Las lecturas de este domingo nos relatan la historia de dos viudas, cuyos hijos únicos han fallecido, y Dios se los devuelve a la vida.
Una es la
conocida viuda de Sarepta que aparece en el Antiguo Testamento, pero además en
el Nuevo, porque Jesús la menciona como muestra de que Dios también se reveló
–y de manera preferencial- a los no-judíos.
En verdad les
digo -habla Jesús de esta viuda- que
había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías, cuando el cielo retuvo la
lluvia durante tres años y medio y un gran hambre asoló a todo el país. Sin embargo Elías no fue enviado a ninguna de
ellas, sino a una mujer de Sarepta, en tierras de Sidón. (Lc 4, 25-26)
La segunda viuda
aparece en un evento que nos relata el Evangelio de hoy (Lc 7, 11-17). La pobre mujer llevaba a enterrar a su único
hijo. Y Jesús, de paso por esa
población, detiene el cortejo fúnebre para hacer un milagro: revivir al muerto.
La verdad sea
dicha, que las viudas son especialmente queridas a los ojos de Dios, que las
protege y las llena de beneficios muy especiales. La primera que aparece en la Biblia es esta
viuda de Sarepta, a quien es enviado el Profeta Elías para que le diera
alimento, y ese alimento fue multiplicado para ella misma y su hijo. Y cuando murió su hijo, lo revivió por manos
de Elías (1 Re 17, 7-24).
A otra viuda le
encomienda una misión realmente atrevida y riesgosa. Tal es el caso de Judith, a quien le tocó
cortar la cabeza al jefe del ejército enemigo que tenía sitiada su ciudad
(Judit 10, 1-23; 11, 1-5 y 8, 22).
A Rut, otra viuda pagana, la escoge para estar en la línea genealógica del Mesías de la manera más misteriosa y después de mucho sufrimiento. (Ver la historia de tres viudas: Noemí, Orfa y Rut).
En el Nuevo
Testamento las viudas aparecen también como objeto de especial afecto por parte
de Jesús. Mención especial merece la
descripción de Ana, viuda desde muy joven, que fue escogida especialmente por
el Señor para presenciar la Presentación de Jesús en el Templo y para hablar de
este Niño. (Lucas 2, 36-38).
Y valga aquí una
mención a la viudez y a las viudas, a quienes a veces se les trata con
compasión, pero muchas veces también con cierta sorna. Todos –o casi todos los casados- son
candidatos a la viudez. Porque “quien da el sí al matrimonio, también da el
sí a la viudez”. Así predicaba el Padre
Pedro Richards CP, fundador en los años 60 del Movimiento Familiar Cristiano
Latinoamericano.
Y como viene
siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan
en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo 10
Tiempo Ordinario - Ciclo "C”.
Lectura del santo
evangelio según san Lucas 7,11-17.
En aquel tiempo,iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y
mucho gentío.
Cuando se
acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto,
hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la
acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.» Se acercó
al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te
lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo
entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un
gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La
noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
Palabra de Dios.
COMENTARIO.
El Señor se compadeció
de ella y le dijo: “No llores.”
El que es “imagen de Dios invisible” (Col1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima
de su sangre nos
mereció la vida.
En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos
liberó de la
esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de
nosotros puede
decir con el Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se
entregó a sí
mismo por mí” (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos
dio ejemplo para
seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo
seguimiento la
vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
Primogénito
entre muchos hermanos, recibe “las primicias del
Espíritu” (Rom
8,23)… Por medio de este Espíritu, que es “prenda de
la herencia”
(Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta
que llegue “la
redención del cuerpo” (Rom 8,23). Si el Espíritu de
Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el
que resucitó a
Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a
vuestros cuerpos
mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros(Rom 8,11)...
Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana
esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor
y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta
obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida,
para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: “Abba!,¡Padre!”
Dios se apiada de esa
viuda!
La viudez también es una vocación, digamos que una vocación forzada, pero aún así, un llamado de Dios a una situación especial que también es camino de santidad. De esta manera lo ha reconocido la Iglesia. Tanto así que menciona el estado de viudez en tres documentos diferentes del Concilio Vaticano II:
El Concilio pone
ante las viudas un camino de santidad (LG 41) que es una continuación de la
vocación al matrimonio (GS 48), y espera de ellas un servicio especial (AA 4).
El caso de la
primera viuda, la de Sarepta, es impresionante.
Tal vez no había pasado tanta necesidad antes esta mujer, pero la sequía
y la hambruna del momento la habían colocado en una posición de pobreza
extrema: le quedaba sólo “un puñado de
harina y un poco de aceite”. Pero Dios
le envía al Profeta Elías para pedirle pan y ella le explica su delicada
situación así: con esto que me queda
“voy a preparar un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego
moriremos”. Ya no tenía más nada para
comer. Era lo último que le quedaba.
Pero ¿qué hace
Dios? Le habla por boca del Profeta,
quien le ordena compartir con él lo
poquísimo que le queda: cocinar
primero un pan para él y luego uno para ella y su hijo. Y esa orden queda sellada con unas palabras
proféticas: “La tinaja de harina no se
vaciará, la vasija de aceite no se agotará”.
Y la viuda cumple la petición de Elías y, a pesar de ser pagana, cree en
la palabra que Dios le envía a través del Profeta.
¡Qué fe y qué
confianza tuvo esta mujer! Por eso “tal
como había dicho el Señor por medio de Elías, a partir de ese momento, ni la
tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó”.
¡Qué generosidad la de esta mujer! Si nos ponemos a ver,un pancito no es mucha cosa. Pero cuando es lo último que a uno le queda, puede ser mucho ... ¡demasiado!
Sin embargo,
sucede algo imprevisto, como suele hacer Dios: el único hijo de la pobre mujer,
enferma y muere. Ella entonces culpa a
Elías: ”¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios?¿Has venido a mi casa para que
recuerde yo mis pecados y se muera mi hijo?”
El Profeta clama
a Dios, pidiéndole que le devuelva la vida a este niño. Yavé escuchó la voz de Elías, y el alma del
niño volvió a él y revivió. Elías se lo entregó a su madre. La mujer reconoce, entonces, que Elías es un
hombre de Dios y que los consejos que le ha dado vienen del Señor.
Jesucristo
revive a tres muertos durante su vida pública.
En dos de los casos Jesús había sido solicitado con urgencia para
atenderlos mientras aún estaban enfermos: la hijita de Jairo y su amigo
Lázaro. Y por una razón u otra, se
retrasa en llegar.
Cuando Jesús al
fin llega a la casa de Jairo, la niña acababa de fallecer. Y cuando llega a Betania, ya Lázaro tenía
tanto tiempo sepultado que el cadáver hedía.
¿Por qué se
retrasó Jesús en llegar? Parecería como
si hubiera querido dejar que murieran.
¿Por qué? Puede ser para mostrar
aún más la Omnipotencia que poseía por ser Dios: más difícil era revivir un muerto, que curar
un enfermo.
En ambos casos,
por supuesto, Jesús actuó compadecido del dolor, tanto así que El mismo lloró
ante el sepulcro de Lázaro.
Pero en el caso
del tercer muerto traído a la vida, nadie le pidió ayuda a Jesús. Nos dice el Evangelio (Lc 7, 11-17) que Jesús
iba entrando a una población llamada Naím y se topa con un cortejo fúnebre de
un joven muerto, hijo único de una viuda.
Cuando el Señor la vio se compadeció de ella y le dijo que no llorara
más. ¡Cómo no iba a llorar! ¡Era su único hijo!
Acto seguido,
Jesús hace parar la procesión. ¿Por qué este forastero, no conocido aquí en
Naím, que tampoco es parte del evento fúnebre detiene este cortejo? Debe haber parado la procesión con mucha
autoridad, porque nadie se lo impidió. Y
los que llevaban el cadáver, le obedecieron.
¿Qué pretenderá? Sus discípulos y
un poco más de gente que venía acompañándolo, deben haber pensado lo que Jesús
iba a hacer. Imaginemos el suspenso…
Se dirige,entonces, al muerto. Por cierto, no dice el Evangelio que en voz baja, así que deben haber sido muy audibles estas palabras: ¡Joven, Yo te lo mando: levántate! Y ¡qué impresión ver al muerto levantarse de su ataúd y comenzar a hablar! Igual que hizo Elías, Jesús se lo entregó a su madre.
El Evangelio no
nos dice la reacción de la madre. Pero,
a pesar de haberse alegrado, la alegría debe haber estado mezclada con una
tremenda impresión. Impresionados
también estaban los presentes. Todos se
llenaron de temor, dice el Evangelio. ¡Claro!
Un evento así tiene que abrumar a quien lo ve suceder ante sus ojos: un
muerto que se sale de su ataúd a la orden de un extraño.
Dos milagros de
hijos únicos de dos viudas vueltos a la vida, milagros que muestran el poder de
Dios y su compasión para dos mujeres que sufren. A veces Dios hace esos prodigios. A veces no.
Pero, hayan prodigios o no, Dios siempre está ahí con su poder y su
misericordia.
Revivir muertos
es muestra imponente del poder de Dios.
Pero hay algo más impresionante que esto. Si los cuerpos muertos vueltos a la vida
impresionan, mayor muestra del poder divino son las almas muertas por el pecado
que vuelven a la vida por el perdón de Dios.
No lo ven nuestros ojos, pero si lo pudiéramos ver, nos quedaríamos
impresionados de lo que es un alma muerta y luego revivida por la misericordia
divina en el Sacramento de la Confesión.
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