domingo, 2 de junio de 2013

"... porque Este es El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Evangelio dominical)



“El misterio del Corpus Christi es el Regalo más grande que Jesús nos ha dejado.”

Jesucristo murió, resucitó y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre.  Pero también permanece en la hostia consagrada, en todos los sagrarios del mundo. Y allí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser alimento de nuestra vida espiritual.  Es este gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi.

Pero el milagro del Cuerpo de Cristo va mucho más lejos: estar en Misa es estar también en el Calvario y en el Cielo.  En efecto, la Santa Misa es el milagro más grande de tiempo y espacio que podemos vivir. 

La Santa Misa no es una repetición del sacrificio de Cristo en el Calvario, sino que es exactamente el mismo Sacrificio del Calvario: como si los asistentes a la Misa estuviéramos allá a los pies de la Cruz en aquel primer Viernes Santo.

Esta conexión queda bellamente sugerida en la película La Pasión de Mel Gibson.  En este film hay recuerdos llenos de un contenido teológico-bíblico maravilloso y exquisito. 



Al llegar Jesús al Gólgota, soltando la cruz, mira al cielo.  Para hacer la conexión con la Eucaristía, la imagen cambia a la Ultima Cena cuando le son presentados a Jesús los panes cubiertos con un paño.  De inmediato volvemos al Calvario y vemos a Cristo siendo despojado de sus vestiduras.  El Cuerpo desnudo del Calvario es el mismo Cuerpo del Pan de la Cena: Corpus Christi.
Ya crucificado, antes de ser levantada la Cruz, la película nos traslada al preciso momento de la institución de la Eucaristía.  Jesús toma el pan en la mano, lo parte y dice: “Tomen y coman todos de él, porque este es mi Cuerpo que será entregado por ustedes.” Ya su Cuerpo, el mismo que nos había ofrecido en la Ultima Cena –el mismo que nos ofrece en cada Eucaristía- estaba siendo entregado en la cruz. 

Luego, mientras la Cruz es levantada, vemos mucha sangre manar del cuerpo de Cristo, y enseguida aparece el flashback de Jesús con el cáliz de vino entre sus manos.  Toma un sorbo y dice:  “Tomen y beban.  Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, que será derramada por ustedes y por todos para el perdón de los pecados.  Hagan esto en memoria mía”.  Y en ese momento se ve a Juan tomando el vino.  Luego se vuelve a la crucifixión, y Jesús sangra aún más.

Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,11b-17):




 

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
Palabra del Señor



COMENTARIO

“Corpus Christi”, el memorial de una pasión

 

Después de la solemnidad de la Santísima Trinidad, el segundo gran destello de la Pascua es la solemnidad que tradicionalmente se celebraba el jueves después del Domingo de la Trinidad, y que ahora se ha trasladado al domingo siguiente, el que hoy celebramos, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

El cuerpo es ante todo presencia, cercanía, contacto. Pero también expresa nuestra debilidad, lo vulnerables que somos. Cuando el Verbo de Dios asumió un cuerpo humano y tomó carne, se hizo al mismo tiempo presente y expuesto. Su cercanía corporal habla de la proximidad humana de Dios, de su voluntad de ser accesible, abordable. Pero esta cercanía le hace asumir la debilidad humana, su vulnerabilidad, su carácter mortal. Por su cuerpo Jesús puede tocarnos sanándonos, y podemos tocarlo nosotros para que nos transmita su fuerza (cf. Mc 5, 25-30), pero también puede ser golpeado, azotado, herido hasta la muerte. La encarnación no es una mera apariencia y, por eso, incluye la participación plena en la humana finitud. De ahí que algunos Padres de la Iglesia dijeran que “si alguno pregunta por el misterio se sentirá llevado a afirmar más bien, que no fue su muerte una consecuencia de su nacimiento, sino que él nació para poder morir” (San Gregorio Nacianceno). Y es esa condición mortal la que le hace plenamente humano, “uno de los nuestros”.

 

 El misterio Pascual, la muerte y resurrección, universaliza la presencia de Cristo, de manera que ya no está limitado por el espacio y el tiempo. Pero, entonces, ¿cómo garantizar el acceso “corporal” a la humanidad de Cristo?

Jesús prolonga su presencia física en la Eucaristía. No es casualidad que eligiera como signo y realidad de su presencia cosas tan sencillas y normales como el pan y el vino. De esta manera subraya, de nuevo, el compromiso con la cotidianidad. Dios no nos aliena, no nos saca de nuestra realidad, sino que se hace presente en ella y en ella alimenta nuestra vida. La Eucaristía es un “memorial”, el memorial de su pasión: no el mero recuerdo de algo pasado, sino una actualización, que nos hace realmente partícipes del acontecimiento pascual. En el texto de la carta a los Corintios, escrita relativamente pocos años después de la vida terrenal de Jesucristo, Pablo nos habla ya de una “tradición” procedente del mismo Señor y que él trasmite a sus fieles. Pablo, que tenía a gala ser apóstol por elección del mismo Cristo, pese a no haber convivido con el Jesús histórico, enfatiza de este modo la realidad fuerte de la Eucaristía, por la que participamos de modo no sólo simbólico en la pasión de Jesús.

 


Cuando Pablo, como también Lucas, recoge el mandato de Jesús al final del gesto eucarístico, “haced esto en memoria mía”, el esto que Jesús nos manda hacer se refiere a un memorial de su pasión que nos pone en contacto con toda la vida de Cristo, con todo su misterio. Por eso, hacer esto significa vivir como Él vivió, entregado a hacer la voluntad de su Padre, y dando la vida por amor, por los suyos, por todos. Participar en la Eucaristía no puede reducirse a “cumplir” con una obligación pesada, no consiste en “ir a misa”, sino que tiene que ser una escuela de comunión con Cristo, que nos enseña a abrirnos a Dios, a su voluntad de Bien y de amor, y, en consecuencia, a los demás, a sus necesidades reales. Como afirma Juan “quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él” (1Jn 2,6).

Y es que Jesús, mediante los signos del pan y el vino, nos recuerda también que la salvación que nos ha traído no es sólo algo del “espíritu” (la “inmortalidad del alma”, por ejemplo), sino que se trata de una salvación integral que afecta al hombre entero, su cuerpo y su espíritu, su intelecto, su voluntad y sus sentimientos, su individualidad personal y sus relaciones. El pan nos habla de las necesidades más elementales y cotidianas, de las vive el hombre, aunque no sólo de ellas, como recordaba Juan XXIII: “no sólo de pan vive el hombre, pero también de pan”. El vino expresa la dimensión festiva que también está presente en la vida del hombre y, por tanto, en la vida cristiana y en la Eucaristía: “el vino que alegra el corazón del hombre” (Sal 104, 15).

 

Pero el pan y el vino juntos, como cuerpo y sangre de Cristo presentes en la Eucaristía, nos hablan también de una mesa común en la que los hermanos se comunican y comparten. No es la mesa eucarística la reunión sectaria de un grupo de iluminados, sino una mesa abierta a las necesidades de todos.

Por eso el Evangelio de hoy recoge una situación tan eucarística como la multiplicación de los panes. Ante la multitud hambrienta y en descampado, los discípulos quieren despedirlos: ya han recibido el alimento del espíritu, que se busquen ahora ellos mismos la vida (es decir, el pan). Pero Jesús les lanza un desafío que parece un imposible: “Dadles vosotros de comer”. La respuesta de los apóstoles no se hace esperar: “No tenemos más que cinco panes y dos peces…” No podemos afrontar con nuestras fuerzas y medios limitados una necesidad tan grande.

 

También hoy nos dice Jesús a nosotros, cuando le hablamos de las necesidades y los males de nuestro mundo: “dadles vosotros de comer; responded vosotros a esas necesidades, poned fin a la injusticia, a las guerras…”. Y también nosotros tendemos a las evasivas: ¿qué podemos hacer ante tantos problemas y tanto mal, cuándo somos tan limitados y tenemos tan poco?

Jesús nos enseña hoy que si le entregamos lo poco que tenemos, Él tiene el poder de multiplicar eso poco de modo que alcance para todos. La Eucaristía es alimento para el espíritu, pero también es una escuela de amor y de solidaridad, en la que aprendemos a compartir nuestros bienes con los necesitados. El que podamos hacer poco no es excusa para dejar de hacer precisamente ese poco, que es la contribución que podemos y debemos hacer para, dándosela a Cristo, saciar el hambre de los hambrientos de pan y de sentido.

 

Como botón de muestra, basta que pensemos en múltiples comunidades cristianas en muchos países, entre otros en Rusia, pero también en Asia, África e Iberoamérica, que pueden subsistir y llevar adelante sus proyectos eclesiales y sociales gracias a las ayudas de cristianos de países como Alemania, Italia o España. Si se sumaran a esa red de fraternidad muchos más de los que se confiesan cristianos “pero no practicantes”, por ejemplo, participando más activamente a la vida de la Iglesia, también acudiendo a la reunión dominical a la Jesús llama a sus discípulos para darles, y también para pedirles, a muchos más llegaría esa ayuda multiplicada por la acción eucarística de Jesús, que “tomó los panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los dio a los discípulos para que los distribuyeran a la gente”. Comieron y se saciaron los presentes, y todavía sobró para continuar multiplicando la red de fraternidad y ayuda a los necesitados que, inevitablemente, se forma en torno a Jesús, a su cuerpo entregado y a su sangre derramada.


“Cordero que está de pie, a pesar de haber sido sacrificado”



Tal como lo anunció al presentar el Cáliz en la Ultima Cena: su Sangre es derramada por nosotros para perdonar nuestros pecados; su Cuerpo es entregado por nosotros. Y ese Cuerpo y esa Sangre -los mismos de la Cruz- son el Pan y el Vino consagrados, cuando el Sacerdote pronuncia las mismas palabras de Cristo en la Ultima Cena.
   
La Consagración es el Calvario.  Pero en la Comunión recibimos a Jesús Resucitado, vivo, para El comunicarnos su Vida.
         “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, dice el Sacerdote al presentarnos la Hostia Consagrada antes de la Comunión.  
Y ¿dónde está el Cordero de Dios también?  Nos lo dice el Apocalipsis.  Está en el Cielo.  Cristo es el “Cordero que está de pie, a pesar de haber sido sacrificado” en pleno centro del Trono Celestial.  Y es por El y a El que cantan y alaban todos los Ángeles y Santos del Cielo (Ap. 5, 6-14).
De tal forma que cuando estamos en Misa, estamos allí, pero estamos también en el Calvario y en el Cielo.  Estamos en Misa, pero estamos presenciando la muerte de Cristo en la cruz… y también estamos participando de la Liturgia Celestial que nos narra el Apocalipsis.
 

¡Qué gran milagro es la Santa Misa y la Comunión!  Es el milagro más grande de tiempo y espacio que podamos vivir.  ¿Nos damos cuenta?  Y ¿nos damos cuenta de cuánto hace Dios para darse a nosotros?
En la cueva de Belén era un bebé, que necesitaba ser cuidado y amamantado.  En la Cruz parecía un  criminal.  En la Eucaristía es aún más humilde; ni siquiera parece humano:  sólo parece pan y vino.  ¡Y es Dios!
“¡Qué sublime humildad: Que el Señor de todo el universo, Dios e Hijo de Dios, se humille así bajo la forma de un trocito de pan para nuestra salvación!”, nos dice San Francisco de Asís.
  “Reconoced en el Pan de la Eucaristía a Aquél que colgó de la Cruz”, nos dice San Agustín.



Cierto que en este mundo no podemos ver a Dios con nuestros propios ojos… Pero sí podemos verlo hecho pan y vino.  Y podemos alimentarnos de El.
  ¡Cuántos no desearíamos poder ver a Jesús cara a cara!  Pero nos dice San Juan Crisóstomo que sí lo vemos, que lo tocamos.  ¡Que hasta lo comemos!  “El se da a ti, no sólo para verlo, sino también para ser alimento y nutrición para ti”.
¿Nos damos cuenta, entonces, cuánto nos ama Dios?  ¿Nos damos cuenta cuánto hace para estar con nosotros?  La Madre Teresa de Calcuta expresa muy bien la muestra de Amor de Dios que es la Eucaristía:
“Cuando vemos el Crucifijo, podemos comprender cuánto nos amó Jesús entonces.  Cuando vemos la Sagrada Hostia comprendemos cuándo nos ama Jesús ahora.”  
 

El misterio del Corpus Christi es el Regalo más grande que Jesús nos ha dejado: Es su Cuerpo y su Sangre entregados en la Cruz para ser su Presencia Real y Viva en medio de nosotros cuando lo reconocemos y lo adoramos en la Hostia Consagrada, y para ser alimento de nuestra vida espiritual cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión.






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