Hoy, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia de la palabra
nos trae invariablemente el episodio evangélico de la Transfiguración del
Señor. Este año con los matices propios de san Lucas.
El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús orante, el Hijo
que está permanentemente unido al Padre a través de la oración personal, a
veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos, llena de la
alegría del Espíritu Santo.
Fijémonos, pues, que Lucas es el único de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...) subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es éste un hecho secundario.
Fijémonos, pues, que Lucas es el único de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...) subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es éste un hecho secundario.
La oración es presentada como el contexto idóneo, natural, para la visión de la
gloria de Cristo: cuando Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su
gloria» (Lc 9,32). Pero no solamente la de Él, sino también la gloria que ya
Dios manifestó en la Ley y los Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían
en gloria» (Lc 9,31). Efectivamente, también ellos encuentran el propio
esplendor cuando el Hijo habla al Padre en el amor del Espíritu. Así, en el corazón
de la Trinidad, la Pascua de Jesús, «su partida, que iba a cumplir en
Jerusalén» (Lc 9,31) es el signo que manifiesta el designio de Dios desde
siempre, llevado a término en el seno de la historia de Israel, hasta el
cumplimiento definitivo, en la plenitud de los tiempos, en la muerte y la
resurrección de Jesús, el Hijo encarnado.
Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.
Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (9,28b-36):
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de
la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus
vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran
Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a
consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y,
espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Palabra del Señor
COMENTARIO
La Liturgia de este Domingo nos habla de la Transfiguración
del Señor. Nos habla de cómo serán nuestros cuerpos cuando seamos
resucitados al final del tiempo y al comienzo de la eternidad, porque en ese
momento maravilloso seremos transformados, seremos también transfigurados.
Es lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Flp.
3,17 - 4,1). Nos habla del momento de cuando vuelva Jesús del Cielo,
en que “transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante
al suyo”.
Y ¿cómo es ese cuerpo glorioso de Jesús? El momento en
que pudo verse mejor esa gloria divina en Jesús fue en el Monte Tabor cuando,
en virtud de su poder, se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan.
Entonces ¿de dónde sabemos cómo seremos al ser
resucitados? Entre otros pasajes de la Escritura, lo sabemos por boca
ellos tres, que fueron los testigos de ese milagro maravilloso: la
Transfiguración del Señor. Ese milagro fue preludio de la Resurrección de
Cristo y es a la vez anuncio de nuestra propia resurrección.
Nos cuenta el Evangelio (Lc. 9, 28-36) que Jesús se
llevó a esos tres discípulos al Monte Tabor. Allí se puso a orar y,
estando en oración, sucedió ese milagro de su gloria: “su rostro
resplandeció como el sol y sus vestiduras se hicieron blancas y
fulgurantes”. Se entreabrió -por así decirlo- la cortina del
Cielo y se nos mostró algo del esplendor de la gloria divina, la cual conocemos
por el testimonio de los allí presentes.
Y decimos que se vio “algo” del esplendor de Dios, pues
ningún ser humano hubiera podido soportar la visión completa de Dios.
Recordemos una de las experiencias de Moisés en el Monte
Sinaí (Ex. 33, 7-11 y 18-23; Dt. 5, 22-27). Moisés le pidió a
Dios que quería ver su gloria y Yahvé le contestó: “Mi cara no la podrás
ver, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo... tú, entonces, verás
mis espaldas, pero mi cara no se puede ver”.
Ahora bien, no fue sin motivo que Jesús invitó a Pedro,
Santiago y Juan a subir con El al monte. Días antes les había hecho el
anuncio de su próximo juicio, Pasión, Muerte y posterior Resurrección.
Era necesario, entonces, reforzar la fe de sus más allegados, mostrándoles el
fulgor y el poder de su gloria divina. Era necesario reforzar la fe en la
próxima Resurrección de Cristo y la fe en la futura resurrección de los seres
humanos, fe que los Apóstoles transmitirían en sus enseñanzas.
Ciertamente, seremos resucitados. Pero para ser así
transformados, el camino es el mismo de Cristo, el que El comunicó a los Apóstoles
con la Transfiguración y con el anuncio previo de su Pasión y Muerte: primero
la cruz y luego la resurrección. Calvario y Tabor van juntos.
Rostro herido y desfigurado por la Pasión, y rostro refulgente en la
Transfiguración. Cuerpo ensangrentado y desangrado en la Cruz, y cuerpo
cuya luz transforma su rostro y traspasa sus vestiduras en la Transfiguración..
Vemos como, para convencer a los Apóstoles de la necesidad
de la Pasión (recordemos que días antes Pedro se había opuesto a que Jesús
pasara por eso (Lc. 8, 31-11), en el momento de la Transfiguración
aparecen conversando con Jesús dos importantísimos personajes del Antiguo
Testamento: Moisés y Elías, “hablando de la muerte que le esperaba a
(Jesús) en Jerusalén”.
También nosotros hemos de ser convencidos que no hay
resurrección sin muerte, no hay transfiguración sin cruz, no hay gloria sin
negación de uno mismo. Justo una semana antes de este milagro, Jesús
había dicho, “no sólo a sus discípulos, sino a toda la gente: ‘Si alguno
quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y sígame... porque ¿de
qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?’” (Lc.
9, 23-25).
El Papa Juan Pablo II recordó estas palabras de Jesús en la
Cuaresma del 2001: Ante el modelo cultural imperante en nuestros días hay que
estar en abierto contraste con la mentalidad del “mundo”. Y a esa
mentalidad el Papa opone las palabras que Jesús le había dicho a todos los que
le seguían, precisamente unos días antes de la Transfiguración: “El que ama
su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la
Vida Eterna” (Lc. 9, 24). Y explicaba el Papa: “En realidad la
‘Vida’ se encuentra cuando se sigue a Cristo por ‘el camino
estrecho’. Quien sigue el ‘el camino ancho’ y
cómodo confunde lo que es ‘vida’ con satisfacciones efímeras”.
San Pablo también nos habla sobre el apego a las cosas de
esta vida en la Segunda Lectura: los que viven “como enemigos de la cruz
de Cristo, acabarán en la perdición, porque su dios es el vientre... sólo
piensan en las cosas de la tierra”.
Pero, volvamos a la escena del Evangelio. San Pedro,
el impetuoso y resuelto, como estaba tan encantado con la visión divina de
Jesús, propone quedarse allí, y se apresura a ofrecer construir tres tiendas:
una para Jesús, una para Moisés y otra para Elías. “No sabía lo que
decía”, nos comenta el Evangelio.
Y ¿qué sucede, entonces? “No había terminado de
hablar, cuando se formó una nube que los cubrió y ellos al verse envueltos
por la nube, se llenaron de miedo”. Por cierto ese “miedo”no es
propiamente miedo, sino ese temor reverencial ante la presencia de Dios que
sobrecoge. Es la misma nube que en otros pasajes de la Escritura (cfr.
Ex. 19 y 1 Re. 8, 10) indica la presencia majestuosa y omnipotente del
Padre. Y sólo se oyó su voz:“Este es mi Hijo, mi escogido.
Escúchenlo”.
Es decir, en cuanto Pedro propone quedarse en lo agradable
de la vida del espíritu, cuando pide quedarse sobre el Monte Tabor gozando de
los consuelos espirituales, Dios mismo interviene y le responde diciéndole que
escuche y siga las enseñanzas de su amado Hijo.
¿Qué nos dice esto? Que cuando hay consolaciones y
gustos espirituales, si es que los hay así sensibles como en la
Transfiguración, debemos tener en cuenta que Dios no los da para que nos
quedemos solazándonos en esos regalos. Esos dones no son para quedarnos a
vivir en el Tabor, como pretendió Pedro. Son gracias especiales para
animarnos, para fortalecernos, para impulsarnos a la entrega a Dios y a su
servicio.
Lo mismo se aplica para las gracias consideradas menos
extra-ordinarias, como pueden ser las gracias de virtud, de Sabiduría, de
escogencia, etc. que no suelen ser sensibles, pero que tienen la misma
finalidad. Todas son para impulsarnos al amor a Dios y al amor a nuestros
semejantes: entrega y servicio... escucha y seguimiento de Cristo.
Porque escuchar a Cristo es seguirlo a El en todo. Sea
en el Calvario y en el Tabor. Sea en las penas y en las alegrías.
Sea en los triunfos y en los fracasos. Sea en lo fácil y en lo
difícil. Sea en lo agradable y lo desagradable. Sea en los aciertos
y en los errores cometidos. Todo, menos el pecado, es Voluntad de
Dios. Todo está enmarcado dentro de sus planes. Y sus planes están
dirigidos a nuestro máximo bien que es nuestra salvación y futura resurrección
al final del tiempo.
La Primera Lectura (Gn. 15, 5-18) nos narra la
alianza de Dios con Abraham. Y ¿qué significa que Dios hace una
alianza con seres humanos? Significa algo así como lo que hoy día es un
contrato. Cada parte se compromete a algo. Dios se comprometió a
darle una tierra en posesión y una descendencia numerosísima a Abraham.
Y es así como en esta oportunidad, al profetizarle por
tercera vez esa abundante descendencia, le muestra además la tierra que le
dará. Abraham, acostumbrado a los acuerdos que hacían los pueblos nómadas
de aquellos tiempos y siguiendo las instrucciones de Dios, prepara unos
animales. Era usual que cuando se sellaba un pacto, los pactantes pasaban
por entre las dos mitades de un animal sacrificado. Abraham hizo su parte
y Dios en forma de fuego cumple la suya.
Ahora bien, a Abraham Dios le prometió una tierra aquí en
este planeta. Esa fue la promesa hecha al antiguo pueblo de Israel en la
persona de Abraham. La tierra prometida fue la promesa. En esa vieja
alianza aparecen animales como víctimas.
Pero, posteriormente, Dios hizo una Nueva Alianza, en la que
Cristo es la Víctima, por cuyo sacrificio en la Cruz todo el género humano
tiene derecho a una patria que es mucho mejor que la antigua tierra prometida:
es el Cielo, el gozo de la Visión Beatífica, cuando seremos transfigurados por
la resurrección que Cristo prometió a los que le amen.
Pero ¿cómo es eso de resucitar? El día de nuestra
resurrección, Dios nos transformará, nos glorificará con su gloria, nos
iluminará con su luz infinita... es decir, nos transfigurará. Una idea de
cómo será eso la tuvieron los tres Apóstoles en el Tabor.
Al respecto nos dijo el Papa Juan Pablo II: “No
se ha de pensar que la transfiguración se producirá sólo en el más allá,
después de la muerte... si la transfiguración del cuerpo ocurrirá al final de
los tiempos con la resurrección de la carne, la del corazón tiene lugar ya
ahora en esta tierra, con la ayuda de la gracia. Podemos preguntarnos
¿cómo son los hombres y mujeres ‘transfigurados’? La respuesta es
muy hermosa: son los que siguen a Cristo en su vida y en su muerte, se inspiran
en El y se dejan inundar por la gracia que El nos da” (JP II, 14-3-2001).
Pero eso no es automático: tenemos que trabajar para que se
dé esa transfiguración del nuestra alma.
Porque, seremos resucitados –eso es una verdad de Fe- peeero:
no todos seremos resucitados para una vida de gloria y máxima felicidad, en
cuerpos transfigurados y refulgentes. Hay condiciones para optar a esa
transfiguración cuando llegue el momento. Nos lo dice el Señor a través
de San Juan Evangelista, testigo de la Transfiguración:“Los que hicieron bien
resucitarán para la Vida; pero los que obraron mal resucitarán para la
condenación” (Jn. 5, 29).
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org
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