Uno
de los pasajes más impactantes de la Escritura es el que nos trae el Evangelio
de hoy (Lc. 1, 1-4 y 4, 14-21).
Es impactante, pero pasa bastante inadvertido, muy probablemente por la
discreción de Jesús. Es aquel momento en que Jesús dice que es a El a quien se
refiere la profecía de Isaías que anuncia la labor del Mesías.
Nos
dice el Evangelio que Jesús, habiendo ya realizado su primer milagro en Caná de
Galilea, comenzó a enseñar en las Sinagogas. Es importante notar que
existía un solo Templo, el de Jerusalén, donde se celebraban las grandes
fiestas judías y habían ceremonias en que los Sacerdotes ofrecían
sacrificios. Pero cada pueblos tenía su propia Sinagoga, donde cada
Sábado, se celebraba un oficio litúrgico en el que era fácil participar para
leer y comentar la Palabra de Dios.
Así
fue como Jesús comenzó a darse a conocer: leyendo y enseñando en las
Sinagogas sobre todo de Galilea. Nos dice San Lucas que “todos lo alababan y su fama se extendió
por toda la región”.
Jesús, entonces, decide ir a Nazaret, el pueblo donde había crecido y vivido. Y ese Sábado -no por casualidad, sino seguramente porque como Dios, así lo dispuso- le tocó “el volumen de Profeta Isaías y encontró el pasaje en que estaba escrito” lo que se refería a la misión del Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva ...”
Siempre
que se leía este trozo, la gente pensaba en ese personaje misterioso tan
esperado por todo el pueblo de Israel. Pero ese día en que Jesús lee lo
dicho sobre El, se le ocurre rematar la lectura diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de
la Escritura que acaban de oír”. Que es lo mismo que decir:
“Ese de quien habla Isaías soy Yo”.
Imaginemos
el asombro de los presentes. ¡Pero cómo es posible! ¿No es éste Jesús, el
hijo del carpintero? Nazaret era una ciudad pequeña. Todos lo
conocían como un hombre cualquiera. ¡Y ahora venía a decir que era el
Mesías! La discusión que se suscitó terminó con la sentencia tan conocida
de que “nadie es profeta en su
tierra”. Y hasta trataron de empujar a Jesús por un
barranco. Pero El se les desapareció sin que se dieran cuenta.
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (1,1-4;4,14-21):
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí. Porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él.
Y él se puso a decirles: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
COMENTARIO.
Hasta el momento de la aparición de Jesús como el Mesías, Dios había hablado a su pueblo por medio de los Profetas y también por medio de su Ley.
Por
cierto, la primera lectura pública de la Ley fue hecha después del regreso del
exilio en Babilonia. Era un momento de celebración, que nos trae la
Primera Lectura (Nehemías 8,
2-10).
Todo
el pueblo se congregó para oír la lectura de la Ley de Dios. Esa Asamblea
convocada por Nehemías sirvió de modelo para lo que luego se haría en las
Sinagogas. Todos se emocionaron al punto de lágrimas, por estar reunidos
de regreso a casa, por poder escuchar juntos la lectura de la Ley de Moisés y
por sentirse interpelados por ella. Fue un momento de gran solemnidad.
Sin
embargo, el momento que nos narra el Evangelio, cuando Jesús en su Sinagoga de
Nazaret anunció el cumplimiento de la Profecía de Isaías era -en realidad-
infinitamente más solemne e importante que la gran Asamblea de Nehemías.
Pero parece mucho menos solemne, porque Jesús todo lo hacía en la mayor
discreción, además tal vez por la suavidad con que sucedió el hecho y por la
modestia de las circunstancias que lo rodearon: Jesús, un conocido de
allí, sin la más mínima muestra de exaltación, lee la Profecía y declara que se
estaba cumpliendo en El.
Y
es que había ya llegado el momento, “la plenitud de los tiempos”, en que Dios
ya no hablaba por medio de los enviados, ni por medio de la Ley, sino que
comenzó a hablar El mismo. Pero no le creyeron. “Vino a lo suyos y lo suyos no lo
recibieron” (Jn. 1, 11).
Y nosotros ... ¿creemos en Jesucristo? ¿Y creemos en todo lo que nos ha dicho y dispuesto? ¿Creemos que El es el Mesías que vino a salvarnos? ¿Aprovechamos la salvación que El nos trajo? ¿Deseamos hacer todo lo necesario para salvarnos?
La
Segunda Lectura de San Pablo (1
Cor. 12, 12-30) nos describe el funcionamiento del Cuerpo Místico
de Cristo, su Iglesia, que la constituimos todos, no sólo los Sacerdotes y Obispos.
Y todos tenemos en ella una función, por poco importante que sea. Es como
la Asamblea de Nehemías: hombres, mujeres y niños, gobernantes y
sacerdotes, todo el pueblo. En un cuerpo toda parte es importante, pero
cada una tiene su función. En la Iglesia todos somos necesarios.
Además
nos instruye San Pablo sobre la dependencia que los miembros de ese Cuerpo
tienen entre sí. También nos explica cómo cuando un miembro sufre, los
demás también sufren. Si uno está bien, todos reciben ese bienestar.
Si alguno está mal, todos sienten ese malestar. De allí que nuestra
responsabilidad con los demás miembros sea estar bien, estar bien
espiritualmente, para que ese bienestar espiritual se comunique a los
demás. De otra manera, si estamos mal espiritualmente, ese malestar se
comunica a los demás.
Recalca
el Apóstol lo que nos decía en la lectura del Domingo anterior sobre las
diversas funciones dentro de la Iglesia: apóstoles, profetas, maestros,
los que hacen milagros, los que tienen en don de curar enfermos, los que
administran, etc.
Con
esto nos está describiendo los diferentes carismas, tanto ordinarios, como
extraordinarios, todos necesarios para el buen funcionamiento el Cuerpo, de la
Iglesia.
¿Cómo
estar bien y cómo cumplir con nuestra función en la Iglesia y en el
mundo? Tenemos instrucciones precisas del Papa Juan Pablo II, quien al
comienzo del Tercer Milenio nos entregó una nueva Carta Apóstolica: “Novo
Millennio Inuente” (Nuevo Milenio que comienza).
A
continuación las urgencias y prioridades que nos establecía el representante de
Cristo en la tierra en este documento:
. “Orientar la pastoral cristiana hacia una
experiencia de fe sólida, que haga florecer la santidad”:
El Papa desea que todos seamos santos. La santidad es un llamado de
Cristo para todos, desde el primero hasta el último en su Iglesia. Y la
santidad es un proceso paulatino que consiste en estar entregados en todo la
Voluntad Divina.
.
“Una pedagogía eclesial que proponga ideales elevados y no se contente con una
religiosidad mediocre”:
Nos pide metas exigentes. Nuestra vivencia como cristianos no puede ser
“mediocre”, sino elevada. Y ese ideal elevado no es otro que la misma
santidad. Y ese ideal de santidad nos lleva, no solamente a aceptar los
planes de Dios para nuestra vida, porque no nos quede otro remedio, sino que
nos lleva a vivir con gusto dentro de la Voluntad Divina.
. “Ayudar a redescubrir la oración en toda la profundidad a la que la experiencia cristiana pueda llevarla”: El medio para vivir en santidad y para cumplir nuestra misión no es otro que la oración. Y nos habla de una oración profunda, tan profunda como a cada cual le sea dada. Y oración profunda no es solamente repetir oraciones vocales, necesarias sí, pero no suficientes. El Papa nos está apuntando a la oración de contemplación, de silencio, de recogimiento interior. Y quiere que “redescubramos” esa fuente maravillosa de gracias que es la oración profunda.
.
“Alentar la oración personal, pero sobre todo la comunitaria, comenzando por la
litúrgica, ‘fuente y culmen’ de la vida eclesial”: La oración personal no
basta. Tiene que estar enraizada en la oración litúrgica, en la
Eucaristía. Y si hemos de orar diariamente, también la oración litúrgica
debiera de ser diaria.
.
“Redescubrir el domingo, Pascua de la semana, haciendo que la Eucaristía sea su
corazón”: El
domingo es el “día del Señor”. El centro del domingo tiene que ser,
entonces, la Eucaristía. ¿Qué significa “redescubrir” el domingo?.
Es volver a hacer de ese día el “día del Señor”.
La oración es el agua de la vida
espiritual. La Eucaristía es su alimento. Y el Sacramento de la
Reconciliación es la medicina necesaria para cuando la vida espiritual se
enferma con el pecado. De allí que nos pida insistir con fuerza en
este Sacramento tan necesario para la salud personal de cada uno y para la
salud de todo el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
.
“Recordar el primado de la escucha de la Palabra de Dios, a lo que sigue, por
su propia lógica el deber del anuncio”: Para anunciar la Palabra de Dios, hay que escucharla
y hacerla vida. De allí que al tenerla dentro de nosotros, la Palabra de
Dios brota y se esparce. No queda atrapada en nuestro interior, sino que
quien la vive, la anuncia con su ejemplo y con su inevitable predicación.
.
“Destacar, por tanto, la actual importancia de la ‘nueva evangelización’”: Todo ese programa anterior lleva,
necesariamente, a la ‘nueva evangelización’. Sin todo lo anterior la
evangelización es tarea imposible, pues el actor principal de la evangelización
no es el cristiano, sino Cristo mismo. Y si Cristo no vive en cada uno de
nosotros por medio de la Eucaristía y de la oración verdadera, no podrán verse
los frutos de evangelización.
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