Hoy, Jesús nos da una lección magistral:
no busquéis el primer lugar: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no
te pongas en el primer puesto» (Lc 14,8). Jesucristo sabe que nos gusta
ponernos en el primer lugar: en los actos públicos, en las tertulias, en casa,
en la mesa... Él conoce nuestra tendencia a sobrevalorarnos por vanidad, o
todavía peor, por orgullo mal disimulado. ¡Estemos prevenidos con los honores!,
ya que «el corazón queda encadenado allí donde encuentra posibilidad de
fruición» (San León Magno).
¿Quién nos ha dicho, en efecto, que no hay colegas con más méritos o con más
categoría personal? No se trata, pues, del hecho esporádico, sino de la actitud
asumida de tenernos por más listos, los más importantes, los más cargados de
méritos, los que tenemos más razón; pretensión que supone una visión estrecha
sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea. De hecho, Jesús nos invita a la
práctica de la humildad perfecta, que consiste en no juzgarnos ni juzgar a los
demás, y a tomar conciencia de nuestra insignificancia individual en el
concierto global del cosmos y de la vida.Entonces, el Señor, nos propone que, por precaución, elijamos el último sitio, porque, si bien desconocemos la realidad íntima de los otros, sabemos muy bien que nosotros somos irrelevantes en el gran espectáculo del universo. Por tanto, situarnos en el último lugar es ir a lo seguro. No fuera caso que el Señor, que nos conoce a todos desde nuestras intimidades, nos tuviese que decir: «‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (Lc 14,9).
En la misma línea de pensamiento, el Maestro nos invita a ponernos con toda
humildad al lado de los preferidos de Dios: pobres, inválidos, cojos y ciegos,
y a igualarnos con ellos hasta encontrarnos en medio de quienes Dios ama con
especial ternura, y a superar toda repugnancia y vergüenza por compartir mesa y
amistad con ellos.
Y como viene
siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan
en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo XXII del Tiempo
Ordinario - Ciclo "C"- .
Lectura del santo evangelio según san Lucas
(14,1.7-14):
Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y
ellos le estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros
puestos, les propuso esta parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te
sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más
categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá:
"Cédele el puesto a éste." Entonces, avergonzado, irás a ocupar el
último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último
puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: "Amigo, sube
más arriba." Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque
todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las
Lecturas del día de hoy van dirigidas a hacernos reflexionar sobre la
humildad. Y la humildad es esa virtud que nos lleva a reconocer lo que
realmente somos. Por eso Santa Teresa de Jesús decía que la humildad es andar en verdad. Es decir: la
Humildad es vernos tal cual somos. Es saber y reconocer lo que valemos
ante Dios.
Y
¿qué somos ante Dios? ... ¿Cuánto valemos ante Dios? ... ¿Somos capaces de ser
algo sin Dios, que nos creó, nos mantiene vivos, y derrama todas las gracias
que necesitamos para llegar a El y para gozar de El para toda la eternidad?
Responder
estas preguntas adecuadamente; es comenzar a andar en verdad . Es apenas comenzar a darnos
cuenta de lo que es ser humilde. Y luego de ese reconocimiento de nuestro
“cero” valor ante Dios, luego de reconocer que nada valemos ante Dios ...
Luego
de eso ... nos queda un larguísimo trecho para llegar a ser humildes, para
andar ese camino de la humildad. Y es muy importante saber que ese
camino de la humildad es equivalente al camino de santidad, que nos lleva a
Dios, que nos lleva al Cielo.
Todos
tenemos que ser santos. Es lo que Dios nos pide ... para eso nos ha
creado: para ser santos; es decir, para vivir de acuerdo a Su
Voluntad. San José de Calasanzs decía: “Si quieres ser santo,
sé humilde. Si quieres ser muy santo, sé muy humilde”.
La
humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Lo contrario de la
humildad es el orgullo. Así que, si la humildad es el fundamento de todas
las demás virtudes, se deduce que el orgullo es la raíz de todos los
pecados. Y es la raíz del pecado, porque -si aplicamos las palabras de
Santa Teresa sobre la Humildad al orgullo- resulta ser que orgullo es noandar en verdad.
El
orgullo es básicamente creernos no-dependientes
de Dios. Y el creernos no-dependientes de Dios nos lleva al pecado
... Y lo que es peor: nos puede llevar a justificar el pecado.
Por
eso la Primera Lectura del Libro del Eclesiástico (Sir. 3, 19-21 y 30-31) nos dice
así: “No hay remedio para
el hombre orgulloso, porque ya está arraigado en la maldad”. Es
decir: está arraigado en el pecado.
Y
“no hay remedio” se
refiere a nuestro camino hacia Dios. Es decir: no podremos llegar a
Dios y a la felicidad eterna, aquéllos que no reconozcamos nuestro justo valor
ante Dios ... (es decir: que nada valemos ante El). Y tampoco
podremos llegar aquéllos que no reconozcamos nuestra total dependencia de El ... en t o d o .
También
nos recomienda el Libro del Eclesiástico que debemos hacernos pequeños, y que
sólo Dios es poderoso. Sin embargo en problema está en que la humildad es
una virtud despreciada por el mundo y al orgullo se le da un gran
valor.
Y
esto no debe sorprendernos porque el mundo nos vende lo contrario a lo que Dios
desea. El mundo es regido por “el
príncipe de este mundo” -que es uno de los nombres que da la
Sagrada Escritura al Demonio. Este nos engaña, y nos hace creer todo lo
contrario a lo que Dios desea.
El
mundo nos vende la idea de que los primeros puestos son los mejores. El
mundo nos vende la idea de que las glorias humanas y los reconocimientos
humanos son muy importantes. El mundo nos vende la idea de que los
privilegios y el poder son muy necesarios. El mundo nos vende la idea de
que creernos una gran cosa es algo bueno.
Como
vemos: todo lo contrario a lo que significa la humildad, que es reconocer
que nada somos y nada valemos ante Dios. Y también de que nada
podemos sin Dios.
A
veces nos creemos muy capaces por nosotros mismos y muy independientes de Dios
... Y ¿nos hemos detenido a pensar -por ejemplo- si podemos siquiera hacer
palpitar nuestro corazón por nosotros mismos? ¿Qué sucede cuando Dios no
hace palpitar nuestro corazón? ... ¿Qué sucede? ... Sabemos lo que sucede ¿no?
... ¿Cómo, entonces, podemos vivir independientemente de Dios, buscando
hacer nuestra voluntad y no la de Dios? ... ¿Cómo? ...
Y
el mundo últimamente nos está vendiendo una idea que se nos ha metido por todos
lados ... ¡hasta en la Iglesia! ... Ustedes reconocerán este nuevo término muy
moderno, porque se repite por todos lados: “auto-estima”.
La
llamada auto-estima es todo lo contrario a lo que es la humildad.
Recordemos que nada valemos
ante Dios ... nada somos sin Dios. De nuestra cuenta sólo
podemos y sabemos pecar. No somos capaces por nosotros mismos de hacer
nada bueno.
Eso
dice San Alfonso María de Ligorio. Y también dice: “Cualquier bien que
hagamos viene de Dios. Cualquier cosa buena que tengamos pertenece a
Dios”. Esa sí es la verdadera “auto-estima”: la estima que me tengo
por todo lo que Dios me ha dado y por todo lo que hace en mí.
San
Ignacio de Loyola define la humildad como la renuncia de tres cosas:renuncia a
la propia voluntad,
renuncia al propio interés,
y renuncia al propio
amor. Y el propio amor o amor propio es justamente la
auto-estima que tanto se nos pregona, para -supuestamente- poder ser felices.
El Evangelio de hoy nos habla de los puestos. Y los primeros puestos se
refieren a esas cosas que nos vende el mundo:
Glorias, alabanzas, reconocimientos, poder, mando, honores, privilegios,
creerse grande, querer ser grande y poderoso, alardear de lo mucho que
sabemos, creer que podemos sin Dios, buscar ser reconocido, hacer las cosas
para que nos crean muy buenos y muy capaces, creernos mejores que los demás,
creernos que somos una gran cosa, creer que merecemos lo que tenemos y muchas
cosas más, confiar en las propias fuerzas y no en Dios, buscar hacer nuestra
propia voluntad y no la de Dios, etc., etc. ... Todas esta cosas nos las
vende el mundo.
Pero
la humildad es todo lo contrario: es hacer las cosas porque Dios las
quiere así ... es buscar la gloria de Dios y no la propia .. es no buscar, ni
reclamar honores ni reconocimientos ... es no hablar de uno mismo, ni alardear
lo mucho que somos y tenemos ... es saber que nada podemos sin Dios ... es
saber y reconocer que somos totalmente dependientes de Dios ... es hacer las
cosas como Dios quiere, sin buscar reconocimientos ... es dar gracias a Dios
por lo que somos, por lo que hacemos y por lo que tenemos ... es saber que nada
podemos sin Dios, pues nuestra fuerza está en Dios. Es creer, de verdad,
que nada somos ante Dios y sin Dios nada somos.
Ahora
bien, debemos tener en cuenta que la humildad no consiste en negar las
cualidades que Dios nos ha dado, sino en saber y en reconocer que todo nos es
dado por Dios. Todo lo que tenemos nos viene de Dios. Pero el
orgullo nos hace creer que esas cosas las logramos nosotros mismos.
Es
así, entonces, como reconociendo nuestra verdad, “andando en verdad”,se cumple
lo que el Señor dice en el Evangelio: “el
que se humilla será engrandecido”. De no ser así, nos
sucederá lo contrario: “el
que se engrandece será humillado” .
Así,
podremos llegar a ser de esos “espíritus
justos que alcanzaron la perfección” de los cuales nos habla
San Pablo en la Segunda Lectura (Hb.
12, 18-19 y 22-24) . Son los santos ... Y todos ellos
han sido humildes.
El
Salmo 67 nos
recuerda la grandeza de Dios y la pequeñez humana, las cosas que Dios hizo por
su pueblo y que siempre hace por nosotros.
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