Hoy, el Señor nos hace un retrato de los notables de Israel
(fariseos, maestros de la Ley…). Éstos viven en una situación superficial, no
son más que apariencia: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los
hombres» (Mt 23,5). Y, además, cayendo en la incoherencia, «porque dicen y no
hacen» (Mt 23,3), se hacen esclavos de su propio engaño al buscar sólo la
aprobación o la admiración de los hombres. De esto depende su consistencia. Por
sí mismos no son más que patética vanidad, orgullo absurdo, vaciedad… necedad.
Desde los inicios de la humanidad continúa siendo la tentación más frecuente; la antigua serpiente continúa susurrándonos al oído: «El día en que comiereis de él (el fruto del árbol que está en medio del jardín), se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5). Y continuamos cayendo en ello, nos hacemos llamar: “rabí”, “padre” y “guías”… y tantos otros ampulosos calificativos. Demasiadas veces queremos ocupar el lugar que no nos corresponde. Es la actitud farisaica.
Desde los inicios de la humanidad continúa siendo la tentación más frecuente; la antigua serpiente continúa susurrándonos al oído: «El día en que comiereis de él (el fruto del árbol que está en medio del jardín), se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5). Y continuamos cayendo en ello, nos hacemos llamar: “rabí”, “padre” y “guías”… y tantos otros ampulosos calificativos. Demasiadas veces queremos ocupar el lugar que no nos corresponde. Es la actitud farisaica.
Los discípulos de Jesús no han de ser así, más bien al contrario: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,11). Y como que tenemos un único Padre, todos ellos son hermanos. Como siempre, el Evangelio nos deja claro que no podemos desvincular la dimensión vertical (Padre) y la horizontal (nuestro) o, como explicitaba el domingo pasado, «amarás al Señor, tu Dios (…). Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37.39).
Toda la liturgia de la Palabra de este domingo está impregnada por la ternura y la exigencia de la filiación y de la fraternidad. Fácilmente resuenan en nuestro corazón aquellas palabras de san Juan: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso» (1Jn 4,20). La nueva evangelización —cada vez más urgente— nos pide fidelidad, confianza y sinceridad con la vocación que hemos recibido en el bautismo. Si lo hacemos se nos iluminará «el camino de la vida: hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Sal 16,11).
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (23,1-12):
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de hoy se refieren muy especialmente a aquéllos
que tienen responsabilidad dentro de la Iglesia, quienes con su ejemplo y su
predicación deben guiar al pueblo de Dios.
La Primera Lectura del Profeta Malaquías (Ml. 1, 14; 2,
2,8-10) es una dura advertencia a los Sacerdotes de esa época por su
mal comportamiento y por la predicación de falsas doctrinas: “Ustedes
se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley; han anulado
la alianza que hice con la tribu sacerdotal de Leví ... no han seguido mi
camino y han aplicado la ley con parcialidad”
Luego en el Evangelio (Mt. 23, 1-12), Jesús hace
algo parecido, criticando a un grupo religioso de su época, el de los
Fariseos, cuyo objetivo era la práctica de la ley de Moisés en la forma más
estricta y detallada.
La crítica del Señor se basaba sobre todo en que ellos
mismos no cumplían lo que exigían cumplir a otros, por lo que el Señor los
llamó “hipócritas”. Es por ello que hoy día en el
lenguaje coloquial religioso el término “fariseo” ha venido a ser considerado
sinónimo de “hipócrita”.
El Evangelio de hoy trae una frase que llama la atención, la
cual es importante aclarar: “A ningún hombre sobre la tierra lo
llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es sólo el Padre
Celestial”. ¿Por qué, entonces, los Católicos llamamos “Padre”
al Sacerdote? Es una pregunta y un ataque que formulan los enemigos
de la Iglesia a nosotros los Católicos.
Y la respuesta es que llamamos así a los Sacerdotes por lo
mismo que llamamos “maestro” al que enseña y por lo mismo que llamamos
“guía” al que orienta o dirige. En realidad usamos esos nombres porque no
tiene nada de malo hacerlo y porque Jesucristo realmente no prohibió que lo
hiciéramos.
Lo que sucede es que al aislar la frase y sacarla fuera de
contexto parecería que no puede llamarse a nadie ni “padre”, ni “maestro”, ni
“guía”. Si eso fuera cierto no pudiéramos llamar a nuestro progenitor
“padre”. Ese es el sentido material de la palabra “padre”:
progenitor. Cuando llamamos a los Sacerdotes, “Padre” el vocablo tiene un
sentido espiritual.
Y el mismo Jesús utiliza la palabra “padre” en ese sentido
espiritual para referirse a alguien que no es Dios Padre.
En la parábola del rico y el pobre Lázaro, Jesús pone en la
boca del rico esta exclamación: “Padre Abraham, ten piedad de
mí” (Lc. 16, 24).
De allí que haya que ver todo el contexto de este trozo del
Evangelio, para podernos dar cuenta que lo que quiere prohibir el Señor no es
el uso de las palabras “Maestro”, “Padre” y “Guía”, sino la actitud de
superioridad con relación al prójimo.
Para poder entender
lo que quiere decir este pasaje bíblico no hay que quedarse con lo que
significan estas palabras, sino con el sentido de todo el pasaje, en el que lo
más importante es el llamado a la humildad de parte de los que tienen esas
funciones.
Si nos fijamos cómo concluye el planteamiento de Jesús,
podemos darnos cuenta de qué es lo que el Señor nos quiere comunicar con esa
advertencia: “El mayor de entre ustedes sea vuestro servidor, porque el
que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
El Señor condena el orgullo de los que quieren ocupar los
primeros puestos y hacen las cosas para ser admirados. A esta conducta
Jesús contrapone la sencillez y humildad que desea que sean sello de sus
apóstoles y discípulos, los cuales deben ser “servidores” de los demás.
Y no sólo nos lo aconsejó, sino que de esto nos dio ejemplo
al hacer un servicio que usualmente hacían a los invitados a los banquetes los
sirvientes de las casas: lavar los pies a sus Apóstoles en la Ultima
Cena.
A esta actitud de humildad que el Señor reclama, hay que
añadir el amor y la entrega generosa por los demás de que nos habla San Pablo
en la Segunda Lectura (1 Tes. 2, 7-9. 13). Aquí vemoscuál
es el trato que el Apóstol ha dado a aquéllos a quienes sirve. Más allá
del servicio, les habla de una ternura maternal y hasta de entregar la propia
vida por ellos.
Veamos ahora con detalle, algunas de las acusaciones hechas
por Jesús a los Fariseos en el Evangelio de hoy, para no caer nosotros en la
misma hipocresía que el Señor condenó tan duramente:
“Hagan todo lo que les digan, pero no imiten sus obras,
porque dicen una cosa y hacen otra”. ¡Cuántas veces nuestro ejemplo
no va parejo con nuestra predicación y con nuestras exigencias a los
demás! ¡Cuántas veces nuestros actos contradicen nuestras palabras!
Sin embargo, a veces son otros los que desdicen con su
ejemplo lo que predican. ¿Qué hacer, entonces? Si ellos no
practican lo que dicen, ¿significa que hay que descalificar lo dicho?
Debemos recordar que Dios quiere que sigamos los buenos
consejos, aunque quienes los den no den el ejemplo con sus obras. Así que
no sirven excusas como: “hay Sacerdotes sinvergüenzas, por tanto yo no
creo en los Sacerdotes ni en lo que predican”
Esta excusa suele escucharse con cierta frecuencia, pero no
es válida. Sólo Dios es perfecto; sólo Jesús fue Maestro perfecto, pues
era Dios. Todos los seres humanos podemos errar, por lo que los maestros
humanos pueden ser imperfectos en sus enseñanzas y mucho más en sus obras.
Tratemos, entonces, de tener coherencia entre nuestra vida y
nuestras palabras, dando siempre buen ejemplo y evitando el pecado de
escándalo. Pero no hay que descalificar a los predicadores porque su
ejemplo no sea perfecto.
“Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan
sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren
mover”. Los Fariseos ponían cargas pesadas e insoportables a
los demás, y ellos mismos no las cumplían. No hagamos nosotros igual.
Pero también al pensar en las cargas, recordemos lo que nos
dice Jesús: “Mi yugo es suave y mi carga es llevadera” (Mt. 11,
30). Y es llevadera y dulce nuestra carga, pues Jesús la
comparte con nosotros. Jesús nos ayuda a llevarla. El tuvo al
Cireneo que le ayudó a llevar su cruz. Y ¡qué mejor Cireneo que el
nuestro! Es Jesús mismo quien viene a ayudarnos, cuando le entregamos a
El nuestras cargas.
Por otro lado, ¡cuántas veces cargamos a nuestros prójimos
con nuestras cargas, a veces reales, a veces inventadas por nosotros mismos!
Pero debemos saber que Dios desea que nosotros no carguemos de peso a los
demás, sino que más bien les ayudemos a llevar sus cargas.
“Todo lo hacen para que los vea la gente”. Aquí
sí es verdad que el “fariseo” se nos sale con más frecuencia. ¡Cómo nos
gusta ser admirados y respetados! ¡Cómo nos gusta que se hable bien de
nosotros! Y, peor aún, ¡cuántas son las cosas que hacemos para ser
apreciados y alabados! ¿Qué valor, entonces, tienen esas cosas buenas que
hacemos, pero con un fin farisaico, interesado, impuro? ¿Dónde está la
pureza de corazón y la rectitud de intención cuando así nos comportamos?
Cuando oímos hablar de los fariseos y recordamos cómo el
Señor los acusó y los fustigó, nos parece que son personajes lejanos en el
tiempo y que nada tienen que ver con nuestra manera de proceder. Hasta
podríamos pensar: ¿para qué están en los Evangelios y para qué nos ponen
en la Liturgia todos estos regaños que el Señor le da a los fariseos?
La crítica del Señor se basaba sobre todo en que ellos
mismos no cumplían lo que exigían cumplir a otros, por lo que Jesús los
llamó “hipócritas”. Es por ello que hoy día en el
lenguaje coloquial religioso el término “fariseo” ha venido a ser considerado
sinónimo de “hipócrita”.
Pero ... ¿nos hemos puesto a pensar que también nosotros a
veces somos como los fariseos? La hipocresía es uno de los defectos que nos
permitimos a nosotros mismos, casi sin darnos cuenta. La hipocresía, la
cual vemos tan repugnante, es doblez y falta de rectitud de intención.
El doblez (¿o la doblez?), es decir, el tener dos caras, es
más frecuente de lo que creemos o nos damos cuenta. ¿Nos hemos detenido a
pensar que hipocresía es también hacer las cosas con intenciones escondidas o
distintas a las que mostramos? ¿Nos damos cuenta que a veces somos hipócritas
hasta con Dios? ¡Y esa actitud la consideramos como un derecho adquirido!
Está tan arraigada a veces en nuestra manera de proceder que ya ni nos damos
cuenta de que es un defecto, porque nos sale de manera demasiado espontánea.
Pero esa actitud es totalmente contraria a la pureza de
corazón, que Jesús nos pide: Bienaventurados los de corazón puro... (Mt.
5, 8)
La advertencia de Jesús nuestro Señor es bien
clara: “Si vuestra santidad no es mayor que la de los maestros de la
Ley y los Fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt. 5, 20).
Practiquemos la pureza de corazón, la rectitud de intención,
la honestidad mental y espiritual. Si nos cuesta, pidámosla en la
oración. Sólo así, el discurso contra los fariseos no será para nosotros.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org
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