Los
Tres Reyes Magos representan la manifestación de Jesucristo, Dios y Señor de
todos los hombres, a todas las razas. Por eso la fiesta que recuerda la visita de los Reyes al
Dios-Hombre, al Rey de Reyes, se denomina “Epifanía”,
que significa “manifestación”.
La
importancia de esta festividad va mucho más allá de lo pintoresco y atractivo
de esta historia que recoge el Evangelio de San Mateo.
Dios-Padre
ha inscrito en el corazón de todos los seres humanos el deso de buscarle.
Y Dios responde a ese anhelo que hay en cada uno de nosotros Sus
creaturas. Y responde, mostrándonos cómo es El y cuál es el camino para
llegar a El, con Su Hijo Jesucristo, que se hace hombre, y nace y vive en
nuestro mundo en un momento dado de nuestra historia. (cfr. Juan Pablo II, En el umbral del Tercer
Milenio).
Jesucristo
es la respuesta de Dios a nuestra búsqueda de El. Es el Salvador del género
humano. Es el “Rey de Reyes”.Es el Dios humanado, el Dios-Hombre.
Eso lo
supieron los Reyes que vinieron de oriente hacia Belén, buscándolo. Dios
se les reveló de alguna manera para estimularlos a realizar un largo viaje, no
exento de muchas dificultades, cada uno desde su sitio de origen. Ellos
habían recibido una inspiración del Señor que los impulsaba a buscar a ese
“Rey” que era mucho más que ellos, ya que Su Reino era mucho mayor que todos
los reinos de la tierra.
Recibieron
una llamada divina para ponerse en marcha y luego la Estrella del Señor los
guiaba por el camino hacia Belén. Por eso dicen los Reyes: “Hemos visto Su Estrella en Oriente y venimos a adorarlo” (Mt. 2, 2).
Y
como viene siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos
que lo hace en nuestro idioma y
relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo que celebramos La Epifanía
del Señor.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (2,1-12):
Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.»
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron: «En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel."»
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.»
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.
Palabra del Señor
Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.»
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron: «En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel."»
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.»
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Sigue la estrella
El misterio de la Navidad es tan grande y
tan profundo, que no basta un día para entrar a fondo en él y descubrir todas
sus dimensiones. A la noche y el día de Navidad, en que contemplamos la luz del
niño Dios nacido en Belén, le siguen otras fiestas que van completando un
cuadro armonioso. La fiesta de la Sagrada Familia nos habla de un contexto de
relaciones humanas, del que la verdadera humanidad de Jesús tenía necesidad
para desarrollarse y crecer. Las fiestas de San Esteban y de los santos
inocentes, para evitar un exceso de sentimentalismo, nos recuerdan que Jesús
nace en un mundo violento e injusto y que Él mismo y otros por su causa habrán
de sufrir las consecuencias de esa situación “no ideal” del mundo en la que
tiene lugar la encarnación.
El misterio se va completando con esta fiesta de la Epifanía o Manifestación de
Cristo a los gentiles, nuestra popular fiesta de los Reyes Magos. Es una fiesta
que enlaza directamente con la del domingo siguiente: el Bautismo del Señor,
otro momento de manifestación, pues es el momento del comienzo del ministerio
público de Cristo; y con la Bodas de Caná, que Juan presenta como el comienzo
de los “signos” que Jesús realiza para anunciar que Dios está ya cumpliendo sus
promesas. De hecho, la liturgia oriental reúne en una sola fiesta (aquí en
Rusia es el día 7 de enero) la Navidad, y la Epifanía.
Mateo dice, con el episodio de los sabios de Oriente, que ya desde su
nacimiento Jesús tiene una significación universal, para todo el mundo, sin
distinción de razas, culturas y nacionalidades. Que Dios se haga hombre (ser
humano) es algo que tiene que importarle a todo el mundo. No puede ser algo
exclusivo de un grupo, un pueblo, incluso una confesión religiosa. Ya, antes de
Cristo, y pese al tono fuertemente nacionalista de la religión judía, se dieron
cuenta de ello los Profetas. Isaías hoy los representa a todos. Es algo que se
deriva naturalmente de su monoteísmo: si el Dios de Israel es el único Dios
verdadero, significa que es el Dios de todos los hombres sin distinción; luego
la revelación que Israel ha recibido es para todo el mundo. Israel descubre así
su vocación sacerdotal, de mediador entre Dios y la humanidad. Y después de la
muerte y resurrección de Cristo, Pablo es el gran batallador por la comprensión
universalista de la fe cristiana, que impide que ésta se reduzca a una
insignificante secta dentro del judaísmo.
Dios nace y se manifiesta: nace para manifestarse, para comunicarse, para
hacerse accesible a todos. Esto tiene una importante consecuencia para la
comprensión de nuestra fe, que no puede reducirse a una “opción privada”, a una
íntima convicción que no debe manifestarse. Hoy, con frecuencia, en nombre de
una tolerancia mal entendida, se nos invita a profesar la fe con tal de que no
la manifestemos, de que la practiquemos en nuestro fuero interno, en el ámbito
privado de nuestras asambleas litúrgicas, pero renunciando a tratar de que la
fe impregne nuestro actuar, nuestro pensamiento y nuestra presencia pública. Es
pedir un imposible. Jesús no vino al mundo a fundar un club privado, sino a
decirnos que Dios es nuestro Padre, que nosotros somos sus hijos y que todos
somos hermanos.
Así pues, respetando sin ambages la libertad de todos y renunciando a imponer
nada a nadie, los cristianos no podemos dejar de proclamar el significado y la
importancia para todos de lo que nuestra fe proclama, y de testimoniar,
invitando a todos, a acercarse a conocer personalmente al hijo de Dios hecho
hombre. Y es que la nuestra es una opción personal, pero no, en modo alguno,
una opción privada.
Un detalle importante de esta fiesta es el de la estrella. Los sabios de
Oriente representan la sabiduría humana. No eran magos, sino sabios,
posiblemente astrólogos o, dicho en lenguaje actual, astrónomos, una especie de
físicos y filósofos, indagadores de la naturaleza y buscadores de la verdad.
Que estos sabios siguiendo la estrella buscaran al niño para adorarlo significa
que entre la fe y la razón no hay contradicción alguna, que la ciencia y la
revelación no son divergentes sino convergentes, pues por caminos distintos se
encaminan a la verdad, el bien y la justicia, que, por vía natural o por vía
revelada, tienen un mismo Autor.
La razón tiene sus limitaciones y en ciertos momentos necesita abrirse a la
iluminación de la revelación. Así, el hombre puede admirar la grandeza y el
poder de Dios al contemplar la naturaleza, pero no puede llegar por la sola
razón al contenido revelado, que le dice que a ese Dios creador que busca en
las estrellas lo puede encontrar en medio de los hombres. Por eso los Reyes
Magos siguiendo la estrella se acercan mucho, pero no pueden llegar hasta el
final. Tienen que preguntar a los representantes del pueblo sacerdotal,
depositario de la revelación. Estos tuercen el gesto, pero consultan el
depósito que se las ha confiado y hallan la respuesta. Es un texto de Isaías el
que despeja el camino hasta el niño recién nacido. Pero causa admiración y perplejidad
que mientras los sabios de Oriente se muestren tan abiertos (a la razón y a la
fe), esos representantes del Pueblo elegido estén tan cerrados a lo que sus
propias Escrituras les dicen. Vemos que ni la razón ni la revelación bastan por
sí mismas. Hacen falta, además, disposiciones personales, es decir, un corazón
bien dispuesto. Si no se da esto, la sola razón puede llevar a la soberbia y a
la negación de Dios; y la actitud religiosa cerrada sobre sí misma puede
convertirse en fanatismo, en la negación del hombre al que en nombre de una
verdad mal entendida se está dispuesto a matar.
Nuestros sabios de Oriente, bien dispuestos y abiertos a las evidencias de la
razón y a las revelaciones de la Escritura, encuentran al niño y le ofrecen sus
dones. Son toda una profesión de fe: oro (el niño es el rey celestial),
incienso (es el Hijo de Dios), y mirra (su trono y su gloria serán la cruz).
Una afortunada tradición ha querido que los reyes magos sigan trayendo sus
regalos a niños y mayores del mundo entero (últimamente se distribuyen el
esfuerzo con San Nicolás, también llamado Santa Klaus). Pero solemos darle a
esta tradición un moralismo indebido: los regalos dependen de si hemos sido
buenos, de si nos hemos portado bien. Como si fueran el premio a un mérito
acumulado. Pero esto no es así. Los regalos se hacen porque se quiere a la
persona agraciada, y con el regalo se le “dice” ese amor, se confirma su ser y
se celebra que exista. Es importante que nos hagamos regalos unos a otros, como
expresión de esos vínculos esenciales que están más allá de todo mérito.
Los magos confiesan y testimonian con sus regalos. Nosotros deberíamos tratar
de regalar al mundo el testimonio de nuestra fe, sin miedo y sin vergüenza,
dando razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Es el mejor regalo que le
podemos hacer, pues el mundo necesita a este niño que ha nacido en Belén.
Regalar la luz que hemos visto en medio de la noche y que hemos recibido con
nuestra fe. Sí, ese es el mejor regalo que podemos y debemos hacer en este
mundo no ideal en el que Jesús ha nacido para todos: ser nosotros mismos
estrellas que indican el camino que lleva a Belén a todos aquellos que buscan a
Dios, y que, incluso sin saberlo, necesitan a Cristo.
JESUS NO EXCLUYE A NADIE!!
Los exegetas que mejor conocen el evangelio de Mateo están actualmente de acuerdo en que este relato es una leyenda que no parece verosímil (Ulirich Luz). Como ya se ha comentado en varias ocasiones, no se cuenta un hecho histórico, sino que se ofrece una enseñanza religiosa.
San Mateo nos cuenta que, cuando Jesús vino al
mundo, unos Magos del lejano Oriente se enteraron de su nacimiento. No
pertenecían al pueblo judío, ni conocían al Dios verdadero, ni practicaban la
auténtica religión; sólo observaban los astros y estudiaban ciencias secretas.
Pero mediante la aparición de una estrella Dios les hizo saber de la llegada
del rey de los judíos a la tierra. También nos dice que los Sumos Sacerdotes y
Escribas judíos pudieron enterarse del nacimiento del Mesías, pero por otro
camino: descifrando las profecías de las Sagradas Escrituras. Finalmente,
también el rey Herodes se enteró del nacimiento de Jesús, por sus asesores
políticos.
El evangelista enseña, así, que Dios quiere hablar
con todos los hombres, y que para ello emplea el lenguaje que cada uno puede
entender. A Herodes le habló a través de sus asesores. A los Maestros de la
Ley, a través de la Biblia. Y a los Magos, a través de sus estudios
astronómicos. Dios no rechaza a nadie. No excluye a nadie de la salvación. Ni
siquiera a los Magos, que para la mentalidad judía de entonces eran extranjeros
despreciados y que vivían en medio de su ignorancia y sus creencias
supersticiosas. También a ellos les dirigió su Palabra, y de una manera en que
pudieran entender.
Hoy en día, en que algunas categorías de personas
(divorciados, matrimonios irregulares, alcohólicos, drogadictos, enfermos de
sida, madres solteras, desvalidos), por uno u otro motivo no encuentran lugar
en la Iglesia, y hasta son excluidas en nombre del mismo Dios, los Reyes Magos
lejos de constituir una historia feliz y romántica para contar a los niños,
representan la advertencia divina de que el Sol sale para todos; y que nadie
debe quedar afuera de la salvación de Dios.
JESÚS NO RECHAZA A
NADIE.
DIFUNDID EL EVANGELIO.
PÁSALO.
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