “una perla muy valiosa” y, entonces, va y
vende todo lo que tiene para comprarla.
Como vemos, ambas comparaciones dadas por el Señor nos
indican la superioridad que tiene el Reino de los Cielos frente a cualquier
otra cosa, y nos hace ver la actitud que tiene quien lo llega a
descubrir: se propone adquirirlo a cualquier costo, vende todo lo
que tiene, para poder lograr tener lo que verdaderamente vale.
Y ¿qué es el Reino de los Cielos? ¿Qué es eso
que meditamos en el Tercer Misterio Luminoso: “El Anuncio del
Reino”?
El Reino de los Cielos es, ciertamente, la presencia de
Cristo en medio de nosotros y el anuncio de su mensaje de salvación. Pero
la salvación que El nos vino a traer se completa en la eternidad cuando
lleguemos a participar de la plenitud de la presencia de Dios en el
Cielo. Y para llegar a allí, para vivir el Reino de los Cielos y para
vivir en el Reino de los Cielos, debemos “vender” todo lo demás y
“comprar” ese terreno y esa perla que es nuestra salvación, que es el Cielo.
¿Qué significa “vender todo”? Es dejar todo lo que no
nos lleva a Dios. Es dejar nuestra vida de pecado y los anti-valores que
hemos considerado buenos, pero que, vistos a la luz de Dios, realmente no lo
son. Es dejar nuestras viejas maneras de ser y de actuar, nuestros
apegos, todo lo que hemos preferido antes que a Dios. Porque si
seguimos con esas carga no vamos llegar al Reino de los Cielos. “Vender
todo” es equivalente a “Amar a Dios sobre todas las cosas”, porque, si deseamos
llegar al Reino de los Cielos, ninguna de las demás cosas y personas pueden
estar antes que Dios.
De allí que el Salmo 118 nos recuerde los
mandamientos y las enseñanzas del Señor y lo conveniente que son para nuestra
alma: “los mandamientos: oro purísimo”. “Las enseñanzas
valen más que miles de monedas de oro y plata”.
San Pablo nos recuerda en la Segunda Lectura (Rm. 8,
28-30), la salvación a que hemos sido llamados. El designio salvador de
Dios consiste en que reproduzcamos en nosotros la imagen de Cristo Jesús.
A eso hemos sido predestinados por Dios.
Y nos dice el Apóstol que “a quienes predestina, los
llama; a quienes llama, los justifica (es decir, los
santifica); y a quienes justifica, los glorifica (es decir, los
lleva a la gloria del Cielo)”.
Pero recordemos que no nos basta ser predestinados por Dios
(todos los seres humanos hemos sido predestinados para el Reino de los Cielos),
pero no todos llegan. ¿Por qué? Porque, si bien Dios nos creó sin nuestro
consentimiento, no nos salva y glorifica sin nuestro consentimiento, sin
nuestro “sí”, sin que vendamos todo lo que no vale para poder comprar lo que sí
vale, que es el Reino de los Cielos.
Recordemos que en otra oportunidad nos advirtió el
Señor: “Allí donde está tu riqueza, allí estará también tu corazón”,
(Mt. 6, 21). ¿Y cuál es nuestra riqueza? ¿Qué es lo que
consideramos más importante en nuestra vida? Será .. ¿el
dinero? ¿la familia? ¿el trabajo? ¿el poder? ¿la
recreación? ¿el cuerpo? ¿la salud? ¿la longevidad? ¿el
conocimiento? ¿la actividad? ... ¿Cuál es nuestra riqueza?
Si es alguna de estas cosas o algo parecido, y no es el
Reino de los Cielos, estamos mal, pues tenemos puesto el corazón en lo que no
es la riqueza más valiosa, la verdadera riqueza, la única riqueza.
Estamos dejando el terreno con el tesoro escondido por terrenos que no valen
nada. Estamos dejando la perla fina por perlas sin valor.
Recordemos que en otro momento nos dijo el Señor, también
refiriéndose a su Reino y comparándolo con otras riquezas: “Busquen
primero el Reino de Dios y lo demás les vendrá por añadidura” (Mt.
6, 33).
La Primera Lectura del Primer Libro de los Reyes (1 Re
3.5.7-12) nos trae un personaje que entendió esto muy bien y pudo vivir lo
que significa esto de lo primero y la añadidura. Se trata Salomón -el
famoso Rey Salomón- que se destacó por su sabiduría al gobernar al pueblo de
Israel.
Y resulta muy interesante ver que cuando Dios le dice a
Salomón que le pida lo que quiere, Salomón no le pide la “añadidura”, sino que
le pide “sabiduría de corazón, para poder distinguir entre el bien y el
mal”, y así poder cumplir con la misión que Dios le había encomendado, que
era gobernar al pueblo de Israel.
Nos dice la Escritura que “al Señor le agradó que
Salomón le hubiera pedido esto y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte
de sus enemigos”. Y por eso le otorgó no sólo lo que le pidió, sino
que también le dio la añadidura: “Te voy a conceder”, Dios
le dijo, “lo que me has pedido y también lo que no me has
pedido: tanta gloria y riqueza que no habrá rey que se pueda comparar
contigo”. Y así fue: Salomón se destacó por su sabiduría y su
riqueza. Tanto es así que el mismo Jesús alude a la riqueza y la sabiduría de
Salomón. (cfr. Mt. 6, 29 y 12, 42)
Todas las demás cosas que no son el Reino de los Cielos es
la “añadidura”, lo adicional. Eso es lo que hay que vender para comprar
lo verdaderamente valioso. Pero si buscamos sólo la “añadidura”, lo
secundario, corremos el riesgo de quedarnos sólo con eso y de perder lo que es
importante. En cambio, si buscamos lo que verdaderamente vale, el Reino
de los Cielos, tendremos eso ... y también lo demás. Buen negocio ¿no?
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