Mateo introduce su relato diciendo que Jesús, al ver el gentío que lo ha seguido por tierra desde sus pueblos hasta aquel lugar solitario, «se conmovió hasta las entrañas». No es un detalle pintoresco del narrador. La compasión hacia esa gente donde hay muchas mujeres y niños, es lo que va a inspirar toda la actuación de Jesús.
De hecho, Jesús no se dedica a predicarles su mensaje. Nada se dice de su enseñanza. Jesús está pendiente de sus necesidades. El evangelista solo habla de sus gestos de bondad y cercanía. Lo único que hace en aquel lugar desértico es «curar» a los enfermos y «dar de comer» a la gente. El momento es difícil. Se encuentran en un lugar despoblado donde no hay comida ni alojamiento. Es muy tarde y la noche está cerca. El diálogo entre los discípulos y Jesús nos va revelar la actitud del Profeta de la compasión: sus seguidores no han de desentenderse de los problemas materiales de la gente.
Los discípulos le hacen una sugerencia llena de realismo: «Despide a la multitud», que se vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús reacciona de manera inesperada. No quiere que se vayan en esas condiciones, sino que se queden junto a él. Esa pobre gente es la que más le necesita. Entonces les ordena lo imposible: «Dadles vosotros de comer».
De nuevo los discípulos le hacen una llamada al realismo: «No tenemos más que cinco panes y dos peces». No es posible alimentar con tan poco el hambre de tantos. Pero Jesús no los puede abandonar. Sus discípulos han de aprender a ser más sensibles a los sufrimientos de la gente. Por eso, les pide que le traigan lo poco que tienen.
Al final, es Jesús quien los alimenta a todos y son sus discípulos los que dan de comer a la gente. En manos de Jesús lo poco se convierte en mucho. Aquella aportación tan pequeña e insuficiente adquiere con Jesús una fecundidad sorprendente. No hemos de olvidar los cristianos que la compasión de Jesús ha de estar siempre en el centro de su Iglesia como principio inspirador de todo lo que hacemos. Nos alejamos de Jesús siempre que reducimos la fe a un falso espiritualismo que nos lleva a desentendernos de los problemas materiales de las personas.
En nuestras comunidades cristianas son hoy más necesarios los gestos de solidaridad que las palabras hermosas. Hemos de descubrir también nosotros que con poco se puede hacer mucho. Jesús puede multiplicar nuestros pequeños gestos solidarios y darles una eficacia grande. Lo importante es no desentendernos de nadie que necesite acogida y ayuda.
Dadles vosotros de comer
El episodio de la multiplicación de los panes prolonga de otra manera el anuncio del Reino de Dios que en las últimas semanas Jesús nos ha explicado por medio de las parábolas. Y es que la predicación no se realiza sólo con palabras, sino también con acciones y signos que encarnan aquellas, y que también hablan de manera elocuente de que el Reino de Dios se ha hecho ya presente.
La presencia del Reino de Dios no excluye las asechanzas del mal (recordemos la parábola del trigo y la cizaña), incluso sus victorias parciales. El arranque del evangelio de hoy se refiere a ello: Jesús se enteró de la muerte de Juan el Bautista y decidió apartarse. No se trata de una huida, sino de un retiro. De hecho, la muerte de un ser cercano pide retiro y soledad. Y Juan no era para Jesús un cualquiera: unidos en el ministerio profético, Juan le abrió el camino, incluso es posible que Jesús hubiera pertenecido a los círculos del Bautista. La muerte de Juan no podía serle indiferente a Jesús, que veía en aquella muerte una profecía de la suya propia. El lugar tranquilo al que se retira Jesús es el desierto (un despoblado). El desierto, lugar de peligros y tentaciones, es también ocasión para experimentar a Dios sin interferencias.
Sin embargo, “la gente” busca a Jesús y él, que buscaba soledad y tranquilidad, no los rehúye, al contrario, los mira y siente compasión, va al encuentro y los cura. Jesús, como vemos, habla y actúa. Es la Palabra encarnada y, por eso mismo, no se limita a predicar, sino que traduce sus palabras en gestos y acciones que confirman la verdad de su predicación. Son acciones cuyo significado aquella gente entendía, pues veía en ellos el cumplimiento de antiguas promesas, que hablaban de curación: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Is 53, 5); pero también de abundancia de alimento: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde… Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos”. Y, a través de esos signos, entendían que se cumplía la promesa de una nueva y definitiva alianza, el advenimiento del Reino de Dios.
En estas acciones se descubre la actitud de un Jesús que no evita los problemas más concretos y perentorios de los que acuden a él. Jesús no predica y después despacha a la gente; no les dice, “yo ya os he alimentado espiritualmente, os he ilustrado en la cuestión religiosa; ahora, el pan material y ese tipo de problemas resolvedlos vosotros mismos, a mí no me incumben”. A Jesús le interesa el hombre entero, cuerpo y alma, y es por el hombre entero con sus problemas más concretos por el que siente compasión y trata de encontrar un remedio. Y lo hace, y esto es muy importante, implicando a sus discípulos. Igual que no dice que estos problemas no le incumben, tampoco dice que esos problemas, como el hambre de la multitud, que superan las normales fuerzas humanas, son sólo cosa suya, ya que sólo él tiene el poder de realizar milagros. Los milagros de Jesús no son cosa de magia. Por eso, ante estas necesidades más inmediatas y materiales, Jesús se dirige a sus discípulos y les lanza un desafío: “no los despachéis, dadles vosotros de comer”. Pero, ¿cómo? Se trata de una multitud y nuestras fuerzas y medios son demasiado escasos. Los discípulos han querido que la gente se buscara la vida por su cuenta, pero Jesús los llama a implicarse en un problema que supera sus posibilidades.
Realmente, ante los enormes problemas del mundo en el que vivimos, nosotros, discípulos de Jesús, podemos tener la tentación de pensar que, puesto que nuestras posibilidades son tan limitadas, nos basta con ocuparnos de la parte religiosa, de la oración y el testimonio, mientras que de lo demás es preciso que se ocupen otros, sean los propios interesados, sean los poderes del Estado. Pero, ante esos mismos problemas, Jesús sigue diciéndonos, hoy como ayer, “no, dadles vosotros de comer”. ¿Cómo?, nos preguntamos de nuevo. Jesús, nuestro Maestro, no nos pide imposibles, sino que nos enseña hoy que para poder repartir primero hay que compartir: traerle y darle eso poco que tenemos, que es lo único que nos pide, y ponerlo a su disposición, él tiene la capacidad de multiplicarlo. Por eso Jesús no se limita a hacer un milagro “mágico”, sólo suyo, que no implica a sus discípulos, sino que los llama y hace el milagro de implicarlos, de hacerlos participar en la compasión que siente hacia las gentes, de despertar en ellos la generosidad de entregarle lo poco que tenían (cinco panes y dos peces para los doce, que les garantizaba a ellos solos y a duras penas su propio sustento) para que Jesús se lo diera a los hambrientos. Cuando le damos a Jesús lo poco que tenemos, ese poco se convierte en mucho, hasta el punto de llegar para todos.
El milagro que Jesús ha realizado es el milagro de la fraternidad, que incluye la voluntad de responder a las necesidades concretas de nuestros hermanos. Y es este milagro que nos une a Jesús, haciéndonos compartir sus propios sentimientos (cf. Flp 2, 5) y nos abre a las necesidades de los hermanos, convirtiéndonos en colaboradores de Cristo en el ministerio de la compasión, lo que establece un vínculo que, como dice Pablo, nadie puede romper: unidos al amor de Cristo de esta manera, como miembros activos de su fraternidad, nada puede separarnos de él. Porque en esta fraternidad las tribulaciones, sufrimientos y necesidades se convierten en ocasiones para experimentar ese mismo amor de Cristo, que nos ve, se compadece, nos cura y nos da de comer, y nos llama a ver, compadecer, curar, compartir y dar de comer.
Entendemos que el pan multiplicado por Jesús en este milagro de la compasión, el compartir y la fraternidad sacia no sólo el hambre del cuerpo. El milagro no es sólo una multiplicación material, sino que establece nuevas relaciones con Dios y entre los hombres. Dios muestra aquí su rostro compasivo en la humanidad de Cristo que llega a la multitud por mano de sus discípulos. Este pan es también el pan de la Eucaristía, como lo muestran los gestos y acciones de Jesús al repartirlo: “alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos”.
Vivimos en un mundo con muchas, demasiadas tribulaciones: se sigue matando a los profetas, como Juan el Bautista, y multitudes de nuestro mundo siguen padeciendo enfermedades y hambre, siguen buscando a quién los cure y sacie. Son muchos los males que amenazan con separarnos del amor de Dios, de la fe en un Dios bueno y providente. Pero nosotros, discípulos de Jesús, sabemos que, en realidad, nada puede separarnos de su amor, y que esa seguridad nos fortalece para mirar a este mundo nuestro con los ojos de Cristo, sentir con él compasión y escuchar hoy, una vez más, su bondadoso mandato, “dadles vosotros de comer”.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (14,13-21):
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.»
Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.»
Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.»
Les dijo: «Traédmelos.»
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Buscando alguna idea que pudiera resumir y concretar lo que nos quieren decir las lecturas de este domingo XVIII del tiempo ordinario, creo que puede ser la siguiente: Dios sacia tu hambre de felicidad. Efectivamente, el único que puede saciar el deseo de plenitud que todos llevamos dentro es Dios. Todos tenemos la experiencia de ver como en nuestro interior surgen deseos de realización personal; hemos intentado saciarlos en distintas cosas y personas, pero el deseo sigue permaneciendo, porque sólo Dios lo puede colmar. Esto es lo que creo que nos quieren decir las lecturas.
La primera lectura es una clara expresión de esta idea: "Venid, sedientos todos", "los que no tenéis dinero", "comed sin pagar"; "¿por qué gastáis dinero en lo que no alimenta?". Dios invita a todos, de un modo especial a los pobres, a saciar su hambre y su sed, como señal de la alianza que va a realizar con su pueblo. Hace reflexionar sobre esos gastos "en lo que no alimenta". ¡Cuánto tiempo y energías hemos gastado en lo que no puede saciarnos nuestra hambre y sed de felicidad! Cuantos más instintivos son los deseos, más hartura produce su satisfacción y, por consiguiente, más insatisfechos nos deja con respecto a los deseos de plenitud.
La segunda lectura también contiene esta idea. Nada podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Cuando uno ha experimentado el amor de Dios es prácticamente imposible que se pueda apartar de él. Cuando uno ha experimentado el amor de Dios es difícil que se pueda ir a otras fuentes a saciar su sed. Nada nos puede apartar del amor de Dios: ni la aflicción, ni la angustia (hay personas a las que las malas experiencias de la vida: el sufrimiento, por ejemplo, les separa del amor de Dios); ni la persecución (en la actualidad, entre nosotros, no se da persecución por el hecho de ser cristiano; alguna incomprensión si parece que se da); ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada, ni la muerte, ni la vida (hay personas a las que la muerte de un ser querido les afecta tan negativamente que piensan que Dios se ha olvidado de ellos; o a las que las dificultades que experimentan en la vida les hace dudar del amor de Dios); ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro. En todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado.
También esta idea: Dios sacia el deseo felicidad del ser humano, aparece en el texto del Evangelio de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús sacia al ser humano en su hambre material y espiritual.
Jesús, enterado de la muerte de Juan el Bautista, seguramente impresionado, se marcha a un lugar tranquilo para asimilar esa muerte; pero se encuentra con la gente que le sigue. Olvida "sus problemas" y se centra en las necesidades de los demás. Le dio lástima de la gente y cura a los enfermos. Es interesante esta lección de Jesús: una persona que ama a los demás, nunca está centrada un uno mismo, sino en los demás. Esta actitud de Jesús contrasta con la de los apóstoles, que sólo ponen pegas: "Estamos en despoblado y es muy tarde; despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer"; a lo que Jesús les dice: "dadles vosotros de comer". Los discípulos responden con otra pega: "Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces". Jesús hace una multiplicación de los panes y los peces, que recuerda a la Eucaristía y da de comer a toda la gente. Jesús puede saciar el hambre que todos tenemos.
También este texto de la multiplicación de los panes y los peces tiene otro mensaje importante: Jesús les dice a sus discípulos: "dadles vosotros de comer". Se nos invita a todos a que saciemos el hambre y la sed de los necesitados de pan y de felicidad. O dicho de otro modo, si hemos experimentado el amor de Dios, la felicidad que Dios nos da, si hemos comido el pan de la Eucaristía, ese amor, esa felicidad, ese pan, lo tenemos que llevar a los demás. Dios y "las cosas de Dios" no valen para quedarse estancadas entre cuatro paredes – aunque sean las paredes del sagrario – o las paredes del interior de la persona; Dios es para ser comunicado a los demás.
Que acudamos a Dios, a comer y a beber sin pagar, ¡Qué Dios es gratis! Que saciemos en él nuestro deseo de felicidad y que lo acerquemos a los demás para que ellos también lo puedan encontrar.
De hecho, Jesús no se dedica a predicarles su mensaje. Nada se dice de su enseñanza. Jesús está pendiente de sus necesidades. El evangelista solo habla de sus gestos de bondad y cercanía. Lo único que hace en aquel lugar desértico es «curar» a los enfermos y «dar de comer» a la gente. El momento es difícil. Se encuentran en un lugar despoblado donde no hay comida ni alojamiento. Es muy tarde y la noche está cerca. El diálogo entre los discípulos y Jesús nos va revelar la actitud del Profeta de la compasión: sus seguidores no han de desentenderse de los problemas materiales de la gente.
Los discípulos le hacen una sugerencia llena de realismo: «Despide a la multitud», que se vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús reacciona de manera inesperada. No quiere que se vayan en esas condiciones, sino que se queden junto a él. Esa pobre gente es la que más le necesita. Entonces les ordena lo imposible: «Dadles vosotros de comer».
De nuevo los discípulos le hacen una llamada al realismo: «No tenemos más que cinco panes y dos peces». No es posible alimentar con tan poco el hambre de tantos. Pero Jesús no los puede abandonar. Sus discípulos han de aprender a ser más sensibles a los sufrimientos de la gente. Por eso, les pide que le traigan lo poco que tienen.
Al final, es Jesús quien los alimenta a todos y son sus discípulos los que dan de comer a la gente. En manos de Jesús lo poco se convierte en mucho. Aquella aportación tan pequeña e insuficiente adquiere con Jesús una fecundidad sorprendente. No hemos de olvidar los cristianos que la compasión de Jesús ha de estar siempre en el centro de su Iglesia como principio inspirador de todo lo que hacemos. Nos alejamos de Jesús siempre que reducimos la fe a un falso espiritualismo que nos lleva a desentendernos de los problemas materiales de las personas.
En nuestras comunidades cristianas son hoy más necesarios los gestos de solidaridad que las palabras hermosas. Hemos de descubrir también nosotros que con poco se puede hacer mucho. Jesús puede multiplicar nuestros pequeños gestos solidarios y darles una eficacia grande. Lo importante es no desentendernos de nadie que necesite acogida y ayuda.
Dadles vosotros de comer
El episodio de la multiplicación de los panes prolonga de otra manera el anuncio del Reino de Dios que en las últimas semanas Jesús nos ha explicado por medio de las parábolas. Y es que la predicación no se realiza sólo con palabras, sino también con acciones y signos que encarnan aquellas, y que también hablan de manera elocuente de que el Reino de Dios se ha hecho ya presente.
La presencia del Reino de Dios no excluye las asechanzas del mal (recordemos la parábola del trigo y la cizaña), incluso sus victorias parciales. El arranque del evangelio de hoy se refiere a ello: Jesús se enteró de la muerte de Juan el Bautista y decidió apartarse. No se trata de una huida, sino de un retiro. De hecho, la muerte de un ser cercano pide retiro y soledad. Y Juan no era para Jesús un cualquiera: unidos en el ministerio profético, Juan le abrió el camino, incluso es posible que Jesús hubiera pertenecido a los círculos del Bautista. La muerte de Juan no podía serle indiferente a Jesús, que veía en aquella muerte una profecía de la suya propia. El lugar tranquilo al que se retira Jesús es el desierto (un despoblado). El desierto, lugar de peligros y tentaciones, es también ocasión para experimentar a Dios sin interferencias.
Sin embargo, “la gente” busca a Jesús y él, que buscaba soledad y tranquilidad, no los rehúye, al contrario, los mira y siente compasión, va al encuentro y los cura. Jesús, como vemos, habla y actúa. Es la Palabra encarnada y, por eso mismo, no se limita a predicar, sino que traduce sus palabras en gestos y acciones que confirman la verdad de su predicación. Son acciones cuyo significado aquella gente entendía, pues veía en ellos el cumplimiento de antiguas promesas, que hablaban de curación: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Is 53, 5); pero también de abundancia de alimento: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde… Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos”. Y, a través de esos signos, entendían que se cumplía la promesa de una nueva y definitiva alianza, el advenimiento del Reino de Dios.
En estas acciones se descubre la actitud de un Jesús que no evita los problemas más concretos y perentorios de los que acuden a él. Jesús no predica y después despacha a la gente; no les dice, “yo ya os he alimentado espiritualmente, os he ilustrado en la cuestión religiosa; ahora, el pan material y ese tipo de problemas resolvedlos vosotros mismos, a mí no me incumben”. A Jesús le interesa el hombre entero, cuerpo y alma, y es por el hombre entero con sus problemas más concretos por el que siente compasión y trata de encontrar un remedio. Y lo hace, y esto es muy importante, implicando a sus discípulos. Igual que no dice que estos problemas no le incumben, tampoco dice que esos problemas, como el hambre de la multitud, que superan las normales fuerzas humanas, son sólo cosa suya, ya que sólo él tiene el poder de realizar milagros. Los milagros de Jesús no son cosa de magia. Por eso, ante estas necesidades más inmediatas y materiales, Jesús se dirige a sus discípulos y les lanza un desafío: “no los despachéis, dadles vosotros de comer”. Pero, ¿cómo? Se trata de una multitud y nuestras fuerzas y medios son demasiado escasos. Los discípulos han querido que la gente se buscara la vida por su cuenta, pero Jesús los llama a implicarse en un problema que supera sus posibilidades.
Realmente, ante los enormes problemas del mundo en el que vivimos, nosotros, discípulos de Jesús, podemos tener la tentación de pensar que, puesto que nuestras posibilidades son tan limitadas, nos basta con ocuparnos de la parte religiosa, de la oración y el testimonio, mientras que de lo demás es preciso que se ocupen otros, sean los propios interesados, sean los poderes del Estado. Pero, ante esos mismos problemas, Jesús sigue diciéndonos, hoy como ayer, “no, dadles vosotros de comer”. ¿Cómo?, nos preguntamos de nuevo. Jesús, nuestro Maestro, no nos pide imposibles, sino que nos enseña hoy que para poder repartir primero hay que compartir: traerle y darle eso poco que tenemos, que es lo único que nos pide, y ponerlo a su disposición, él tiene la capacidad de multiplicarlo. Por eso Jesús no se limita a hacer un milagro “mágico”, sólo suyo, que no implica a sus discípulos, sino que los llama y hace el milagro de implicarlos, de hacerlos participar en la compasión que siente hacia las gentes, de despertar en ellos la generosidad de entregarle lo poco que tenían (cinco panes y dos peces para los doce, que les garantizaba a ellos solos y a duras penas su propio sustento) para que Jesús se lo diera a los hambrientos. Cuando le damos a Jesús lo poco que tenemos, ese poco se convierte en mucho, hasta el punto de llegar para todos.
El milagro que Jesús ha realizado es el milagro de la fraternidad, que incluye la voluntad de responder a las necesidades concretas de nuestros hermanos. Y es este milagro que nos une a Jesús, haciéndonos compartir sus propios sentimientos (cf. Flp 2, 5) y nos abre a las necesidades de los hermanos, convirtiéndonos en colaboradores de Cristo en el ministerio de la compasión, lo que establece un vínculo que, como dice Pablo, nadie puede romper: unidos al amor de Cristo de esta manera, como miembros activos de su fraternidad, nada puede separarnos de él. Porque en esta fraternidad las tribulaciones, sufrimientos y necesidades se convierten en ocasiones para experimentar ese mismo amor de Cristo, que nos ve, se compadece, nos cura y nos da de comer, y nos llama a ver, compadecer, curar, compartir y dar de comer.
Entendemos que el pan multiplicado por Jesús en este milagro de la compasión, el compartir y la fraternidad sacia no sólo el hambre del cuerpo. El milagro no es sólo una multiplicación material, sino que establece nuevas relaciones con Dios y entre los hombres. Dios muestra aquí su rostro compasivo en la humanidad de Cristo que llega a la multitud por mano de sus discípulos. Este pan es también el pan de la Eucaristía, como lo muestran los gestos y acciones de Jesús al repartirlo: “alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos”.
Vivimos en un mundo con muchas, demasiadas tribulaciones: se sigue matando a los profetas, como Juan el Bautista, y multitudes de nuestro mundo siguen padeciendo enfermedades y hambre, siguen buscando a quién los cure y sacie. Son muchos los males que amenazan con separarnos del amor de Dios, de la fe en un Dios bueno y providente. Pero nosotros, discípulos de Jesús, sabemos que, en realidad, nada puede separarnos de su amor, y que esa seguridad nos fortalece para mirar a este mundo nuestro con los ojos de Cristo, sentir con él compasión y escuchar hoy, una vez más, su bondadoso mandato, “dadles vosotros de comer”.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (14,13-21):
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.»
Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.»
Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.»
Les dijo: «Traédmelos.»
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Buscando alguna idea que pudiera resumir y concretar lo que nos quieren decir las lecturas de este domingo XVIII del tiempo ordinario, creo que puede ser la siguiente: Dios sacia tu hambre de felicidad. Efectivamente, el único que puede saciar el deseo de plenitud que todos llevamos dentro es Dios. Todos tenemos la experiencia de ver como en nuestro interior surgen deseos de realización personal; hemos intentado saciarlos en distintas cosas y personas, pero el deseo sigue permaneciendo, porque sólo Dios lo puede colmar. Esto es lo que creo que nos quieren decir las lecturas.
La primera lectura es una clara expresión de esta idea: "Venid, sedientos todos", "los que no tenéis dinero", "comed sin pagar"; "¿por qué gastáis dinero en lo que no alimenta?". Dios invita a todos, de un modo especial a los pobres, a saciar su hambre y su sed, como señal de la alianza que va a realizar con su pueblo. Hace reflexionar sobre esos gastos "en lo que no alimenta". ¡Cuánto tiempo y energías hemos gastado en lo que no puede saciarnos nuestra hambre y sed de felicidad! Cuantos más instintivos son los deseos, más hartura produce su satisfacción y, por consiguiente, más insatisfechos nos deja con respecto a los deseos de plenitud.
La segunda lectura también contiene esta idea. Nada podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Cuando uno ha experimentado el amor de Dios es prácticamente imposible que se pueda apartar de él. Cuando uno ha experimentado el amor de Dios es difícil que se pueda ir a otras fuentes a saciar su sed. Nada nos puede apartar del amor de Dios: ni la aflicción, ni la angustia (hay personas a las que las malas experiencias de la vida: el sufrimiento, por ejemplo, les separa del amor de Dios); ni la persecución (en la actualidad, entre nosotros, no se da persecución por el hecho de ser cristiano; alguna incomprensión si parece que se da); ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada, ni la muerte, ni la vida (hay personas a las que la muerte de un ser querido les afecta tan negativamente que piensan que Dios se ha olvidado de ellos; o a las que las dificultades que experimentan en la vida les hace dudar del amor de Dios); ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro. En todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado.
También esta idea: Dios sacia el deseo felicidad del ser humano, aparece en el texto del Evangelio de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús sacia al ser humano en su hambre material y espiritual.
Jesús, enterado de la muerte de Juan el Bautista, seguramente impresionado, se marcha a un lugar tranquilo para asimilar esa muerte; pero se encuentra con la gente que le sigue. Olvida "sus problemas" y se centra en las necesidades de los demás. Le dio lástima de la gente y cura a los enfermos. Es interesante esta lección de Jesús: una persona que ama a los demás, nunca está centrada un uno mismo, sino en los demás. Esta actitud de Jesús contrasta con la de los apóstoles, que sólo ponen pegas: "Estamos en despoblado y es muy tarde; despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer"; a lo que Jesús les dice: "dadles vosotros de comer". Los discípulos responden con otra pega: "Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces". Jesús hace una multiplicación de los panes y los peces, que recuerda a la Eucaristía y da de comer a toda la gente. Jesús puede saciar el hambre que todos tenemos.
También este texto de la multiplicación de los panes y los peces tiene otro mensaje importante: Jesús les dice a sus discípulos: "dadles vosotros de comer". Se nos invita a todos a que saciemos el hambre y la sed de los necesitados de pan y de felicidad. O dicho de otro modo, si hemos experimentado el amor de Dios, la felicidad que Dios nos da, si hemos comido el pan de la Eucaristía, ese amor, esa felicidad, ese pan, lo tenemos que llevar a los demás. Dios y "las cosas de Dios" no valen para quedarse estancadas entre cuatro paredes – aunque sean las paredes del sagrario – o las paredes del interior de la persona; Dios es para ser comunicado a los demás.
Que acudamos a Dios, a comer y a beber sin pagar, ¡Qué Dios es gratis! Que saciemos en él nuestro deseo de felicidad y que lo acerquemos a los demás para que ellos también lo puedan encontrar.
Fuentes:
Ilumminación Divina
Pedro Crespo Arias
José María Vegas, cmf
Ángel Corbalán
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