Estamos
celebrando la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo nuestro Señor al
Cielo. Y esta Fiesta nos provoca sentimientos de alegría, pues el Señor
asciende para reinar desde el Cielo (¡El es el Rey del Universo!). Pero
también evoca sentimientos de nostalgia, pues Jesucristo se va ya de la
tierra.
Recordemos
que Jesucristo había resucitado después de una muerte que fue ¡tan traumática!
-traumática para El por los sufrimientos intensísimos a que fue sometido- ... y
traumática también para sus seguidores, para sus Apóstoles y discípulos, que
quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes Santo ...
Luego
viene para ellos la sorpresa de la Resurrección. Al principio no creyeron
lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor Resucitado se les apareció
varias veces, y entonces recordaron y creyeron lo que El les había
anunciado. Pero fíjense: la verdad es que los Apóstoles no entendían bien
a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a suceder: lo de su muerte,
su posterior resurrección y luego también lo de su Ascensión al Cielo.
De
muchas maneras les anunció el Señor lo que hoy celebramos: su
Ascensión. Y en esos anuncios se notaban en Jesús sentimientos de
nostalgia por dejar a sus Apóstoles. Fijémonos como les habló sobre esto
durante la Ultima Cena: “He deseado
muchísimo celebrar esta Pascua con ustedess ... porque ya no la volveré a
celebrar hasta ...” (Lc. 22, 15-16). “Me voy y esta palabra los
llena de tristeza”. (Jn. 16, 6)
Y en cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba de consolarlos: “Ahora me toca irme al Padre ... pero si me piden algo en mi nombre, yo lo haré”. (Jn. 14, 12-13)
Inclusive
les dio argumentos sobre la conveniencia de su vuelta al Padre: “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si
no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador. Pero si me voy, se los
enviaré ... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he
dicho” (Jn. 16, 7 y14, 26)
Después de su Resurrección, el Señor pasa unos cuarenta días apareciéndose en
la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre, para fortalecerles la
Fe.
Es
lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de los Hechos de los
Apóstoles: “Se les apareció después
de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta
días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios. Un día, les
mandó: ‘No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la
promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado ... Dentro de pocos días serán
bautizados con el Espíritu Santo’” (Hch. 1, 3-5).
Y como viene siendo
habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan en
nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este VII Domingo de Pascua.Festividad de "La Ascensión del Señor".
Conclusión
del santo evangelio según san Lucas (24,46-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
Palabra del Señor
COMENTARIOS
"Vosotros sois testigos de esto"
La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría unos días después, en Pentecostés.
Y luego de esos cuarenta días, llegó el momento de
su partida. Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las
últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de
todos los presentes.
Si la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor
ante Pedro, Santiago y Juan fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la
Ascensión! Todos los presentes quedaron impresionados de la despedida del
Señor, que fue ciertamente triste para ellos, pero también de alegría, pues el
Señor subía glorioso para sentarse a la derecha del Padre ... Y Jesús
subía y subía, refulgente, El que es el Sol
de Justicia ... hasta que fue ocultado por una nube.
El impacto de este misterio fue tal, que aún
después de haber desaparecido Jesús, los Apóstoles y discípulos seguían en
éxtasis, mirando fijamente al Cielo.
Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron
ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración al Señor, cuyo
cuerpo radiantísimo había ascendido al Cielo, y les dijeron los dos Ángeles al
unísono:
“¿Qué hacen ahí mirando al cielo? Ese
mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto
alejarse” (Hech. 1,11).
Como enseñanza de la Ascensión es importante
recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de
Jesucristo.
Fijémonos bien: nos dicen los Ángeles que Cristo volverá de igual manera como se fue; es decir, en gloria y desde el Cielo. Jesucristo vendrá en ese momento como Juez a establecer su reinado definitivo.
Así lo reconocemos cada vez que rezamos el
Credo: de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.
El misterio de la Ascensión de Jesucristo es,
también, un misterio de fe y esperanza en la vida eterna. La misma forma
física en que se despidió el Señor -subiendo al Cielo- nos muestra nuestra
meta, ese lugar donde El está, al que hemos sido invitados todos, para estar
con El.
Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones, y voy
allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a mí, para que
donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3).
La Ascensión de Jesucristo al Cielo en cuerpo y
alma gloriosos nos despierta el anhelo de Cielo, la esperanza de nuestra futura
inmortalidad.
Las Ascensión proclama no sólo la inmortalidad del
alma, sino también la de cuerpo.
Recordemos que nuestra esperanza está en resucitar
en cuerpo y alma gloriosos como El, para disfrutar con El y en El de una
felicidad completa, perfecta y para siempre.
La Ascensión de Jesucristo nos recuerda también la
promesa que hizo a los Apóstoles -y nos la hace a nosotros también- sobre la
venida del Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo -el Espíritu de Dios- quien nos enseña y quien recuerda todo lo que Cristo nos dijo. Su venida la celebraremos el próximo Domingo.
Por eso, este tiempo previo a Pentecostés debiera
ser un tiempo de oración, como lo tuvieron los Apóstoles después de la
Ascensión. Ellos se reunían diariamente a orar con la Madre de Jesús,
quien los consolaba y los animaba para cumplir la misión que el Señor les había
encomendado.
Así estamos nosotros hoy también. Tenemos una
misión que nos han encomendado Jesucristo y nos lo han recordados los Papas
Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
En su Carta Apostólica, Nuovo Millennio Ineunte (Al comienzo del nuevo milenio), el
Papa Juan Pablo II nos pidió reforzar e intensificar la Nueva Evangelización y
nos dio sus instrucciones: santidad, oración, primacía de la gracia, vida
sacramental, escucha de la Palabra de Dios, para luego anunciar la Palabra de
Dios.
Y tengamos en cuenta, además, lo que llama el Papa
en su Carta “la primacía de la gracia”. Se refiere a nuestra respuesta a
la gracia, recordándonos que “sin Cristo,
nada podemos hacer”.
Y para poder vivir esa verdad tan olvidada, de que
nada somos sin la gracia de Cristo, el Papa nosinsiste en la necesidad de la
oración.
Nadie puede dar lo que no tiene. Tenemos que
llenarnos de Dios para llevarlo a los demás. Tenemos que llenarnos de la
Palabra de Dios, para poder anunciarla a los demás. Bien decía Santa
Teresa de Jesús: “Orar es llenarse de Dios para darlo a los demás”.
Y Santo Domingo de Guzmán lo abreviaba aún más: “Contemplad y
dad lo contemplado”.
Y no tengamos la idea equivocada de que la oración
nos hace perder tiempo necesario para la acción: muy por el contrario, la
oración nos hace mucho más eficientes en la acción.
El Papa Francisco dijo que todos los cristianos, los que han recibido la fe "debemos transmitirla, debemos proclamarla con nuestra vida, con nuestra palabra" para que más personas conozcan la "fe en Jesús Resucitado”. Y transmitir esto nos pide a nosotros ser corajudos: el coraje de transmitir la fe, porque “la misión de la Iglesia es anunciar el Evangelio a todo el mundo sin tenerle miedo a las cosas grandes, pero manteniendo siempre la humildad”. (Fco, 3/5/13 y 25/4/13)
Que la Ascensión del Señor nos despierte, entonces,
el deseo de responder a su llamado a evangelizar que nos hizo Jesús
precisamente justo antes de subir al Cielo y que nos siguen pidiendo sus
Representantes aquí en la tierra que son los Papas.
Los Apóstoles, discípulos y primeros cristianos
realizaron la Primera Evangelización. Nosotros, los cristianos de este
tercer milenio, estamos llamados a realizar la Nueva Evangelización porque este
mundo de hoy necesita ser re-evangelizado.
Que el Espíritu Santo nos renueve interiormente en
su próxima Fiesta de Pentecostés para cumplir el mandato de Cristo y el llamado
de la Iglesia. Que así sea.
Fidelidad y apertura
Hace años un afamado teólogo comenzaba su
reflexión sobre la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy proponiendo con
agudeza una dialéctica entre identidad y relevancia, dos dimensiones, en
apariencia, incompatibles: si los cristianos tratan de alcanzar relevancia y
aceptación social, han de acomodarse al ambiente entorno, con lo que sacrifican
su identidad cristiana; y si, por el contrario, refuerzan los elementos de su
identidad, tienen el peligro de perder presencia social y convertirse en una
secta. Es claro, y así lo proponía este teólogo, que la verdadera relevancia
del cristiano y de la Iglesia sólo puede alcanzarse sobre la base de una
identidad experimentada y creída. Y esto mismo es lo que les dice Jesús a sus discípulos
antes de su Ascensión. Son palabras que aúnan admirablemente las dos
dimensiones: la identidad, el núcleo esencial del mensaje cristiano, el
recuerdo del misterio pascual de la muerte y resurrección del Mesías; y, sin
solución de continuidad, la relevancia, la misión de la Iglesia, que Jesús
confía a sus discípulos, y por la que se abre así al mundo entero.
La íntima unión de las dos dimensiones es esencial. En primer lugar, porque el contenido de la de no es un sistema ideológico, moral o religioso más o menos atrayente, sino la vinculación con el Mesías, una persona de carne y hueso, que realmente ha vivido entre nosotros, ha muerto y ha resucitado, cumpliendo así el designio salvador de Dios, que es lo que significan las palabras “así estaba escrito”. Por eso, la misión no se realiza por medio de la propaganda, la fuerza o los argumentos racionales, sino mediante el testimonio de aquellos que están vitalmente unidos al maestro: “vosotros sois testigos de esto”.
Es significativo que la Ascensión tenga
lugar en Betania: lugar de muerte y de vida (cf. Jn 11, 1-43), de amistad con
el Maestro, de contemplación y de servicio (cf. Lc 10, 38-42). Los fuertes
vínculos personales que evoca Betania nos hacen comprender que la Ascensión de
Jesús a los cielos no es una separación. Lucas, teólogo de la historia de la
salvación, va distinguiendo con claridad sus diversos momentos, y ahora señala
la línea divisoria entre el período de la presencia terrena de Jesús, que se
prolonga en cierto sentido durante el tiempo de las apariciones pascuales, y el
tiempo de la misión. Pero, en realidad, la Ascensión marca más que una
desaparición, una nueva forma de presencia que, precisamente por
universalizarse en la misión, no puede tener el carácter visible que vincula a determinado
espacio y tiempo. Es la presencia en el Espíritu, la fuerza de lo alto que ha
de revestir a los discípulos. Ahora bien, el carácter universal de esa
presencia no debe llevar a equívocos: no es una universalidad “abstracta”,
limitada al mundo de las ideas, sino una universalidad concreta, ligada a todo
lugar y todo tiempo: ser sus testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria
y hasta los confines del mundo”, sabiendo que Él está con nosotros “todos los
días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Gracias a esta nueva forma de
presencia, Jesús “sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que
nosotros, sus miembros, experimentamos”, como nos recuerda San Agustín: él
mismo es el perseguido cuando los cristianos sufren persecuciones (“Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues?” Hch 9, 4); él mismo pasa hambre y sed y penalidades en
todo ser humano que sufre (cf. Mt 25, 34-45). Pero esta forma de presencia
también hace verdad la inversa: si los discípulos estaban “con gran alegría
siempre en el templo bendiciendo a Dios”, es porque, en medio de las
dificultades y contrariedades de este tiempo de misión y testimonio, participan
y gozan ya de las primicias de la victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso
dice también San Agustín, hablando de la Ascensión, “que nuestro corazón
ascienda también con él… de modo que gracias a la fe, la esperanza y la
caridad, con las que nos unimos a él, descansemos ya con él en los cielos”.
Entendemos así que, aunque la misión de
realiza humildemente por medio del testimonio de hombres débiles y limitados,
no es cosa de la libre iniciativa o la imaginación humana, sino que es llevada
adelante por el Espíritu Santo. De nuevo descubrimos cómo la apertura y
relevancia de la misión es cuestión de fidelidad al núcleo de la fe confesada y
vivida. Sólo desde esa fidelidad y esa guía del Espíritu es posible, como nos
recuerda Pablo, recibir la sabiduría que ilumina el corazón, comprender
vitalmente la esperanza a la que estamos llamados, la eficacia desplegada por
la fuerza de la muerte y resurrección. Y sólo así la misión podrá evitar las
deformaciones a que se puede ver sometida si nos dejamos llevar de nuestras
propias ideas y que, de un modo u otro, tientan sin cesar a los seguidores de
Jesús. La pregunta de estos en la escena que Lucas reproduce con otros matices
al comienzo de los Hechos de los Apóstoles puede entenderse en este sentido:
“Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” Es una pregunta
que sigue denotando a estas alturas una cierta incomprensión del mesianismo de
Cristo y de su misterio pascual. Es fácil y tentador soñar con la fundación de
un determinado sistema, más o menos teocrático, que establece claras fronteras
entre “nosotros y los demás”, o comprender el testimonio, sea como un místico
quedarse mirando al cielo, o, por el otro extremo, como un programa de pura
transformación social que deja en la penumbra la confesión de fe. Es decir, es
fácil caer en la tentación de subrayar la identidad a costa de la relevancia,
o, lo contrario, buscar formas de relevancia que dejan desvaída la fidelidad al
núcleo de la fe. Pero, como dice Jesús, “no os toca a vosotros poner en
cuestión la autoridad de Dios”, sino realizar la misión encomendada: el
testimonio de fe, que aúna fidelidad y apertura, confesión de fe y compromiso.
Y no puede ser de otra manera, porque la verdad que se transmite por vía de
testimonio es posible sólo cuando se incorpora en la propia persona la verdad
testimoniada, que no consiste en hablar de “algo”, sino de vivir como vivió
“alguien”, Jesucristo, reproduciendo en uno mismo ese núcleo de la fe: dar la
propia vida para alcanzar la Vida.
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