“El misterio del Corpus Christi es el Regalo más grande que Jesús nos ha dejado.”
Jesucristo murió, resucitó y subió a los
Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre. Pero también permanece
en la hostia consagrada, en todos los sagrarios del mundo. Y allí está vivo,
en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo su ser de Hombre y todo
su Ser de Dios, para ser alimento de nuestra vida espiritual. Es este
gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi.
Pero el milagro del Cuerpo de Cristo va
mucho más lejos: estar en Misa es estar también en el Calvario y en el
Cielo. En efecto, la Santa Misa es el milagro más grande de tiempo y
espacio que podemos vivir.
La Santa Misa no es una repetición del
sacrificio de Cristo en el Calvario, sino que es exactamente el mismo
Sacrificio del Calvario: como si los asistentes a la Misa estuviéramos allá a
los pies de la Cruz en aquel primer Viernes Santo.
Esta conexión queda bellamente sugerida
en la película La Pasión de Mel Gibson. En este film hay recuerdos llenos
de un contenido teológico-bíblico maravilloso y exquisito.
Al llegar Jesús al Gólgota, soltando la cruz, mira al cielo. Para hacer la conexión con la Eucaristía, la imagen cambia a la Ultima Cena cuando le son presentados a Jesús los panes cubiertos con un paño. De inmediato volvemos al Calvario y vemos a Cristo siendo despojado de sus vestiduras. El Cuerpo desnudo del Calvario es el mismo Cuerpo del Pan de la Cena: Corpus Christi.
Ya crucificado, antes de ser levantada la
Cruz, la película nos traslada al preciso momento de la institución de la
Eucaristía. Jesús toma el pan en la mano, lo parte y dice: “Tomen y
coman todos de él, porque este es mi Cuerpo que será entregado por ustedes.”
Ya su Cuerpo, el mismo que nos había ofrecido en la Ultima Cena –el mismo que
nos ofrece en cada Eucaristía- estaba siendo entregado en la cruz.
Luego, mientras la Cruz es levantada,
vemos mucha sangre manar del cuerpo de Cristo, y enseguida aparece el flashback
de Jesús con el cáliz de vino entre sus manos. Toma un sorbo y
dice: “Tomen y beban. Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la
Alianza Nueva y Eterna, que será derramada por ustedes y por todos para el
perdón de los pecados. Hagan esto en memoria mía”. Y en ese
momento se ve a Juan tomando el vino. Luego se vuelve a la crucifixión, y
Jesús sangra aún más.
Y
como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que
nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en la Solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (9,11b-17):
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
Palabra del Señor
COMENTARIO
“Corpus Christi”, el memorial de una pasión
Después de la solemnidad de la Santísima Trinidad,
el segundo gran destello de la Pascua es la solemnidad que tradicionalmente se
celebraba el jueves después del Domingo de la Trinidad, y que ahora se ha
trasladado al domingo siguiente, el que hoy celebramos, la solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo.
El cuerpo es ante todo presencia,
cercanía, contacto. Pero también expresa nuestra debilidad, lo vulnerables que
somos. Cuando el Verbo de Dios asumió un cuerpo humano y tomó carne, se hizo al
mismo tiempo presente y expuesto. Su cercanía corporal habla de la proximidad
humana de Dios, de su voluntad de ser accesible, abordable. Pero esta cercanía
le hace asumir la debilidad humana, su vulnerabilidad, su carácter mortal. Por
su cuerpo Jesús puede tocarnos sanándonos, y podemos tocarlo nosotros para que
nos transmita su fuerza (cf. Mc 5, 25-30), pero también puede ser golpeado,
azotado, herido hasta la muerte. La encarnación no es una mera apariencia y,
por eso, incluye la participación plena en la humana finitud. De ahí que
algunos Padres de la Iglesia dijeran que “si alguno pregunta por el misterio se
sentirá llevado a afirmar más bien, que no fue su muerte una consecuencia de su
nacimiento, sino que él nació para poder morir” (San Gregorio Nacianceno). Y es
esa condición mortal la que le hace plenamente humano, “uno de los nuestros”.
El misterio Pascual, la muerte y
resurrección, universaliza la presencia de Cristo, de manera que ya no está
limitado por el espacio y el tiempo. Pero, entonces, ¿cómo garantizar el acceso
“corporal” a la humanidad de Cristo?
Jesús prolonga su presencia física en la
Eucaristía. No es casualidad que eligiera como signo y realidad de su presencia
cosas tan sencillas y normales como el pan y el vino. De esta manera subraya,
de nuevo, el compromiso con la cotidianidad. Dios no nos aliena, no nos saca de
nuestra realidad, sino que se hace presente en ella y en ella alimenta nuestra
vida. La Eucaristía es un “memorial”, el memorial de su pasión: no el mero
recuerdo de algo pasado, sino una actualización, que nos hace realmente
partícipes del acontecimiento pascual. En el texto de la carta a los Corintios,
escrita relativamente pocos años después de la vida terrenal de Jesucristo,
Pablo nos habla ya de una “tradición” procedente del mismo Señor y que él
trasmite a sus fieles. Pablo, que tenía a gala ser apóstol por elección del
mismo Cristo, pese a no haber convivido con el Jesús histórico, enfatiza de
este modo la realidad fuerte de la Eucaristía, por la que participamos de modo
no sólo simbólico en la pasión de Jesús.
Cuando Pablo, como también Lucas, recoge
el mandato de Jesús al final del gesto eucarístico, “haced esto en memoria
mía”, el esto que Jesús nos manda hacer se refiere a un memorial de su pasión
que nos pone en contacto con toda la vida de Cristo, con todo su misterio. Por
eso, hacer esto significa vivir como Él vivió, entregado a hacer la voluntad de
su Padre, y dando la vida por amor, por los suyos, por todos. Participar en la
Eucaristía no puede reducirse a “cumplir” con una obligación pesada, no
consiste en “ir a misa”, sino que tiene que ser una escuela de comunión con
Cristo, que nos enseña a abrirnos a Dios, a su voluntad de Bien y de amor, y,
en consecuencia, a los demás, a sus necesidades reales. Como afirma Juan “quien
dice que permanece en él debe vivir como vivió él” (1Jn 2,6).
Y es que Jesús, mediante los signos del
pan y el vino, nos recuerda también que la salvación que nos ha traído no es
sólo algo del “espíritu” (la “inmortalidad del alma”, por ejemplo), sino que se
trata de una salvación integral que afecta al hombre entero, su cuerpo y su
espíritu, su intelecto, su voluntad y sus sentimientos, su individualidad
personal y sus relaciones. El pan nos habla de las necesidades más elementales
y cotidianas, de las vive el hombre, aunque no sólo de ellas, como recordaba
Juan XXIII: “no sólo de pan vive el hombre, pero también de pan”. El vino
expresa la dimensión festiva que también está presente en la vida del hombre y,
por tanto, en la vida cristiana y en la Eucaristía: “el vino que alegra el
corazón del hombre” (Sal 104, 15).
Pero el pan y el vino juntos, como cuerpo y sangre de Cristo presentes en la
Eucaristía, nos hablan también de una mesa común en la que los hermanos se
comunican y comparten. No es la mesa eucarística la reunión sectaria de un
grupo de iluminados, sino una mesa abierta a las necesidades de todos.
Por eso el Evangelio de hoy recoge una
situación tan eucarística como la multiplicación de los panes. Ante la multitud
hambrienta y en descampado, los discípulos quieren despedirlos: ya han recibido
el alimento del espíritu, que se busquen ahora ellos mismos la vida (es decir,
el pan). Pero Jesús les lanza un desafío que parece un imposible: “Dadles
vosotros de comer”. La respuesta de los apóstoles no se hace esperar: “No
tenemos más que cinco panes y dos peces…” No podemos afrontar con nuestras
fuerzas y medios limitados una necesidad tan grande.
También hoy nos dice Jesús a nosotros,
cuando le hablamos de las necesidades y los males de nuestro mundo: “dadles
vosotros de comer; responded vosotros a esas necesidades, poned fin a la
injusticia, a las guerras…”. Y también nosotros tendemos a las evasivas: ¿qué
podemos hacer ante tantos problemas y tanto mal, cuándo somos tan limitados y
tenemos tan poco?
Jesús nos enseña hoy que si le entregamos
lo poco que tenemos, Él tiene el poder de multiplicar eso poco de modo que
alcance para todos. La Eucaristía es alimento para el espíritu, pero también es
una escuela de amor y de solidaridad, en la que aprendemos a compartir nuestros
bienes con los necesitados. El que podamos hacer poco no es excusa para dejar
de hacer precisamente ese poco, que es la contribución que podemos y debemos
hacer para, dándosela a Cristo, saciar el hambre de los hambrientos de pan y de
sentido.
Como botón de muestra, basta que pensemos
en múltiples comunidades cristianas en muchos países, entre otros en Rusia,
pero también en Asia, África e Iberoamérica, que pueden subsistir y llevar
adelante sus proyectos eclesiales y sociales gracias a las ayudas de cristianos
de países como Alemania, Italia o España. Si se sumaran a esa red de
fraternidad muchos más de los que se confiesan cristianos “pero no
practicantes”, por ejemplo, participando más activamente a la vida de la
Iglesia, también acudiendo a la reunión dominical a la Jesús llama a sus
discípulos para darles, y también para pedirles, a muchos más llegaría esa
ayuda multiplicada por la acción eucarística de Jesús, que “tomó los panes y
los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y
se los dio a los discípulos para que los distribuyeran a la gente”. Comieron y
se saciaron los presentes, y todavía sobró para continuar multiplicando la red
de fraternidad y ayuda a los necesitados que, inevitablemente, se forma en
torno a Jesús, a su cuerpo entregado y a su sangre derramada.
“Cordero que está de pie, a pesar
de haber sido sacrificado”
Tal como lo anunció al presentar el Cáliz en la Ultima Cena: su Sangre es derramada por nosotros para perdonar nuestros pecados; su Cuerpo es entregado por nosotros. Y ese Cuerpo y esa Sangre -los mismos de la Cruz- son el Pan y el Vino consagrados, cuando el Sacerdote pronuncia las mismas palabras de Cristo en la Ultima Cena.
La Consagración es el Calvario.
Pero en la Comunión recibimos a Jesús Resucitado, vivo, para
El comunicarnos su Vida.
“Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, dice el
Sacerdote al presentarnos la Hostia Consagrada antes de la Comunión.
Y ¿dónde está el Cordero de Dios
también? Nos lo dice el Apocalipsis. Está en el Cielo. Cristo
es el “Cordero que está de pie, a pesar de haber sido sacrificado” en
pleno centro del Trono Celestial. Y es por El y a El que cantan y alaban
todos los Ángeles y Santos del Cielo (Ap. 5, 6-14).
De tal forma que cuando estamos en Misa,
estamos allí, pero estamos también en el Calvario y en el Cielo. Estamos
en Misa, pero estamos presenciando la muerte de Cristo en la cruz… y también
estamos participando de la Liturgia Celestial que nos narra el Apocalipsis.
¡Qué gran milagro es la Santa Misa y la Comunión! Es el milagro más grande de tiempo y espacio que podamos vivir. ¿Nos damos cuenta? Y ¿nos damos cuenta de cuánto hace Dios para darse a nosotros?
En la cueva de Belén era un bebé, que
necesitaba ser cuidado y amamantado. En la Cruz parecía un
criminal. En la Eucaristía es aún más humilde; ni siquiera parece
humano: sólo parece pan y vino. ¡Y es Dios!
“¡Qué sublime humildad: Que el Señor de
todo el universo, Dios e Hijo de Dios, se humille así bajo la forma de un
trocito de pan para nuestra salvación!”, nos dice San Francisco de Asís.
“Reconoced en el Pan de la
Eucaristía a Aquél que colgó de la Cruz”, nos dice San Agustín.
Cierto que en este mundo no podemos ver a Dios con nuestros propios ojos… Pero sí podemos verlo hecho pan y vino. Y podemos alimentarnos de El.
¡Cuántos no desearíamos poder ver
a Jesús cara a cara! Pero nos dice San Juan Crisóstomo que sí lo vemos,
que lo tocamos. ¡Que hasta lo comemos! “El se da a ti, no sólo para
verlo, sino también para ser alimento y nutrición para ti”.
¿Nos damos cuenta, entonces, cuánto nos
ama Dios? ¿Nos damos cuenta cuánto hace para estar con nosotros? La
Madre Teresa de Calcuta expresa muy bien la muestra de Amor de Dios que es la
Eucaristía:
“Cuando vemos el Crucifijo, podemos comprender
cuánto nos amó Jesús entonces. Cuando vemos la Sagrada Hostia
comprendemos cuándo nos ama Jesús ahora.”
El misterio del Corpus Christi es el Regalo más grande que Jesús nos ha dejado: Es su Cuerpo y su Sangre entregados en la Cruz para ser su Presencia Real y Viva en medio de nosotros cuando lo reconocemos y lo adoramos en la Hostia Consagrada, y para ser alimento de nuestra vida espiritual cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión.
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