REAVIVAR LA MEMORIA DE JESÚS
La crisis de la misa es, probablemente, el símbolo más expresivo de la crisis que se está viviendo en el cristianismo actual. Cada vez aparece con más evidencia que el cumplimiento fiel del ritual de la Eucaristía, tal como ha quedado configurado a lo largo de los siglos, es insuficiente para alimentar el contacto vital con Cristo que necesita hoy la Iglesia.
El alejamiento silencioso de tantos cristianos que abandonan la misa dominical, la ausencia generalizada de los jóvenes, incapaces de entender y gustar la celebración, las quejas y demandas de quienes siguen asistiendo con fidelidad ejemplar, nos están gritando a todos que la Iglesia necesita en el centro mismo de sus comunidades una experiencia sacramental mucho más viva y sentida.
Sin embargo, nadie parece sentirse responsable de lo que está ocurriendo. Somos víctimas de la inercia, la cobardía o la pereza. Un día, quizás no tan lejano, una Iglesia más frágil y pobre, pero con más capacidad de renovación, emprenderá la transformación del ritual de la Eucaristía, y la jerarquía asumirá su responsabilidad apostólica para tomar decisiones que hoy no nos atrevemos ni a plantear.
Mientras tanto no podemos permanecer pasivos. Para que un día se produzca una renovación litúrgica de la Cena del Señor es necesario crear un nuevo clima en las comunidades cristianas. Hemos de sentir de manera mucho más viva la necesidad de recordar a Jesús y hacer de su memoria el principio de una transformación profunda de nuestra experiencia religiosa.
La última Cena es el gesto privilegiado en el que Jesús, ante la proximidad de su muerte, recapitula lo que ha sido su vida y lo que va a ser su crucifixión. En esa Cena se concentra y revela de manera excepcional el contenido salvador de toda su existencia: su amor al Padre y su compasión hacia los humanos, llevado hasta el extremo.
Por eso es tan importante una celebración viva de la Eucaristía. En ella actualizamos la presencia de Jesús en medio de nosotros. Reproducir lo que él vivió al término de su vida, plena e intensamente fiel al proyecto de su Padre, es la experiencia privilegiada que necesitamos para alimentar nuestro seguimiento a Jesús y nuestro trabajo para abrir caminos al Reino.
Hemos de escuchar con mas hondura el mandato de Jesús: "Haced esto en memoria mía". En medio de dificultades, obstáculos y resistencias, hemos de luchar contra el olvido. Necesitamos hacer memoria de Jesús con más verdad y autenticidad.
Necesitamos reavivar y renovar la celebración de la Eucaristía.
La carne de Cristo es nuestro pan
La vuelta a la vida cotidiana y los destellos de la Pascua
El fin de la Pascua ha significado litúrgicamente el retorno a la vida cotidiana. Abandonamos el oasis de luz del tiempo pascual y nos enfrentamos con las ocupaciones y preocupaciones de todos los días. La vida cotidiana es con frecuencia algo gris y puede convertirse con facilidad en la tumba de los grandes ideales. Así también en la vida cristiana: la luz de la Pascua se apaga ante la presión de la realidad chata y estrecha. Pero el retorno litúrgico a la vida cotidiana (a Galilea) quiere decirnos que no tiene por qué ser así. De hecho, el paso a la cotidianidad lo ha marcado Pentecostés, la tercera Pascua cristiana, una nueva explosión de luz. Volvemos a la vida cotidiana iluminados por el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús (que está con nosotros hasta el fin del mundo), el Espíritu del Amor.
De este modo, la liturgia nos dice que la vida cotidiana no es el lugar que entierra nuestros ideales, sino el campo en el que se han de realizar. Los ideales no pueden ser sólo hermosas ideas con las que nos evadimos de la realidad, sino que son universos de valor y de sentido que deben adquirir carne en los acontecimientos, con frecuencia menudos, que componen nuestra vida. La encarnación, como la de Jesús, como toda realización, es siempre un cierto empequeñecimiento, una “kénosis”, un anonadamiento, pero es también una concreción que da densidad real a los ideales puros y abstractos.
Así pues, aunque la Pascua ha terminado y hemos regresado a la cotidianidad de nuestra vida, a Galilea, la liturgia no parece querer despedirse tan deprisa de ese tiempo luminoso. Van apareciendo los destellos de la luz Pascual. El primero, el domingo posterior a Pentecostés, ha sido la fiesta de la Santísima Trinidad, la revelación de la vida interna de Dios, que no es otra cosa que amor: unidad en la diferencia. Y, de hecho, la encarnación del ideal cristiano, de todo el mensaje de la Pascua, es sencillamente el amor, realizado en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. El amor no es “una norma”, menos aún una “entre otras”, sino la misma vida de Dios recibida como don y actuando en nosotros. Vivir con sentido, infundir valor a lo que hacemos, ser capaces de renunciar a ciertos caprichos dictados por nuestro egoísmo, estar por encima de nuestros humores y estados de ánimo para prestar atención a lo que realmente vale la pena y a los que nos rodean…, todo eso realiza, aunque sea imperfectamente, el ideal del amor cristiano. Todo eso es posible, y es fruto del Espíritu.
El segundo destello de la luz pascual en el tiempo ordinario es esta solemnidad del Corpus Christi, que tradicionalmente se celebraba el jueves siguiente al domingo de la Trinidad, y que ahora se ha trasladado a este domingo, y que nos alimenta y da fuerzas para amar en el camino de nuestra vida cotidiana.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,51-58):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
La crisis de la misa es, probablemente, el símbolo más expresivo de la crisis que se está viviendo en el cristianismo actual. Cada vez aparece con más evidencia que el cumplimiento fiel del ritual de la Eucaristía, tal como ha quedado configurado a lo largo de los siglos, es insuficiente para alimentar el contacto vital con Cristo que necesita hoy la Iglesia.
El alejamiento silencioso de tantos cristianos que abandonan la misa dominical, la ausencia generalizada de los jóvenes, incapaces de entender y gustar la celebración, las quejas y demandas de quienes siguen asistiendo con fidelidad ejemplar, nos están gritando a todos que la Iglesia necesita en el centro mismo de sus comunidades una experiencia sacramental mucho más viva y sentida.
Sin embargo, nadie parece sentirse responsable de lo que está ocurriendo. Somos víctimas de la inercia, la cobardía o la pereza. Un día, quizás no tan lejano, una Iglesia más frágil y pobre, pero con más capacidad de renovación, emprenderá la transformación del ritual de la Eucaristía, y la jerarquía asumirá su responsabilidad apostólica para tomar decisiones que hoy no nos atrevemos ni a plantear.
Mientras tanto no podemos permanecer pasivos. Para que un día se produzca una renovación litúrgica de la Cena del Señor es necesario crear un nuevo clima en las comunidades cristianas. Hemos de sentir de manera mucho más viva la necesidad de recordar a Jesús y hacer de su memoria el principio de una transformación profunda de nuestra experiencia religiosa.
La última Cena es el gesto privilegiado en el que Jesús, ante la proximidad de su muerte, recapitula lo que ha sido su vida y lo que va a ser su crucifixión. En esa Cena se concentra y revela de manera excepcional el contenido salvador de toda su existencia: su amor al Padre y su compasión hacia los humanos, llevado hasta el extremo.
Por eso es tan importante una celebración viva de la Eucaristía. En ella actualizamos la presencia de Jesús en medio de nosotros. Reproducir lo que él vivió al término de su vida, plena e intensamente fiel al proyecto de su Padre, es la experiencia privilegiada que necesitamos para alimentar nuestro seguimiento a Jesús y nuestro trabajo para abrir caminos al Reino.
Hemos de escuchar con mas hondura el mandato de Jesús: "Haced esto en memoria mía". En medio de dificultades, obstáculos y resistencias, hemos de luchar contra el olvido. Necesitamos hacer memoria de Jesús con más verdad y autenticidad.
Necesitamos reavivar y renovar la celebración de la Eucaristía.
La carne de Cristo es nuestro pan
La vuelta a la vida cotidiana y los destellos de la Pascua
El fin de la Pascua ha significado litúrgicamente el retorno a la vida cotidiana. Abandonamos el oasis de luz del tiempo pascual y nos enfrentamos con las ocupaciones y preocupaciones de todos los días. La vida cotidiana es con frecuencia algo gris y puede convertirse con facilidad en la tumba de los grandes ideales. Así también en la vida cristiana: la luz de la Pascua se apaga ante la presión de la realidad chata y estrecha. Pero el retorno litúrgico a la vida cotidiana (a Galilea) quiere decirnos que no tiene por qué ser así. De hecho, el paso a la cotidianidad lo ha marcado Pentecostés, la tercera Pascua cristiana, una nueva explosión de luz. Volvemos a la vida cotidiana iluminados por el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús (que está con nosotros hasta el fin del mundo), el Espíritu del Amor.
De este modo, la liturgia nos dice que la vida cotidiana no es el lugar que entierra nuestros ideales, sino el campo en el que se han de realizar. Los ideales no pueden ser sólo hermosas ideas con las que nos evadimos de la realidad, sino que son universos de valor y de sentido que deben adquirir carne en los acontecimientos, con frecuencia menudos, que componen nuestra vida. La encarnación, como la de Jesús, como toda realización, es siempre un cierto empequeñecimiento, una “kénosis”, un anonadamiento, pero es también una concreción que da densidad real a los ideales puros y abstractos.
Así pues, aunque la Pascua ha terminado y hemos regresado a la cotidianidad de nuestra vida, a Galilea, la liturgia no parece querer despedirse tan deprisa de ese tiempo luminoso. Van apareciendo los destellos de la luz Pascual. El primero, el domingo posterior a Pentecostés, ha sido la fiesta de la Santísima Trinidad, la revelación de la vida interna de Dios, que no es otra cosa que amor: unidad en la diferencia. Y, de hecho, la encarnación del ideal cristiano, de todo el mensaje de la Pascua, es sencillamente el amor, realizado en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. El amor no es “una norma”, menos aún una “entre otras”, sino la misma vida de Dios recibida como don y actuando en nosotros. Vivir con sentido, infundir valor a lo que hacemos, ser capaces de renunciar a ciertos caprichos dictados por nuestro egoísmo, estar por encima de nuestros humores y estados de ánimo para prestar atención a lo que realmente vale la pena y a los que nos rodean…, todo eso realiza, aunque sea imperfectamente, el ideal del amor cristiano. Todo eso es posible, y es fruto del Espíritu.
El segundo destello de la luz pascual en el tiempo ordinario es esta solemnidad del Corpus Christi, que tradicionalmente se celebraba el jueves siguiente al domingo de la Trinidad, y que ahora se ha trasladado a este domingo, y que nos alimenta y da fuerzas para amar en el camino de nuestra vida cotidiana.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,51-58):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Celebramos la fiesta del Corpus Christi: el cuerpo entregado y la sangre derramada de Jesús para la salvación de la humanidad. Esta fiesta está instituida en la Iglesia desde el siglo XIII. En la Edad media se planteaban innumerables cuestiones sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía. La Iglesia entonces vio conveniente, en vez de debatir tanto sobre la Eucaristía, mostrarla, sacándola a la calle. Lo que celebramos en esta fiesta es que Jesucristo está realmente presente en el sacramento de la Eucaristía, en el pan que comulgamos.
A propósito del significado de la fiesta, el Evangelio de hoy nos dice que Jesús es el pan vivo que ha bajado del cielo, pan que da la vida eterna, no como el maná, que lo comieron y murieron. El cuerpo de Cristo es alimento para la vida presente y para la vida eterna. El sacrificio de Jesús en la cruz nos abre el camino para la vida eterna. Participar del Cuerpo y la Sangre del Señor es incorporarse a la vida divina, al Cuerpo de Cristo.
La primera lectura nos habla del maná que comió el pueblo de Israel en el desierto; maná que es prefiguración del Cuerpo de Cristo. También dice la primera lectura una cosa interesante: "Recuerda (lo que has pasado y lo que hizo Dios contigo en Egipto y en el desierto) no sea que te olvides del Señor, tu Dios". Es importante la memoria para tener presente todo lo que hemos pasado en la vida y todo lo que Dios ha hecho por nosotros, para no olvidarnos de Dios.
Se nos invita, por tanto, a adorar a Cristo, presente en la Eucaristía. Un cristiano no puede vivir sin Eucaristía, sin comulgar el Cuerpo de Cristo. ¡Cuántos cristianos hay que pretenden vivir su fe por libre sin celebrar la Eucaristía con la comunidad! ¡Cuántos cristianos hay que, celebrando la Eucaristía, no se atreven a comulgar porque tienen conciencia de estar alejados de Dios por el pecado, pero no se acercan al sacramento de la penitencia!
No se puede ser cristiano sin celebrar la Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento central del cristianismo. Quien vive su fe por libre, sin los sacramentos, se termina alejando de Dios. No se puede ser cristiano sin encontrarse con Jesucristo; este encuentro se produce, no en la intimidad de la propia conciencia, sino en los sacramentos, que es donde está Cristo presente. No se puede ser cristiano sin comulgar el Cuerpo de Cristo. También hay que decir que quien comulga el Cuerpo de Cristo sin darle su valor está comulgando su propia condenación.
Cristo está realmente presente en la Eucaristía y Cristo está realmente presente en el prójimo. También hoy se nos invita a considerar esta verdad. Dice la segunda lectura que nos une el Cuerpo y la Sangre de Cristo. "El pan es uno y, así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan". Quien comulga el Cuerpo de Cristo, forma parte de su cuerpo y está unido fraternalmente a los miembros del Cuerpo de Cristo, que son los hermanos. Dice una canción, expresando esta idea: "Comeremos de la mesa que nos dio el Señor, aprendiendo a compartir el mismo pan, pero luego en nuestro pueblo hay que comprobar si la mesa lleva a la fraternidad". No se puede adorar a Cristo en la Eucaristía y despreciarlo en el prójimo, porque si decimos que amamos a Dios, a quien no vemos, y no amamos al prójimo, a quien vemos, somos unos mentirosos, nos dice San Juan.
Ser cristiano, pues, tiene unas consecuencias sociales inevitables, que se derivan de la presencia de Jesucristo en la Eucaristía y del mandamiento nuevo del amor que nos dejó Jesús en el momento de la institución de la Eucaristía.
Por eso, en este día, se celebra el día de Cáritas, la institución que intenta canalizar y concretar la solidaridad de los cristianos para que nuestra ayuda sea más eficaz. Nos tenemos que convencer que es mejor ayudar a los demás a través de Cáritas, que hacerlo por libre. Es mejor buscar soluciones a los problemas de la gente, que darles limosna.
Este año desde Cáritas se nos recuerda que "Las cosas importantes se hacen con corazón (Una sociedad con valores es una sociedad con futuro)".
Que sepamos adorar a Jesucristo en la Eucaristía y en el prójimo, donde está realmente presente.
Fuentes:
Iluminación Divina
Corpus Christi
José A. Pagola
Pedro Crespo
Ángel Corbalán
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