Solemos
considerar el perdón como un deber cristiano, basado en el perdón que recibimos
de Dios. Pensamos también que, mientras que al Dios todopoderoso el perdón debe
resultarle fácil, a nosotros, al menos a veces, nos resulta extraordinariamente
difícil, si no imposible. En este modo de pensar el perdón (fácil) de Dios se
da casi por descontado, con sólo cumplir ciertas condiciones; mientras que el
perdonar nosotros se nos antoja un deber cuesta arriba, de difícil
cumplimiento. El hecho de que los sentimientos negativos que acompañan a la
ofensa recibida no desaparezcan enseguida, sino que tengan una cierta inercia
temporal, aunque exista la voluntad de perdón, hace que muchos digan: “yo
quisiera perdonar, pero no puedo”.
La Palabra hoy
pone de relieve el perdón, pero no desde nuestra perspectiva (el perdón “a los
que nos ofenden”, como decimos en el Padrenuestro), sino desde la perspectiva
de Dios. Y es que, realmente, sin tener en cuenta ese perdón de Dios hacia
nosotros, considerado detenidamente, es imposible entender el perdón a los que
nos han ofendido. Y la consideración de este perdón de Dios, a la luz de la
Palabra que nos ilumina hoy, nos ayuda a deshacer algún equívoco en la
comprensión y en la experiencia de este don extraordinario.
Y como viene
siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan
en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo11 del Tiempo
Ordinario - Ciclo "C" .
Lectura del santo
evangelio según san Lucas (7,36–8,3):
En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el
fariseo que lo había invitado se dijo: «Si éste fuera profeta, sabría quién es
esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.»
Jesús tomó la
palabra y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.»
Él respondió:
«Dímelo, maestro.»
Jesús le dijo:
«Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro
cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los
dos lo amará más?»
Simón contestó:
«Supongo que aquel a quien le perdonó más.»
Jesús le dijo:
«Has juzgado rectamente.»
Y, volviéndose a
la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me
pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus
lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio,
desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza
con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te
digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que
poco se le perdona, poco ama.»
Y a ella le
dijo: «Tus pecados están perdonados.»
Los demás
convidados empezaron a decir entre sí:«¿Quién es éste, que hasta perdona
pecados?»
Pero Jesús dijo
a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Después de esto
iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el
Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él
había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que
habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes;
Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
Palabra del
Señor
COMENTARIO.
Las lecturas de hoy nos hablan de arrepentimiento y perdón. En la Primera Lectura vemos el caso de David (2 Sam.12, 7-13) y en el Evangelio el de la mujer pecadora (Lc. 7, 36 - 8, 3).
David es el
prototipo del pecador arrepentido. La
lectura de hoy nos trae precisamente el momento en que Dios, a través del
Profeta Natán le señala a David, su escogido, el doble y grave pecado que había
cometido: asesinato y adulterio.
Sin embargo, si
leemos los versículos anteriores a esta lectura, podremos observar cómo Dios va
llevando a David a ver cuán fea es su culpa, cuando el Profeta Natán le cuenta
acerca de un rico ganadero que para alimentar a un visitante suyo, roba la
única oveja que tenía un pobre (esto en clarísima referencia a la única esposa
que tenía Urías, la cual había sido seducida por David). Por supuesto, el Rey se indigna ante la
injusticia del ganadero rico. Pero ¡cuál
no será su sorpresa cuando Natán le dice que ese ganadero es él mismo! Y David se arrepiente de verdad y con
dolor: “¡He pecado contra el Señor!”.
Y este arrepentimiento maravilloso del Rey David nos ha dejado ese Salmo estupendo (Salmo 51), en el que David expone todos sus sentimientos y peticiones al Señor. A continuación, extraemos algunas líneas de ese Salmo:
Misericordia,
Señor, porque pequé.
Por tu inmensa
compasión borra mi culpa, sana del todo mi pecado.
Reconozco mi
culpa, Señor.
Contra Ti,
contra Ti solo pequé: cometí la maldad
que aborreces.
Rocíame con el
hisopo y quedaré limpio.
Lávame y quedaré
más blanco que la nieve.
Devuélveme la
alegría de la salvación.
Aparta de mi
pecado tu vista.
Sana en mí toda
culpa.
Crea en mí un
corazón puro,
renuévame por
dentro con espíritu firme.
No me ocultes tu
rostro, no me quites
tu Santo
Espíritu.
Mi ofrenda es un
corazón arrepentido.
Mi ofrenda es un
espíritu quebrantado.
Un corazón
contrito y humillado, Tú Señor,
no lo
desprecias.
Y es importante ver que el pecado de David, aunque perdonado por su sincero y doloroso arrepentimiento tendrá consecuencias para él y su familia, entre otras, que “la muerte por espada no se apartará nunca de tu casa” y el hijo que había nacido de esa unión pecaminosa moriría (cf. 2 Sam. 12, 13-14).
¿Qué nos enseña
esto? Que si bien la pena eterna
consecuencia de nuestros pecados graves queda eliminada con el arrepentimiento
(sin olvidar que en nuestro caso, también está la exigencia de la Confesión),
la pena temporal sigue vigente. Es lo
mismo que decir que nuestros pecados deben ser purificados, a pesar de haber sido
perdonados. Y esa purificación puede ser
aquí en la tierra o allá en el Purgatorio.
(Ver Purgatorio en www.buenanueva.net).
El Evangelio nos
narra el incidente de la mujer pecadora que se atreve a entrar en la casa de un
fariseo que había invitado a Jesús a cenar.
¡Qué escena tan comprometedora!
Una mujer de la mala vida entra, sin haber sido invitada, y se coloca a
los pies de Jesús, llorando sus pecados.
Con sus lágrimas le lavó los pies, cosa que Simón, anfitrión descuidado,
no había hecho. Y, adicionalmente, le
ungió los pies con perfume.
Los ojos de
todos estaban fijos en el Maestro y la mujer.
“Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo
está tocando; sabría que es una
pecadora”, piensa equivocadamente el
fariseo Simón. Jesús, que sabe lo que
está pensando su anfitrión, le propone un cuento al estilo del Profeta Natán
con el Rey David, para ver qué responde su interlocutor.
“¿Quién ama
más?”, interroga Jesús a Simón. “Supongo que aquél a quien se le perdonó más”, responde Simón correctamente. Luego pasa el Señor a reclamarle a su
anfitrión que no le ha dado el trato correspondiente, que la mujer sí le ha
dado: lavado de los pies, unción de los
cabellos, beso de bienvenida, etc.
Simón tal vez haya cometido menos pecados que la mujer, pero está cerrado al amor. Sólo quiere averiguar quién es Jesús y -por supuesto- duda de su sabiduría y se escandaliza de su actitud hacia la mujer. Si se hubiera abierto de veras al Señor, en vez del reproche, cuánto amor no hubiera recibido de El.
Cuanto más por
amor sea el arrepentimiento, como en el caso de la mujer pecadora, más recibe
perdón de Dios el arrepentido. Y queda
perdonada la culpa y también pudiera quedar perdonada la pena; es decir, queda perdonado el pecado y pudiera
quedar borrada también la mancha que dicho pecado ha dejado en el alma.
¿Por qué es
importante que no quede mancha de pecado en el alma? Porque al Cielo “no puede entrar nada manchado” (Ap.
21, 27).
En la Segunda
Lectura (Gal. 2, 16-21) San Pablo nos
dice que es la fe lo que nos hace justos y no el cumplimiento de la ley. Se dirige a los judíos, quienes creían en la
Ley y no en Jesucristo como Salvador. La
fe nos lleva a la esperanza y al amor. Y
el amor a la entrega, que hace exclamar al Apóstol: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí”.
Ese amor que nos pide Jesús: amar a Dios por encima de
todo lo demás, nos va llevando a esa unión íntima con El, pudiendo llegar a
sentir también que Cristo vive en nuestro interior. Esa íntima unión nos lleva a sentir un
arrepentimiento sincero y perfecto si alguna vez le fallamos. Ese amor lo describe bellísimamente la
conocida poesía española inspirada en Jesús crucificado:
No me mueve, mi
Dios, para quererte
el Cielo que me
tienes prometido,
ni me mueve el
Infierno tan temido
para dejar por
eso de ofenderte.
Tú me mueves,
Señor; muéveme el verte
clavado en una
cruz y escarnecido;
muéveme ver tu
cuerpo tan herido;
muévenme tus
afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin,
tu amor y, en tal manera,
que aunque no
hubiera Cielo, yo te amara,
y aunque no
hubiera Infierno, te temiera.
No me tienes que
dar porque te quiera,
pues si aunque
lo que espero no esperara,
lo mismo que te
quiero te quisiera.
Habla esta
poesía del arrepentimiento perfecto, que es el que lo mueve el poeta, a quien
no le interesa el arrepentimiento imperfecto. Veamos esto con más detalle.
El pecado es para el alma lo que una enfermedad es para el cuerpo. Puede que sea una enfermedad larga, entonces
diríamos que el alma se encuentra en “estado de pecado”. Puede que sea una cuestión pasajera, como un
pecado cometido y perdonado enseguida o en breve tiempo.
El pecado
siempre estará presente en el mundo, mientras el mundo que conocemos siga
siendo mundo. Por eso Dios, bondadoso
con nosotros sus hijos hasta el extremo, dejó previsto el remedio para todos
nuestros pecados. Y ese remedio que
nunca falla es: arrepentimiento y
Confesión.
Y Dios está
siempre dispuesto a perdonar al pecador arrepentido, como vemos repetidamente
en la Biblia y muy elocuentemente en las lecturas de hoy.
Ningún pecado es
perdonado sin el arrepentimiento. Así
que esta parte del tratamiento es la más importante, ya que podría darse el
caso de pecados confesados que no quedan perdonados porque no hay un
arrepentimiento sincero del pecado o de los pecados cometidos.
Ahora bien, por la poesía hemos visto cómo el
arrepentimiento puede ser “perfecto” o “imperfecto”. “Contrición” y “atrición” son sus nombres
teológicos. Y ambos sirven para recibir
el perdón en el Sacramento de la Confesión, pero -por supuesto- el
arrepentimiento perfecto es mucho mejor.
El
arrepentimiento perfecto es el que hacemos porque sentimos de veras que con
nuestro pecado hemos ofendido a Dios, quien merece toda nuestra lealtad y todo
nuestro amor. No siempre nos
arrepentimos de esta manera. Pero es
saludable buscar esta forma de contrición.
¿Y por qué es tan importante la contrición
perfecta? Porque ésta borra todos los
pecados, ¡inclusive los pecados graves, aún antes de confesarlos! Se ve claro cuán conveniente es, enseguida de
haber pecado, hacer un acto de arrepentimiento porque nuestro pecado ha
ofendido a Dios.
Por supuesto, estamos obligados a confesarnos a la mayor brevedad, porque bien dejó
establecido Jesús el Sacramento de la Confesión: “A quienes les perdonen los pecados les
quedan perdonados y a quienes no se los perdonen les quedan sin perdonar” (Jn.
20, 19-23).
Pero si acaso
nos sorprendiera la muerte antes de la Confesión, nuestros pecados están ya
perdonados por ese “arrepentimiento perfecto”.
Por eso se ha dicho con sobrada razón que la contrición perfecta es la
llave del Cielo.
Si se diera el
caso de que tuviéramos que ayudar a alguna persona en el momento de su muerte y
no hay un Sacerdote disponible, debiéramos ayudar al moribundo a hacer una
“contrición perfecta” de sus pecados.
Sin embargo, la
bondad y misericordia de Dios que no tienen límites, tampoco nos exige como
indispensable el arrepentimiento “perfecto”.
El permite que nos arrepintamos también de una manera no perfecta. Se llama “contrición imperfecta” o
“atrición”.
Se trata del arrepentimiento por temor. ¿Y temor a qué? Temor a las consecuencias de nuestro pecado. Y no se trata de las consecuencias humanas que también acarrean nuestras faltas, como podría ser, por ejemplo, una pena legal por un robo o un asesinato. No, las motivaciones humanas no sirven para el arrepentimiento. Se trata de las consecuencias sobrenaturales que el pecado conlleva: el castigo eterno del infierno, al que ciertamente hay que tenerle miedo. Y Dios es ¡tan bueno! que le basta como arrepentimiento ese miedo al infierno.
Ambos
arrepentimientos requieren de la Confesión Sacramental. El perfecto es mejor. Pero el imperfecto, el del miedo a la
condenación eterna también sirve para recibir el perdón de Dios.
Para la
enfermedad de nuestros pecados Dios ha puesto a nuestro alcance el remedio que
no falla y además nos ha dado distintas opciones. ¡Cómo no aprovecharlas: arrepentimiento
(perfecto o imperfecto) y Confesión!
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