"El peso de la
cruz, que Cristo ha cargado, es la corrupción de la naturaleza humana con todas
sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales la castigada
humanidad está abatida. Sustraer del mundo esa carga, ése es el sentido del vía
crucis. No se trata, pues, de un recuerdo simplemente piadoso de los
sufrimientos del Señor cuando alguien desea el sufrimiento.
La expiación
voluntaria es lo que nos une más profundamente y de un modo real y auténtico
con el Señor. Y ésa nace de una unión ya existente con Cristo. Pues la
naturaleza humana huya del sufrimiento… Sólo puede aspirar a la expiación quien
tiene abiertos los ojos del espíritu al sentido sobrenatural de los
acontecimientos del mundo; esto resulta posible sólo en los hombres en los que
habita el Espíritu de Cristo… Ayudar a Cristo a llevar la cruz proporciona una
alegría fuerte y pura… De ahí que la preferencia por el camino de la cruz no
signifique ninguna repugnancia ante el hecho de que el Viernes Santo ya haya
pasado y la obra de redención haya sido consumada.
Solamente los redimidos, los hijos de la gracia, pueden ser portadores de la cruz de Cristo. El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra, y con todo reinar con Cristo a la derecha del Padre; reir y llorar con los hijos de este mundo, y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: ésta es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba de la eternidad.".
(Santa Teresa Benedicta de la Cruz)
Y como viene
siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan
en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo XII del Tiempo
Ordinario - Ciclo "C" .
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (9,18-24):
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: «¿Quién
dice la gente que soy yo?»
Ellos
contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha
vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.»
Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro tomó la
palabra y dijo: «El Mesías de Dios.»
Él les prohibió
terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que
padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día.»
Y, dirigiéndose
a todos, dijo: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su
cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá;
pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.»
Palabra del
Señor
COMENTARIO.
Las lecturas de hoy nos invitan a recordar a Jesucristo como Mesías. Fijémonos en el Evangelio cuando el Señor
pregunta a sus Apóstoles quién creen ellos que es El. Y Pedro, inspirado directamente por el
Espíritu Santo, reconoce al Señor como el Mesías, como Aquél a quien todo el
pueblo de Israel -el Pueblo de Dios- había estado esperando por siglos.
“Mesías” significa “Ungido”. Pero el significado de la palabra “Mesías” es
mucho más profundo que esto. Desde los
primeros libros de la Sagrada Escritura vemos que el Pueblo de Dios esperaba al
Mesías prometido. Y Dios va renovando y
recordando esa promesa a lo largo de todo el Antiguo Testamento.
¿Qué
sucedió? ¿Por qué Dios prometió al
Mesías? ¿Por qué tanta expectación?
Recordemos que Dios había diseñado un plan maravilloso al colocar a la primera pareja humana
en un sitio y un estado ideal de felicidad:
el Paraíso Terrenal o Jardín del Edén.
Pero nuestros primeros progenitores se rebelaron contra Dios, su
Creador, y perdieron ellos, y nosotros sus descendientes, esa inicial condición
de felicidad perfecta en que Dios los había colocado.
En ese estado de
felicidad inicial los seres humanos gozábamos de privilegios especiales. Entre otras cosas, ni sufríamos, ni nos
enfermábamos, ni moríamos. Además nos
era más fácil hacer el bien y teníamos un mejor conocimiento de Dios, lo cual
nos ayudaba a tener una mayor intimidad con El.
Pero Dios, que nos creó para que pudiéramos disfrutar para siempre de su Amor Infinito, no
quiso abandonarnos, ni dejarnos en la situación en que quedamos, sino que
preparó y diseñó un Plan de Rescate para la humanidad.
Y ¿en qué
situación habíamos quedado? Los seres
humanos habíamos quedado sometidos a la esclavitud del Demonio, por haber
aceptado Adán y Eva la proposición que éste les había presentado en contra de
Dios.
Podríamos decir
que quedamos, entonces, en una situación de secuestro. Y Dios decide salvarnos. Y Dios decide salvarnos ... El mismo.
Es así como Dios
viene a hacer por nosotros lo que nosotros no podíamos hacer por nosotros
mismos: rescatarnos. Es cuando nos
promete a alguien que vendría a salvarnos:
nos promete un Salvador. (cf. Gn. 3, 15)
Por eso, el Pueblo de Dios -por siglos- esperaba al Mesías, al que vendría a salvarlos. Y en esa espera del Mesías se mueve el Pueblo de Dios durante siglos, guiado por los Patriarcas y los Profetas. Llega así el momento del rescate de la humanidad y Dios se hace Hombre, se hace igual que nosotros: se baja de su condición divina -sin perderla- y toma nuestra naturaleza humana.
Sucede,
entonces, el misterio más grande del Amor de Dios, el más grande milagro jamás
realizado: Dios se hace Hombre para
salvarnos. Dios viene El mismo a rescatarnos
de la situación en la que nos encontrábamos.
Y se inicia el
Plan de Redención con el humilde “sí” de la Santísima Virgen María, al Ella
aceptar ser Madre del Hijo de Dios, del Mesías que rescataría a la humanidad de
la situación de secuestro en que se encontraba.
Ante esa espera milenaria del Pueblo de Dios por el Mesías que vendría a salvarlo, podemos
imaginar, entonces, qué significativa y qué crucial era la respuesta de Pedro,
que vemos en el Evangelio de hoy (Lc. 9, 18-24), reconociendo a Jesús como ese
personaje especialísimo que todos esperaban.
Sin embargo, la
sorpresa fue cuando Jesús, enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías que
todos habían estado esperando por tantos siglos, les da la terrible noticia de
que ese personaje especialísimo que ellos llamaban “Mesías”; es decir, El mismo
-Jesús- debía sufrir mucho, debía ser rechazado por los jefes del pueblo, debía
ser condenado a muerte, morir ... y luego resucitar.
Tan
impresionados quedaron con lo del sufrimiento y la muerte de Jesús, el Mesías,
que parecen no haberse fijado en la promesa de la resurrección. Esto es tan así, que si recordamos los textos
de la Resurrección del Señor, vemos cómo más bien se sorprendieron y ni
siquiera creían que Cristo había resucitado.
La verdad es
que, aunque ya la idea de un Mesías sufriente que purificaría al Pueblo de Dios
de sus pecados había sido anunciado por los Profetas. Eso lo vemos en la Primera Lectura de hoy del
Profeta Zacarías (Zc. 12, 10-11; 13, 1).
Pero el Pueblo de Israel –equivocadamente- esperaba un Mesías
triunfante.
El Profeta Isaías, (cf. Is. 53) es elocuente en su descripción de los sufrimientos del Mesías esperado. Pero no se daban cuenta de que el triunfo mesiánico pasaba por la Cruz y que luego vendría la Resurrección. Lo expresa Isaías al final del Capítulo 53. Lo dice Jesús a sus discípulos en el diálogo que nos trae el Evangelio de hoy: sufrimiento y muerte; luego la resurrección al tercer día.
¿Por qué Jesús
plantea a los discípulos el asunto de su identidad? Porque había llegado el momento en que tenía
que plantearles lo de su sufrimiento, muerte y resurrección, porque ya esto era inminente. Eso iba a
suceder unos pocos días después, en cuanto llegaran a Jerusalén. Era muy importante, entonces, que supieran
que –efectivamente- El era el Mesías esperado … aunque fuera apresado, aunque
sufriera y muriera, Ellos mismos –en boca de Pedro- lo habían reconocido
así. Pero, aunque les aseguró que
resucitaría al tercer día, ni se dieron cuenta de esto que era lo más
importante del anuncio.
Como los Apóstoles ya lo reconocían como el Salvador, el Mesías, debían saber y entender
que no hay salvación si no se pasa por el sufrimiento. De allí que enseguida les informa –y nos
informa- que también nosotros debemos recorrer el mismo camino: “Si alguno quiere acompañarme, que no se
busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”.
Los sufrimientos
de Jesús y su muerte en cruz, nos da la medida del precio de nuestro
rescate: nada menos que la vida misma
del Mesías. En efecto, Jesucristo, el
Hijo de Dios hecho Hombre, paga nuestro rescate a un altísimo precio: con su Vida, Pasión, Muerte y posterior
Resurrección.
Y ¿qué obtiene
el género humano del Mesías?
El sacrificio de
Jesucristo, el Mesías prometido y esperado, el Mesías reconocido por
Pedro, ése que esperaban desde había
siglos, nos consigue de nuevo el derecho a heredar la felicidad eterna en el
Cielo. (Eso lo habíamos perdido).
Ahora bien, ya tenemos de nuevo el derecho a llegar al Cielo.
Pero ¿cómo íbamos a cobrar esa herencia?
Aprovechando todas las gracias que puso a nuestra disposición para
llegar a allí.
Se lleva a cabo,
entonces, el Plan de Rescate: la Santísima
Trinidad en la persona del Hijo, el Mesías prometido y esperado, realiza el
Misterio de la Redención.
Bien describe la Segunda Lectura (Gal. 3,
26-29) en qué consiste la salvación: los
bautizados somos revestidos de Cristo, hechos hijos de Dios y herederos de la
promesa de Dios: la felicidad
eterna. Y la salvación es para
todos: judíos y no judíos, hombres y
mujeres, esclavos y libres.
¡Eso sí! Si bien hay una Voluntad de Dios general o
absoluta: Dios quiere que todos los
seres humanos nos salvemos (cf. 1 Tim 2, 4), hay también una Voluntad de Dios
condicionada. Es decir, hay ciertas
condiciones que debemos cumplir para obtener nuestra salvación: que aquí en la tierra busquemos y hagamos la
voluntad de Dios.
El rescate ya
está pagado. Pero para ser salvados,
Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados (como cualquier secuestrado,
¿no?). Nuestra disposición consiste en
buscar y hacer la Voluntad del Padre, igual que hizo el Mesías.
Este seguimiento
de la voluntad de Dios va desde evitar el pecado y arrepentirnos y confesarlo
en el Sacramento de la Confesión si lo cometemos, hasta amar a Dios sobre todas
las cosas y buscar en todo su Voluntad.
El rescate ya
está pagado. Pero para ser salvados,
Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados. Nuestra disposición consiste en cumplir en
todo la Voluntad del Padre, igual que el Mesías.
Para esto,Cristo nos ha dejado muchas ayudas (son sus gracias): su alimento en la Sagrada Comunión y su
perdón en el Sacramento de la Confesión.
Ayuda muy importante es también la comunicación con El. Y es importante, porque la oración nos hace
dóciles y perceptivos al Espíritu Santo, Quien nos lleva por el camino de la
Voluntad de Dios.
Con el Salmo 62
damos gracias a Dios y lo alabamos por todo lo que hizo por nosotros y por todo
lo que nos da continuamente. También nos
mostramos muy necesitados de El, pues sin El somos como tierra seca, necesitada
de agua. Porque tenemos sed de El, lo
añoramos y lo buscamos en la oración.
Con todas las
ayudas que tenemos y con nuestra participación se completa el Plan de Rescate
de Dios para cada uno de nosotros. ¿Lo
aprovechamos?
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