lunes, 23 de mayo de 2011
"Yo soy el camino, y la verdad, y la vida" (Evangelio dominical)
Ante todo, pedimos disculpas por no haber llegado con este mensaje antes. Fallaron los medios tecnológicos. Pero, con fe y perseverancia...aquí estamos. Gracias.
Caminante, sí hay camino
1.- Antes de morir, antes de subir al cielo
Seguimos en tiempo de Pascua, y el Evangelio de hoy regresa a la Última Cena. Dos planos, dos despedidas se superponen: la despedida para morir y la despedida para ascender al cielo. Nos alejamos del día de Resurrección y vislumbramos el final: la ascensión al cielo y la venida del Espíritu.
Pero, sí, estas palabras de Jesús salieron del Cenáculo, en la víspera de su muerte. Noche de Jueves Santo. Hay tensión y desconcierto en la sala. Uno de los amigos está de parte del enemigo. Se presiente que el Maestro se va a enfrentar a la muerte. Jesús, al ver a los suyos tan hundidos, quiere levantarles el ánimo: “No se turbe vuestro corazón”. Es una larga conversación de sobremesa. Hay palabras de despedida, “Yo me voy al Padre”, pero también de proyectos y promesas: “Voy a prepararos sitio, y volveré, y os llevaré conmigo”.
Sólo les pide una cosa: la fe, que tengan confianza. Siete veces repite Jesús: “creed”, “creedme”, “¿no crees?”.
2.- Palabra
Son las últimas palabras antes de morir. Suenan a testamento. Es la hora en que se dice lo más importante, sólo lo esencial, lo que queda grabado para siempre. El evangelista las sitúa detrás de la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pedro.
La duda y la turbación de los discípulos se manifiestan en las intervenciones de Tomás y Felipe. No saben a dónde va Jesús, no saben el camino, no saben cómo conocer al Padre del que tanto les habla.
Y Jesús intenta enseñarles. Comienza por su relación con Dios Padre: “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Por eso puede hacerles ya la gran promesa: “Os llevaré conmigo, porque donde yo estoy quiero que estéis también vosotros”. A pesar de todo, el hombre pregunta “¿Cómo podemos saberlo?”. Por fin, Jesús desvela la clave: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”. Él es la palabra, la revelación de Dios. Sus obras le delatan porque cumple en su vida el proyecto que Dios le encomendó. Lo canta la liturgia: “Cristo, resplandor de la gloria del Padre”.
3.- Vida
Dentro de nosotros se mueve también el deseo de Dios, queremos que se nos muestre al Padre. Suspiramos como Moisés en el Sinaí: “Muéstrame, Señor, tu gloria”. Como el salmista: “Mi alma tiene sed de Ti”. Como San Agustín: “Nuestro corazón está ardiendo hasta que descanse en Ti”. Pecadores y todo, nunca se apaga en nosotros la llama del Dios que nos habita, buscamos la luz de su rostro. Su bondad y su amor nos envuelven. Al final, Jesús nos llevará a esa casa del Padre, donde nos ha preparado el sitio. Esa sí que será la “casa encendida”, el hogar de los hijos.
La cosa será más fácil si hacemos de Jesús nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Pero esto sólo se alcanza en el “encuentro personal” con Jesucristo. Cristo, en el centro y lo primero del vivir cristiano. Por ejemplo: porque Cristo es camino, imitamos su estilo de vida, sus ideales, su sentir, su sufrir. La moral, los mandamientos vienen en segundo lugar. Porque Cristo es la verdad, vemos la belleza del conocimiento de Dios y la luz que irradia su mensaje, no tenemos miedo y aceptamos las verdades pequeñas de otras culturas. Luego, y siempre después, vendrán las fórmulas de la fe y los catecismos. Porque Cristo es la vida, comemos el pan de vida y bebemos el agua que salta hasta la vida eterna. Después tendrán su exacto sentido el rito, la liturgia, los actos piadosos. Nunca, despreciar nada, pero guardando su orden y su medida: por Cristo, con él y en él.
Ahora nos toca convertirnos, nosotros también, en camino hacia Dios, en resplandor de Jesús para los hombres, que dudan y preguntan. Repetimos con la santa joven madrileña: “Que quien me mire te vea”. Por desgracia, este camino puede quedar oscurecido a causa del pecado de los hombres y mujeres de la Iglesia, Pero, incluso así, hemos de gritar a todos que Jesús está por encima de las miserias de sus discípulos, que con él sí hay camino, que él nos acompañará hasta la muerte, que, al fin, “siempre nos quedará Jesús”.
NO OS QUEDÉIS SIN JESÚS
Al final de la última cena Jesús comienza a despedirse de los suyos: ya no estará mucho tiempo con ellos. Los discípulos quedan desconcertados y sobrecogidos. Aunque no les habla claramente, todos intuyen que pronto la muerte les arrebatará de su lado. ¿Qué será de ellos sin él?
Jesús los ve hundidos. Es el momento de reafirmarlos en la fe enseñándoles a creer en Dios de manera diferente: «Que no tiemble vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí». Han de seguir confiando en Dios, pero en adelante han de creer también en él, pues es el mejor camino para creer en Dios.
Jesús les descubre luego un horizonte nuevo. Su muerte no ha de hacer naufragar su fe. En realidad, los deja para encaminarse hacia el misterio del Padre. Pero no los olvidará. Seguirá pensando en ellos. Les preparará un lugar en la casa del Padre y un día volverá para llevárselos consigo. ¡Por fin estarán de nuevo juntos para siempre!
A los discípulos se les hace difícil creer algo tan grandioso. En su corazón se despiertan toda clase de dudas e interrogantes. También a nosotros nos sucede algo parecido: ¿No es todo esto un bello sueño? ¿No es una ilusión engañosa? ¿Quién nos puede garantizar semejante destino? Tomás, con su sentido realista de siempre, sólo le hace una pregunta: ¿Cómo podemos saber el camino que conduce al misterio de Dios?
La respuesta de Jesús es un desafío inesperado: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». No se conoce en la historia de las religiones una afirmación tan audaz. Jesús se ofrece como el camino que podemos recorrer para entrar en el misterio de un Dios Padre. El nos puede descubrir el secreto último de la existencia. El nos puede comunicar la vida plena que anhela el corazón humano.
Son hoy muchos los hombres y mujeres que se han quedado sin caminos hacia Dios. No son ateos. Nunca han rechazado de su vida a Dios de manera consciente. Ni ellos mismos saben si creen o no. Sencillamente, han dejado la Iglesia porque no han encontrado en ella un camino atractivo para buscar con gozo el misterio último de la vida que los creyentes llamamos "Dios".
Al abandonar la Iglesia, algunos han abandonado al mismo tiempo a Jesús. Desde estas modestas líneas, yo os quiero decir algo que bastantes intuís. Jesús es más grande que la Iglesia. No confundáis a Cristo con los cristianos. No confundáis su Evangelio con nuestros sermones. Aunque lo dejéis todo, no os quedéis sin Jesús. En él encontraréis el camino, la verdad y la vida que nosotros no os hemos sabido mostrar. Jesús os puede sorprender.
Lectura del santo evangelio según san Juan (14,1-12):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»
Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
En el Evangelio de hoy, nuestro Señor Jesucristo nos da la que tal vez sea la definición más completa y profunda que El hizo de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Y nos dejó esa definición la noche antes de su muerte, cuando cenando con los Apóstoles, les daba sus últimos y quizás más importantes anuncios. Los Apóstoles, sin lograr entender mucho de lo que les decía, estaban evidentemente preocupados. Y el Señor los tranquilizaba diciéndoles: “En la Casa de Mi Padre hay muchas habitaciones... Me voy a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré conmigo, para que donde Yo esté, también estén ustedes. Y ya saben el Camino para llegar al lugar donde Yo voy” (Jn. 14, 1-12).”
Tomás, el que le costaba creer, le replica: “Señor, si ni siquiera sabemos a dónde vas ¿cómo podemos saber el camino?”, a lo que Jesús le responde: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Efectivamente, Jesús iba a morir, resucitar y ascender al Cielo; es decir, se iba a la Casa del Padre. Y a ese sitio desea llevarnos a cada uno de nosotros, para que estemos donde El está. Y El no solamente nos muestra el Camino, sino que nos dice que El mismo es el Camino, cuestión un tanto complicada, que Jesús les explica de seguidas: “Nadie va al Padre si no es por Mí”.
El Camino del cual nos está hablando el Señor no es más que nuestro camino al Cielo. Es el camino que hemos de recorrer durante esta vida terrena para llegar a la Vida Eterna, para llegar a la Casa del Padre, donde El está.
Y... ¿cómo es ese camino? Si pudiéramos compararlo con una carretera o una vía como las que conocemos aquí en la tierra, ¿cómo sería? ¿Sería plano o encumbrado, ancho o angosto, cómodo o peligroso, fácil o difícil? ¿Iríamos con carga o sin ella, con compañía o solos? ¿Con qué recursos contamos? ¿Tendríamos un vehículo... y suficiente combustible? ¿Cómo es ese Camino? ¿Cómo es ese recorrido?
Veamos algo importante: Jesús mismo es el Camino. ¿Qué significa este detalle? Significa que en todo debemos imitarlo a El. Significa que ese Camino pasa por El. Por eso debemos preguntarnos qué hizo El. Sabemos que durante su vida en la tierra El hizo sólo la Voluntad del Padre. Y, en esencia, ése es el Camino: seguir sólo la Voluntad del Padre. Ese fue el Camino de Jesucristo. Ese es nuestro Camino.
Vista la vida de Cristo, podríamos respondernos algunas preguntas sobre este recorrido: es un Camino encumbrado, pues vamos en ascenso hacia el Cielo.
Sobre si es ancho o angosto, Jesús ya lo había descrito con anterioridad: “Ancho es el camino que conduce a la perdición y muchos entran por ahí; estrecho es el camino que conduce a la salvación, y son pocos los que dan con él” (Mt. 7, 13-14).
¿Fácil o difícil? Por más difícil que sea, todo resulta fácil si nos entregamos a Dios y a que sea El quien haga en nosotros. Así que ningún recorrido, por más difícil que parezca, realmente lo es, si lo hacemos en y con Dios.
Carga llevamos. Ya lo había dicho el Señor: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lc. 9, 23).
No vamos solos. No solamente vamos acompañados de todos aquéllos que buscan hacer la Voluntad del Padre, sino que Jesucristo mismo nos acompaña y nos guía en el Camino, y -como si fuera poco- nos ayuda a llevar nuestra carga.
¿Recursos? ¿Vehículos? ¿Combustible? Todos los que queramos están a nuestra disposición: son todas las gracias -infinitas, sin medida, constantes, y además, gratis (por eso se llaman gracias)- que Dios da a todos y cada uno de los que deseamos pasar por ese Camino que es Cristo y seguir ese Camino que El nos muestra con su Vida y nos enseña con su Palabra: hacer en todo la Voluntad del Padre.
En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 6, 1-7) se nos relata la institución de los primeros Ministerios en la Iglesia. Hemos leído cómo los Apóstoles decidieron delegar en “siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”, para que les ayudaran en el servicio a las comunidades cristianas que se iban formando, de manera que ellos pudieran dedicarse mejor “a la oración y al servicio de la palabra”.
Y respecto de esos “Ministerios” o funciones de servicio dentro de la Iglesia, el Concilio Vaticano II nos indica que, no sólo los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas tienen funciones, sino que también los Laicos pueden y deben realizar funciones de servicio en la Iglesia. Y este derecho le viene a los Seglares del simple hecho de ser bautizados, pues el Sacramento del Bautismo los hace “participar en el Sacerdocio regio de Cristo” (LG 26).
Y el Concilio basa esa solemne declaración en la Segunda Lectura que hemos leído hoy, tomada de la Primera Carta del Apóstol San Pedro (1 Pe. 2, 4-9). En efecto, en su Documento sobre el Apostolado Seglar (AA 3) el Concilio explica lo que significa hoy para nosotros esta Segunda Lectura:
1. El Apostolado y el servicio de los Seglares dentro de la Iglesia es un derecho y es un deber.
2. Por el Bautismo los Laicos forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y por la Confirmación son fortalecidos por el Espíritu Santo y enviados por el Señor a realizar la Evangelización, así como a ejercer funciones de servicio dentro de la misma Iglesia.
También, siguiendo lo que nos dice San Pedro en esta Carta: Cristo es la piedra fundamental -la piedra angular. Pero todos nosotros, Sacerdotes y Laicos, “somos piedras vivas, que vamos entrando a formar parte en la edificación del templo espiritual, para formar un sacerdocio santo”. Por eso el Concilio, basándose en esta Carta, declara quelos Seglares “son consagrados como sacerdocio real y nación santa”.
Sin embargo, a pesar de toda la grandeza y significación que tiene el hecho de que los Seglares participen del Sacerdocio de Cristo, hay que tener en cuenta que hay una distancia considerable entre la función de un Seglar instituido como Ministro Laico para ejercer algún tipo de función dentro de la Iglesia y la función de un Sacerdote consagrado por el Sacramento del Orden Sacerdotal.
Pero es así como, a través de unos y otros Ministerios dentro de su Iglesia - los Ministerios Sacerdotales y los Ministerios Laicales - “el Señor -como hemos repetido en el Salmo (32)- “cuida de los que le temen”, cuida de cada uno de nosotros.
Fuentes:
Iluminación Divina
Conrado Bueno Bueno
José A. Pagola
Ángel Corbalán
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