El pasaje de la curación del ciego de nacimiento se coloca,
precisamente, en esta misma perspectiva. Y dentro del proceso de conversión a
la que nos invita Dios nuestro Señor en este tiempo de gracia, que es la
Cuaresma.
La narración del milagro es emocionante. Un ciego de
nacimiento, que es capaz de llegar a ver por la acción curativa de Jesús. Y los
fariseos, en cambio, que dicen que ven, pero que en realidad están bien ciegos.
Ven, sí, con los ojos del cuerpo, pero son unos pobres ciegos en el mundo de la
fe.
En todo el pasaje –sobre todo a través de los diálogos—
impresiona la tenacidad y la firmeza de las actitudes en los diversos
personajes. El ciego, por un lado, insiste en su fe sencilla y en su testimonio
de Cristo. Él no es un erudito ni un letrado –como los fariseos— pero se
ampara, con un realismo aplastante, en la contundencia de los hechos: "yo
no sé si Jesús es un pecador o no; lo que sé es que yo antes era ciego, y ahora
veo" (Jn 9, 25). ¡Qué lógica tan simple y tan tumbativa!
Los fariseos, en cambio, sabios y orgullosos, tercos y fríos
calculadores, perseveran inconmovibles en su tosudez e incredulidad, a pesar de
todas las evidencias del milagro y de los repetidos testimonios del ciego. ¡La
de los fariseos sí que es ceguera! Y lo más triste y trágico del asunto es que
están ciegos porque ellos quieren estarlo, por su propia voluntad, por su
dureza de corazón, por su empecinamiento interior y su incredulidad. Así han
decidido ellos desde el inicio y no quieren aceptar su "derrota".
Sería para ellos una vergüenza y una grandísima humillación. Por eso no creen
en Jesús, ni siquiera ante la elocuencia muda y palmaria de los hechos.
Más aún, buscan razones para negar el milagro y
estúpidamente acusan a Jesús de ser un pecador y de que no viene de Dios porque
no respeta el sábado. ¡Sí que son necios e insensatos los hombres cuando no
aceptan a Dios y pretenden tapar el sol con un dedo de la mano!
Lectura del santo Evangelio según san
Juan (Jn 9, 1-41)
En aquel tiempo, Jesús vio al pasar a un ciego de
nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién pecó para
que éste naciera ciego, él o sus padres?" Jesús respondió; "Ni él
pecó, ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras
de Dios. Es necesario que Yo haga las obras del que me envió, mientras es de
día, porque luego llega la noche y ya nadie puede trabajar. Mientras esté en el
mundo, Yo soy la luz del mundo".
Dicho esto escupió en
el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo:
"Ve a lavarte en la piscina de Siloé” (que significa 'Enviado'). El fue,
se lavó y volvió con vista. Entonces los vecinos y los que lo habían visto
antes pidiendo limosna, preguntaban: "¿No es éste el que se sentaba a
pedir limosna?" Unos decían: "Es el mismo", Otros: "No es
él, sino que se le parece". Pero él decía: "Yo soy”. Y le
preguntaban: “Entonces, ¿cómo se te abrieron los ojos?" El les respondió:
"El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo:
'Ve a Siloé y lávate'. Entonces fui, me lavé y comencé a ver". Le
preguntaron: “¿En dónde está El?” Les contestó: "No lo sé". Llevaron
entonces ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que
Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaron cómo
había adquirido la vista. Él les contestó: "Me puso lodo en los ojos, me
lavé y veo". Algunos de los fariseos comentaban: "Ese hombre no viene
de Dios, porque no guarda el sábado". Otros replicaban: “¿Cómo puede un
pecador hacer semejantes prodigios?" Y había división entre ellos.
Entonces volvieron a preguntarle al ciego: "¿Y tú, qué piensas del que te
abrió los ojos?" El les contestó: "Que es un profeta". Pero los
judíos no creyeron que aquel hombre, que había sido ciego, hubiera recobrado la
vista. Llamaron, pues, a sus padres y les preguntaron: “¿Es este su hijo, del
que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?". Sus padres
contestaron: "Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es
que ahora ve o quién le haya dado la vista, no lo sabemos. Pregúntenselo a él;
ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo". Los padres del que
había sido ciego dijeron esto por miedo a los judíos, porque éstos ya habían
convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el
Mesías. Por eso sus padres dijeron: 'Ya tiene edad; pregúntenle a él'.
Llamaron de nuevo al que había sido ciego y le dijeron:
"Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador".
Contestó él: "Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora
veo". Le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los
ojos?". Les contestó: "Ya se lo dije a ustedes y no me han dado
crédito. ¿Para qué quieren oírlo otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren
hacerse discípulos suyos?". Entonces ellos lo llenaron de insultos y le
dijeron: "Discípulo de ése lo serás tú. Nosotros somos discípulos de
Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ése, no sabemos de
dónde viene". Replicó aquel hombre: "Es curioso que ustedes no sepan
de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no
escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ése sí lo
escucha. Jamás se había oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de
nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder". Le
replicaron: 'Tu eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos
lecciones?". Y lo echaron fuera.
Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró,
le dijo: "¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. El contestó: "¿Y quién
es, Señor, para que yo crea en El?". Jesús le dijo: "Ya lo has visto;
el que está hablando contigo, ése es". El dijo: "Creo, Señor". Y
postrándose, lo adoró. Entonces le dijo Jesús: "Yo he venido a este mundo
para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden
ciegos". Al oír esto, algunos fariseos que estaban con El le preguntaron:
“¿Entonces, también nosotros estamos ciegos?”. Jesús les contestó: "Si estuvieran
ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado".
Palabra del Señor.
COMENTARIO
El Evangelio de hoy nos habla de la sanación que hace Jesús
a un ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-41). Y en la Segunda Lectura (Ef. 5, 8-14),
tomada de la Carta de San Pablo a los Efesios, podemos ver el significado
espiritual de la ceguera y de la recuperación de la vista.
Nos dice San Pablo: En otro tiempo estaban en la oscuridad
-en las tinieblas-, pero ahora, unidos al Señor, son luz. En efecto, la
oscuridad en que vivía el ciego representa las tinieblas del pecado, la
oscuridad causada por la ausencia de la gracia de Dios. Y la luz que entra en
la vista del ciego recién sanado por el Señor es la vida de Dios en nosotros;
es decir, la gracia.
Antes de analizar más detalladamente el simbolismo de
pecado/oscuridad y de gracia/luz, veamos en primer lugar el milagro mismo.
Jesucristo, como sabemos, realizó muchos milagros de sanación. Y si los
analizamos con detenimiento, podemos darnos cuenta que cada uno de estos
milagros fue hecho en forma diferente: a unos sanaba porque se lo pedían; otros,
como el caso de este ciego, ni siquiera se lo pidió. A unos sanaba tocándolos o
dándoles la mano; a otros porque más bien lo tocaban a El, y a otros sanó, sin
siquiera tenerlos en su presencia. Con unos usaba palabras, con otros algunas
sustancias. Unos se curaban enseguida y otros un tiempo después.
Todo esto vale para decir que el Señor es libérrimo en la
forma como El escoge para hacer su labor. Lo que sí es común a todas las
curaciones hechas por Jesús es que lo más importante era la sanación que ocurría
en el alma del enfermo su curación tenía una profunda consecuencia espiritual.
El Señor no hace una sanación física, sin tocar profundamente el alma. Y cuando
el Señor sana directamente es para que se manifieste en la persona la gloria y
el poder de Dios. Y sana no sólo para que el enfermo sanado crea en Dios y
cambie, sino también las personas a su alrededor.
Sin embargo, sabemos que no todo enfermo es sanado.
¿Significa que la enfermedad es un mal? ... Mientras dure el mundo presente,
seguirán habiendo enfermedades, las cuales -ciertamente- son una de las
consecuencias del pecado original de nuestros primeros progenitores. Pero
Jesús, con su Pasión, Muerte y Resurrección, le dio valor redentor a las
enfermedades –y también a todo tipo de sufrimiento.
Es decir, el sufrimiento bien llevado, aceptado en Cristo,
sirve para santificarnos y para ayudar a otros a santificarse. No es que sean
fáciles de llevar las enfermedades -sobre todo algunas de ellas- pero son
oportunidades para unir ese sufrimiento a los sufrimientos de Cristo y darles
así valor redentor.
Y ¿qué es eso de “valor redentor”? Nuestros sufrimientos,
unidos a los de Cristo, pueden servir para nuestra propia santificación o para
la santificación de otras personas, incluyendo nuestros seres queridos.
Es por ello que después de Cristo, ya los enfermos no son
considerados como personas malditas por el pecado propio o de sus padres, como
sucedía antes de la venida del Señor. De allí la pregunta de los Apóstoles al
encontrarse al ciego: “Quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus
padres?”, a lo que Jesús responde: “Ni él pecó ni tampoco sus padres. Nació así
para que en él se manifestaran las obras de Dios”.
Las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las
del alma. Por eso decíamos que la sanación fundamental es la sanación interior.
Esta puede darse, habiéndose sanando el cuerpo o no. ¡Cuántos enfermos ha
habido que se han santificado en su enfermedad! ¡Cuántos santos no hay que se
han hecho santos a raíz de una enfermedad o durante una larga enfermedad!
En el caso del ciego de nacimiento del Evangelio de hoy,
vemos que este hombre fue de los que ni siquiera pidió ser sanado, sino que
viéndolo Jesús pasar, se detiene y, haciendo barro con saliva y tierra del
suelo, lo colocó en sus ojos, ordenándole que luego se bañara en la piscina de
Siloé. Efectivamente, el hombre comienza a ver al salir del agua. Pero notemos
que el cambio más importante se realiza en su alma.
Veamos cómo se comporta al ser interrogado por los enemigos
de Jesús. Sus respuestas las da con mucha convicción y con tal simplicidad e
inocencia, que por la precisión y la lógica que hay en ellas, deja perplejos a
quienes con mala intención tratan de hacer ver que Jesús no venía de Dios, pues
lo había curado en Sábado, día en que los judíos no podían hacer ningún tipo de
trabajo.
Resulta refrescante oír la respuesta del ciego que ya no lo
es, cuando los fariseos lo forzan a decir que Jesús es un pecador. Responde el
ciego, primero inocentemente: “Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era
ciego y ahora veo”. Continúa luego con mucha “claridad” y convicción: “Sabemos
que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a
ése sí lo escucha... Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”.
Termina el ciego de nacimiento por postrarse ante Jesús,
reconociéndolo como el Hijo de Dios, en cuanto Jesús le revela Quién es El.
Como decíamos, lo más importante es la gracia que acompaña a todo contacto con
Cristo. El ciego, que ya no lo es, cree en Jesús y confía en El. Y cuando Jesús
se le revela como el Hijo del hombre, es decir, el Mesías esperado, el ciego
que ahora ve cree lo que el Señor le dice y, postrándose, lo adoró.
La Primera Lectura (1 Sal. 16, 1.6-7.10-13) nos narra la
escogencia de David para ser ungido por el Profeta Samuel como Rey.
David, antepasado de Cristo, es prefiguración del Mesías.
David es ungido en Belén, que pasa entonces a ser, la ciudad de David. Y
también la ciudad donde habría de nacer Jesús, el Mesías.
David era pastor. De hecho, estaba pastoreando cuando
Samuel, instruido por Dios, va en busca del Rey que va a ser ungido. Y David,
que antes pastoreaba ovejas, ahora es encargado para ser pastor del pueblo de
Israel (cf. 2 Sam. 5, 2), prefiguración también de Jesús, el Buen Pastor.
Pastor de nosotros, sus ovejas. Pastor de ese rebaño que es la Iglesia, el
nuevo pueblo de Israel.
De allí que la Liturgia nos presente el Salmo 22, el
conocidísimo y gran favorito de entre los Salmos: El Señor es mi Pastor, nada
me falta.
Y concluye el Evangelio con una advertencia del Jesús para
todos aquéllos que, como los Fariseos, creemos que vemos y que no necesitamos
que Jesús nos cure nuestra ceguera: “Yo he venido a este mundo para que se
definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos”.
Preguntaron entonces si estaban ciegos. Y Jesús les dice: “Si estuvieran
ciegos” (es decir, si se dieran cuenta de su ceguera) “no tuvieran pecado. Pero
como dicen que ven, siguen en su pecado”.
¡Cuidado que así podríamos estar nosotros: diciendo que
vemos, creyendo que vemos, y no dejamos que el Señor nos sane, pues ya creemos
que sabemos todo, y preferimos quedarnos en una luz que no es luz, sino que es
oscuridad!
El Señor habla de “definición de campos”. ¿Cuáles son esos
campos? Luz y tinieblas. Dios y demonio. Gracia y pecado. Y San Pablo nos dice
que, “unidos al Señor, podemos ser luz”. Y nos habla de los frutos de la Luz:
“bondad, santidad, verdad”. Cristo se identifica así: “Yo soy la Luz del mundo
... El que me sigue, no camina en tinieblas”.
Seguir a Cristo es no sólo creer en El, sino actuar como El;
es decir, en total acuerdo con la Voluntad del Padre. Así, haciendo sólo lo que
es la Voluntad de Dios, pasaremos de la oscuridad de nuestra ceguera a la Luz
de Cristo, para ser nosotros también luz en este mundo tan oscuro de las cosas
de Dios y tan ciego para verlas.
Las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las
del alma. Más aún, las enfermedades peores no son las que sufre una persona,
sino las que sufre toda una población. Nuestra sociedad está enferma. ¡Y bien
enferma! De violencia, agresividad, maledicencia, ocultismo, esoterismo,
idolatría, satanismo. Sí, eso mismo: culto al demonio -para ser más precisos.
Por eso requerimos sanación. Una sanación que sólo Dios nos
puede dar. Porque la sanación fundamental es la sanación interior. Y ésa es la
que estamos necesitando.
Es lo que nos falta a nosotros: postrarnos en adoración.
Reconocer que Dios es el Señor de la historia, no nosotros. Cuando no confiamos
de verdad en Dios, El nos deja en manos de los enemigos. Solos no podemos.
Hay
que ORAR. Y orar arrepentidos. Clamar a Dios. Adorarlo. El ha puesto sus
condiciones para actuar cuando hay enfermedades sociales:
“Si mi pueblo -sobre el cual es invocado mi Nombre- se humilla:
orando y buscando mi rostro,
y se vuelven de sus malos caminos,
Yo -entonces- los oiré desde los cielos,
perdonaré sus pecados
y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas 7, 14)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias