Hoy, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Nuestra
mirada se desplaza del centro del belén —Jesús— para contemplar cerca de Él a
María y José. El Hijo eterno del Padre pasa de la familia eterna, que es la
Santísima Trinidad, a la familia terrenal formada por María y José. ¡Qué
importante ha de ser la familia a los ojos de Dios cuando lo primero que
procura para su Hijo es una familia!
San Juan Pablo II, en su Carta apostólica El Rosario de la Virgen María, ha vuelto a destacar la importancia capital que tiene la familia como fundamento de la Iglesia y de la sociedad humana, y nos ha pedido que recemos por la familia y que recemos en familia con el Santo Rosario para revitalizar esta institución. Si la familia va bien, la sociedad y la Iglesia irán bien.
El Evangelio nos dice que el Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría. Jesús encontró el calor de una familia que se iba construyendo a través de sus recíprocas relaciones de amor. ¡Qué bonito y provechoso sería si nos esforzáramos más y más en construir nuestra familia!: con espíritu de servicio y de oración, con amor mutuo, con una gran capacidad de comprender y de perdonar. ¡Gustaríamos —como en el hogar de Nazaret— el cielo y la tierra! Construir la familia es hoy una de las tareas más urgentes. Los padres, como recordaba el Concilio Vaticano II, juegan ahí un papel insubstituible: «Es deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, y que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos». En la familia se aprende lo más importante: a ser personas.
Finalmente, hablar de familia para los cristianos es hablar de la Iglesia. El evangelista san Lucas nos dice que los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. Aquella ofrenda era figura de la ofrenda sacrificial de Jesús al Padre, fruto de la cual hemos nacido los cristianos. Considerar esta gozosa realidad nos abrirá a una mayor fraternidad y nos llevará a amar más a la Iglesia.
Lectura
del Santo Evangelio según san Lucas (2,22-40):
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres
de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo
escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al
Señor"), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un
par de tórtolas o dos pichones". Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel;
y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo:
que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el
Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto
por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor,
según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han
visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Palabra del Señor
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Palabra del Señor
COMENTARIO
A medida que se acercaba el día pautado para la ceremonia de
la purificación de la madre y la presentación de Niño recién nacido en el
Templo de Jerusalén, la Madre de Dios, aun siendo inmaculada y purísima, y aun
sabiendo que su Hijo era Dios, no dudaba en someterse a los requerimientos de
la Ley Hebrea. Cuando llegó el momento partió la Sagrada Familia hacia
Jerusalén (Lc. 2, 22-40).
El Evangelio nos habla de dos personas que pudieron
reconocer al Salvador: Simeón y Ana.
¿Qué nos dice de Simeón? “Era justo y piadoso y
esperaba la consolación de Israel; en él moraba el Espíritu
Santo”. ¿Y de Ana? “No se apartaba del Templo,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones”.
Simeón era un santo varón, a quien el Espíritu Santo le
había revelado que no moriría sin conocer al Mesías prometido, “movido por
el Espíritu Santo fue al Templo cuando José y María entraban con el Niño Jesús
para cumplir lo prescrito por la Ley”.
Asimismo, una santa mujer llamada Ana, fue favorecida de
conocer al Niño y de reconocerlo como el Salvador, por lo que “daba
gracias a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la liberación de
Israel”.
El devoto Simeón no pudo contener su emoción, y al saber
quién era el Niño, nos dice el Evangelio que “lo tomó en brazos y bendijo
a Dios diciendo: ‘Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según
lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto al Salvador”.
Luego Simeón los bendijo y se dirigió a la Virgen María,
diciéndole: “Mira, este Niño ... será puesto como señal que muchos
rechazarán (signo de contradicción) ¡y a ti misma una espada
atravesará el alma!”
¿Qué significado tiene esta profecía del anciano
Simeón? Notemos que el Evangelio nos traslada repentinamente de la cueva
de Belén al Templo de Jerusalén, cuarenta días después del Nacimiento del Niño
Jesús. Y aún en plena celebración navideña nos pone una nota de
advertencia y de dolor. Nos anuncia que el Salvador prometido provocará
oposición de muchos y, además, que su misión será en dolor -para El y para su
Madre- pues el Niño que ha nacido es el Cordero que deberá ser inmolado para la
salvación del mundo.
¿En qué consiste ser “signo de contradicción”? En
que muchos aceptarían la salvación que nos trae este Niño recién nacido, pero
muchos la rechazarían.
La Santísima Virgen y San José, Simeón y Ana son modelos de
lo que Dios requiere de nosotros para realizar su obra de salvación:
docilidad a Dios y entrega a su Voluntad, que nos son dadas especialmente en el
recogimiento y oración. Si los imitamos, el Espíritu Santo nos hará saber
que Jesús es nuestro Salvador y así El podrá cumplir en nosotros su obra de
salvación.
Poco tiempo después de la Presentación en el Templo y de la
visita de los Reyes Magos tiene lugar un suceso ligado a los hechos de Navidad,
al que no le damos demasiada importancia. Es la Huída a Egipto de Jesús,
María y José, que nos trae el Evangelio de la Fiesta de la Sagrada Familia.
Después de marchar los Magos, el Ángel del Señor se le
apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al Niño y a su Madre y
huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes buscará al
Niño para matarlo.» José se levantó; aquella misma noche tomó al Niño y a
su Madre, y partió hacia Egipto, permaneciendo allí hasta la muerte de Herodes
(Mt 2, 13-15).
La Sagrada Familia tenía todo el auxilio del Cielo, pero a
pesar de eso, este exilio abrupto era una adversidad. Imaginemos la
incertidumbre en salir apurados en medio de la noche para huir sin ser
notados. La angustia de pensar que el cruel Herodes, con todo el cruel
poder de sus soldados, estaba buscando al Niño para matarlo.
Hacer un viaje por el desierto desconocido con frío y pocos
bastimentos. Luego llegar de extranjeros a un sitio desconocido, sin
conocer el idioma y las costumbres, todos problemas típicos de cualquier
exilado, al que se añadía la dificultad de tratar de trabajar allí para
mantenerse.
A todas estas incertidumbres se agrega la impresión y el
dolor al conocer el terrible crimen cometido por Herodes contra los niños
inocentes. Pensar que por el Hijo de Dios había sucedido este asesinato
masivo. Jesús había venido para salvar al mundo y ya comenzaba a
ser signo de contradicción. Así lo había anunciado el anciano
profeta Simeón cuando el Niño fue presentado en el Templo (cf. Lc. 2, 34)
Y signo de contradicción ha seguido siendo Jesús para todo aquél que no desee aceptar la salvación que El nos vino a traer.
Porque… ¿qué significa esa profecía de Simeón? ¿En qué
consiste ser “signo de contradicción”? Como hemos visto,
significa que el Salvador prometido provocaría oposición de muchos, y que
muchos aceptarían la salvación que nos trae este Niño recién nacido, pero
muchos la rechazarían.
La salvación fue realizada por Jesús, pero somos libres de
aceptarla o de rechazarla. Es el misterio de la libertad humana.
Jesús lo ha hecho todo y desea que todos aprovechemos la salvación que El nos
ha regalado, pero requiere que respondamos a ese gran regalo con algo muy
pequeño e insignificante.
Lo que sucede es que eso tan pequeño que se nos pide a veces
nos parece muy grande e importante. Es nuestra voluntad, otro regalo que
también Dios nos ha dado.
Pero, ¿por qué nos cuesta tanto entregar nuestra voluntad y
renunciar a nuestra libertad? ¿Por qué no imitamos a María y José en todos
estos eventos navideños?
La Virgen entrega su voluntad en cuanto recibe el anuncio
del Ángel Gabriel de que el Hijo de Dios sería concebido en su seno.
Ella se hizo y se reconoció “esclava del Señor” (Lc. 1, 38), y
siguió siéndolo toda su vida. Así, gracias a Ella y a su entrega, Dios
realizó su obra de salvación de la humanidad.
San José no duda ni por un momento lo que le anuncia el
Ángel a él también: que María ha concebido por obra del Espíritu
Santo (cf. Mt. 1, 20). Tampoco titubea al recibir este otro anuncio
de huir a Egipto. Confía en Dios y se lanza de inmediato a lo desconocido
del exilio inesperado.
Por cierto, la crueldad de Herodes no quedó sin castigo en
la tierra. Dios a veces castiga aquí también, como a veces podemos
constatar. El historiador Flavio Josefo describe con todo detalle la
horrible muerte que sufrió poco después de estos terribles hechos. Acabó
consumido por una enfermedad intestinal putrefacta que despedía un hedor
insoportable. Murió unos tres años después del nacimiento de Jesús.
Después de la muerte de este tirano, la Sagrada Familia se
estableció en Nazaret posiblemente cuando Jesús tenía unos 3 a 4 años de edad.
Fuentes;
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org
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