Vivir como discípulos de Jesús es exigente; y requiere de
grandeza de corazón. Hay demasiada gente viviendo por y para ganar dinero o preocupados
en procurar todo el éxito posible, o se rodean de un sinfín de comodidades, que
no dan la felicidad. Otros en cambio no tienen ni lo necesario para vivir. Sólo
poniendo la mirada en Jesús, libre y desprendido, aprenderemos esa sabiduría
divina que nos puede llevar a vivir más humanamente.
Poco a poco y con los años, vamos aprendiendo que la fe es
más que unos datos que aprendimos desde niños. La fe tiene que ver con Jesús y
el poder de fascinación que ejerce sobre nosotros. Con el tiempo, igual
sentimos que le necesitamos cada vez más: notamos que su compañía es gozosa; que
en los momentos de sufrimiento Dios aparece como bálsamo. Ese es un buen
síntoma de que vamos descubriendo la perla preciosa y que vamos vendiendo cosas
superficiales y menos importantes por tenerla. Quizá llegue un día en que no
deseemos nada, salvo sentirnos cercanos a Dios y bendecidos por Él. De
mientras, no desesperemos. Convertirnos en discípulos conlleva tiempo. La
suerte es que El nos va guiando hacia la verdad plena. Con paciencia, con mucho
tacto y ternura.
Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de
tres religiosos que nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas,
en este Domingo XXIII del Tiempo Ordinario - Ciclo "C"- .
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (14,25-33):
En
aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si
alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a
sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede
ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo
mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta
primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si
echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que
miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de
acabar." ¿O que rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta
primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le
ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados
para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos
sus bienes no puede ser discípulo mío.»
Palabra
del Señor
COMENTARIO.
Dios es exigente.
“Dios es un Dios exigente”, dijo Juan Pablo II a la juventud venezolana
en 1985. De allí que si queremos seguir
a Dios debemos estar dispuestos a darlo todo por El y a preferirlo a El primero
que a todo y primero que a todos. Así de
claro. Lo dijo el Papa Juan Pablo II,
pero también lo atestigua la Sagrada Escritura.
“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a
su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún,
a sí mismo, no puede ser mi discípulo”
(Lc. 14, 25-33).
No podemos creer que estamos siguiendo a Cristo si
preferimos otras cosas o personas más que a El.
Y esto significa ponerlo a El por encima de cualquier otro afecto, por
más genuino que sea, por más natural que sea.
Así sea el de los padres, el de los hijos o el del cónyuge. No se trata de no amar a los nuestros, sino de
saber que primero viene El y después todo lo demás, inclusive uno mismo. Bien lo sabe el Señor y bien lo sabemos
nosotros -si nos revisamos bien- que el más consentido de todos nuestros amores
es uno mismo.
Esta exigencia significa posponer todo, pues Dios va
primero. Y en comparación de Dios,
“todo” es “nada”. El “todo” también
incluye todos los bienes. Y los “bienes”
no son sólo los materiales: son
todos. La inteligencia y el
entendimiento (modos de pensar y de razonar);
la voluntad (deseos, planes, proyectos, etc.) Inclusive la libertad que El mismo nos dio,
si no la usamos para poner a Dios en primer lugar, no la estamos usando bien.
Toda esta exigencia requiere un primer “sí” definitivo a
Dios: rendirnos ante El, darle un
“cheque en blanco”. Y ese “sí” inicial
tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida. Como el “sí” de María en la Anunciación, el
cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la Cruz.
Es lo que llamamos tener perseverancia. Y Dios nos hace saber que el camino no es
fácil. El no nos engaña. No nos promete la felicidad perfecta en esta
vida. No nos dice que será un camino de
pétalos de rosas. Por el contrario nos
advierte que será un camino de cruz: “Y
el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27).
De allí las fluctuaciones que podrían llevarnos a la
inconstancia: que lo que antes nos
entusiasmaba, luego nos resulte indiferente, fastidioso y hasta insoportable.
Por eso nos advierte de antemano, para que al dar el primer
“sí”, sepamos que no podemos estar volteando para atrás: “Todo el que pone la mano en el arado y mira
para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc. 9, 62).
Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos entusiasmemos
en un momento inicial y luego queramos volver a una vida aparentemente más
fácil -según la medida del mundo, que -por cierto- no es la medida de Dios.
Para demostrar esto nos ha puesto el ejemplo de un
constructor que comienza una torre sin calcular su costo y ve que no puede
terminarla. Y advierte el Señor que si
cava los cimientos y luego no puede acabarla, todos se burlarán de ese
constructor que no tiene constancia.
Nos habla también de un rey que va a combatir a otro y al no
haber calculado bien el número de soldados con que cuenta, tiene que rendirse
antes de haber siquiera comenzado el combate.
De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria
en la vida espiritual, porque habrán obstáculos, vendrán dificultades, surgirán
persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes puede ser excusa para no
continuar, ya que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las
molestias que puedan presentarse.
Para que perseveremos hasta el final siempre estarán las
gracias (las ayudas gratuitas de Dios).
“No les han tocado pruebas superiores a las fuerzas humanas. Dios no les puede fallar y no permitirá que
sean tentados por encima de sus fuerzas.
El les dará, al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir”
(1 Cor. 10, 13).
El Espíritu Santo nos infunde la virtud de la constancia y
de la perseverancia, para mantener nuestro “sí” inicial. Las pruebas y las tentaciones no van a
faltar, pero sirven justamente para crecer en santidad, utilizando las gracias
que tenemos para ejercitarnos en esas virtudes. De allí que San Pablo nos entusiasme con
esta afirmación: “Nos sentimos seguros
hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia, de la
paciencia el mérito, y el mérito es motivo de esperanza” (Rom. 5, 3-4).
De eso se trata. De
crecer en constancia, perseverancia, paciencia y esperanza. Esperanza de alcanzar la gloria, de llegar a
la meta, levantándonos nuevamente si es que llegamos a desfallecer. Se trata de ser perseverantes hasta el final,
no importa las circunstancias por las que tengamos que pasar. Es lo que se denomina “perseverancia final”,
que nos lleva a mantenernos firmes hasta el momento de nuestra muerte, que es
nuestro paso a la Vida Eterna.
Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es
el cálculo que tenemos que hacer: saber
que tenemos que renunciar a todo.
Esa es su exigencia cuando nos dice al concluir el Evangelio
de hoy: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser
mi discípulo”. Dios es exigente: El, que es “Todo”, quiere “todo”. Y lo quiere, porque sabe que eso que
consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”.
Entre los bienes que debemos renunciar están también los
bienes materiales. Pero esa “renuncia”
es más bien de desapego, de no tener esos bienes como ídolos que sustituyan a
Dios. O, en el espíritu del Evangelio de
hoy, de no tenerlos colocados por encima de Dios.
Aunque hay vocaciones especiales, como los Sacerdotes,
Religiosos y Religiosas, cuyos votos requieren que no tengan bienes materiales
propios y que su vida sea un ejemplo de austeridad y pobreza, no significa esa
renuncia que nadie pueda tener bienes materiales propios. La renuncia que nos pide el Señor a todos
consiste en que coloquemos esos bienes materiales en su sitio: no pueden ser sustitutos de Dios, ni tampoco
pueden estar colocados por encima de Dios.
La Primera Lectura (Sb. 9, 13-19) nos ayuda a tener esta
actitud de desprendimiento de los bienes materiales, de los seres queridos y de
nosotros mismos, puesnos ubica a los seres humanos en nuestra realidad, en
nuestro valor si nos comparamos con la grandeza de Dios y su poder: “¿Quién es el hombre que puede conocer
los designios de Dios? ¿Quién es el que puede saber lo que Dios
tiene dispuesto?”.
Se nos recuerda que somos hechos de barro y que ese barro
“entorpece nuestro entendimiento”. De
allí que sólo podamos conocer los designios de Dios, si al darnos su Sabiduría,
recibimos su Santo Espíritu de lo alto, para iluminar nuestro torpe
entendimiento humano.
Sólo con esa Sabiduría podremos llegar a la salvación
eterna. Y esa Sabiduría nos hace
entender que Dios es primero que todo y que todos. Es la manera de llegar a la meta y de tener
esa perseverancia final.
El Salmo 89 también canta las grandezas del Señor y nos
ayuda a calcular el valor de nuestra vida en la tierra: “Tú haces volver al polvo a los hombres ...
Mil años son para ti como un día que ya pasó, como una breve noche ... Nuestra
vida es como un sueño,, semejante a la hierba que florece en la mañana y por la
tarde se marchita”.
El Salmo nos lleva, entonces, a pedir esa Sabiduría, al
darnos cuenta lo poco que es esta vida y lo poco que somos nosotros, así como
lo mucho que es Dios: “Enséñanos a ver
lo que es la vida y seremos sensatos ... Que tus hijos puedan mirar tus obras y
tu gloria”. Amén.
La Segunda Lectura (Flm. 1, 9-10; 12-17) completa una
historia interesante, en la que vemos cómo, al comienzo de la Iglesia, la fe y
la vida en Cristo iba haciendo que los esclavos fueran dejando de ser “objetos”
o personas inferiores. Sucedía, entonces, que muchos cristianos iban
concediendo libertad a sus esclavos.
La historia de Onésimo, nombre frecuente entre los esclavos,
pues significa “útil”, es que éste se escapa de casa de su amo, Filemón de
Colosas, y llega a Roma. Allí encuentra
a Pablo, al que había conocido en casa de Filemón. Pablo está preso, pero con libertad
condicionada, por lo que podía salir acompañado por un guardia. Onésimo se convierte y es bautizado. Pablo lo hace regresar donde su patrón con
esta carta. San Pablo nos hace ver que
tal era la libertad interior que daba la vida en Cristo, que ya no era de tanta
trascendencia ser esclavo o libre (cf. 1 Cor. 7, 17-24).
Fuentes:
Homilias.org
José Luis Villota, sdb
Ángel Corbalán
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