“Voy a realizar algo nuevo”. Eso nos promete el Señor por boca del Profeta Isaías en la Primera Lectura de este Domingo (Is. 43, 18-25). Se refiere a su obra salvadora. Versículos antes se lee: “Yo soy Yahvé y Yo soy el único Salvador” (Is. 43, 11).
Ese “algo nuevo” lo efectúa el Señor realizando su obra de salvación en cada uno de nosotros. Nos dice por boca del Profeta que ese “algo nuevo ya está brotando. Y pregunta: “¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en tierra árida”. El desierto y la tierra árida somos nosotros mismos que, sin Dios, sin aceptar su salvación, sin buscar su perdón por nuestras faltas, somos así: como tierra reseca y árida, donde no pueden crecer los frutos de la salvación que Cristo realizó con su vida, pasión, muerte y resurrección.
Y cabe preguntar ¿existe salvación fuera de Cristo, existe salvación fuera de la Iglesia fundada por Jesucristo? Este tema es siempre de actualidad y el Papa Juan Pablo II quiso tratarlo con gran claridad y precisión. Y nos dijo que toca este importante tema, para enfrentar “ideas y opiniones erróneas y confusas, presentes en la discusión teológica y entre grupos y asociaciones eclesiales”, ideas que tienden a desconocer a Cristo como Salvador único y universal, y a disminuir la necesidad de la Iglesia de Cristo para la salvación.
Hoy como en otras ocasiones, para explicar el evangelio de San Marcos en este domingo 7º del Tiempo Ordinario B, traemos las reflexiones de tres reli
Ese “algo nuevo” lo efectúa el Señor realizando su obra de salvación en cada uno de nosotros. Nos dice por boca del Profeta que ese “algo nuevo ya está brotando. Y pregunta: “¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en tierra árida”. El desierto y la tierra árida somos nosotros mismos que, sin Dios, sin aceptar su salvación, sin buscar su perdón por nuestras faltas, somos así: como tierra reseca y árida, donde no pueden crecer los frutos de la salvación que Cristo realizó con su vida, pasión, muerte y resurrección.
Y cabe preguntar ¿existe salvación fuera de Cristo, existe salvación fuera de la Iglesia fundada por Jesucristo? Este tema es siempre de actualidad y el Papa Juan Pablo II quiso tratarlo con gran claridad y precisión. Y nos dijo que toca este importante tema, para enfrentar “ideas y opiniones erróneas y confusas, presentes en la discusión teológica y entre grupos y asociaciones eclesiales”, ideas que tienden a desconocer a Cristo como Salvador único y universal, y a disminuir la necesidad de la Iglesia de Cristo para la salvación.
Hoy como en otras ocasiones, para explicar el evangelio de San Marcos en este domingo 7º del Tiempo Ordinario B, traemos las reflexiones de tres reli
giosos y que los hacen en nuestro idioma.
Cogió la camilla y salió
La lepra, de la que hablábamos la semana pasada, produce marginación. La parálisis, que es la enfermedad que protagoniza el evangelio de hoy, produce dependencia. El paralítico no puede moverse por sí mismo, carece de autonomía, de capacidad para poner en práctica su libertad. El paralítico experimenta cada pequeño escalón, borde o desnivel como un obstáculo insuperable, al menos con sus solas fuerzas.
A propósito de la parálisis podemos pensar en toda forma de dependencia y de ausencia de verdadera libertad, que sólo puede ser remediada por la ayuda ajena.
El paralítico de hoy tuvo la suerte de encontrar la ayuda de cuatro hombres buenos, que no sólo se prestaron a llevarlo ante Jesús, sino que ante los obstáculos que impedían llegar hasta él, se las ingeniaron para sortearlos todos. El modo en que lo hicieron (si pensamos en lo que supone subir una camilla con un enfermo en ella hasta el techo y después descolgarlo por ella, cualquiera que haya llevado alguna vez una camilla al peso, sabrá lo que eso supone) revela una voluntad de hierro, además de una confianza ciega en que merece la pena hacer ese derroche de fuerza, imaginación y, también, de riesgo.
Jesús, de hecho, alaba la fe «que tenían», es decir, de los cinco. En el caso de los cuatro camilleros, es una fe viva, que pasa a los hechos, que se implica y se hace amor, ayuda concreta y esforzada.
Pero la admiración de Jesús se traduce en un gesto que, en primer lugar, se dirige sólo al enfermo y, en segundo lugar, nos produce sorpresa, tal vez decepción o indignación: en vez de curarle va y… le perdona los pecados. ¿Es que ese enorme esfuerzo se había hecho para obtener el perdón de los pecados y no la curación de la parálisis? ¿Qué sentiría el enfermo y sus benefactores? ¿La alegría profunda del perdón, o la decepción de una esperanza frustrada de curación?
No podemos saberlo, aunque, puesto que Jesús sabe lo que pensamos en nuestro corazón, es presumible que estuviera respondiendo a los deseos más íntimos de aquel hombre. En todo caso, lo que sí que podemos comprender es la pedagogía con que procede Jesús.
En primer lugar, con este primer gesto de perdonar los pecados, nos está diciendo que el pecado es también una enfermedad: como ella, produce marginación (nos exilia de nosotros mismos, de Dios y de los demás) y dependencia; el pecado empequeñece nuestro ser, produce en nosotros una parálisis interior, una dependencia más profunda, nos conduce a una muerte más definitiva. De ahí la urgencia del perdón, su prioridad sobre la salud física.
De hecho, en Jesús se manifiesta la voluntad de Dios de perdonar todos los pecados, a todos los pecadores de manera incondicional: «Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados», dice Isaías; «en Cristo todo se ha convertido en un “sí”; en él todas las promesas han recibido un “sí”», afirma Pablo. Sin embargo, Jesús no curó a todos los paralíticos, ni limpió a todos los leprosos. Las curaciones son signos de una salvación más radical y profunda. Y es que, realmente, la enfermedad nos limita, pero no nos impide vivir con dignidad; mientras que el pecado nos roba nuestra dignidad de personas, nos lesiona en lo más íntimo. De ahí, una vez más, la urgencia del perdón, que sólo Dios puede otorgar.
Ahí entran en escena los escribas, que critican a Jesús, por cierto, expresando esa misma verdad: sólo Dios puede perdonar pecados. Pero es que Jesús perdona pecados porque en él, hijo del hombre, habita la plenitud de la divinidad, es el Hijo de Dios encarnado; es decir, en Él se ha hecho presente, concreta y cercana la voluntad de Dios de un perdón universal e incondicional. Si bien, hay una única condición: que aceptemos el perdón, reconociendo nuestro pecado.
Los escribas allí presentes no creían que Jesús dispusiera de ese poder; y, es más, posiblemente no estuvieran muy convencidos de que Dios tuviera la voluntad de perdonar a todos… Si el paralítico, por su impedimento físico, encontró graves obstáculos para acceder a Jesús, ahora, ante sus taras morales remediadas por el perdón de Cristo, se encuentra también con otro «gentío», con otro obstáculo para acceder el perdón: los prejuicios de los que se consideraban a sí mismos justos.
El caso es que Jesús, como testimonio de que en Él actúa realmente el Dios dueño y autor de la vida, sortea también este nuevo y más grave obstáculo, y completa el gesto del perdón con el de la sanación.
Con ello nos está diciendo que la suerte del alma no está separada de la del cuerpo: aquel que está reconciliado con Dios, con los demás y consigo mismo (o, siendo consciente de sus pecados, vive en la dinámica de la reconciliación), no puede no interesarse por el bien y el bienestar concreto de sus semejantes. Y es que, si Jesús, al admirarse de la fe de aquellos cinco hombres (el paralítico y sus camilleros) perdonó sólo los pecados del primero, es porque, posiblemente, veía en los otros cuatro no sólo la salud física, sino también la moral y espiritual, manifestada en su ayuda desinteresada al que estaba en necesidad.
Hay muchos enfermos e inválidos que han hecho de su enfermedad una ocasión para ayudar a otros que están en igual o peor situación. Durante más de diez años trabajé como consiliario del Movimiento Frater (“Fraternidad cristiana de enfermos y minusválidos”) y tuve ocasión de comprobarlo en múltiples ocasiones. Eran (y son) minusválidos físicos, pero que se han puesto en pie y caminan y acuden a ayudar a los demás.
Realmente, así hay que entender la curación del paralítico de hoy. El evangelio dice que «Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos». Una vez perdonado y curado, podía cargar con el peso de la vida (su camilla) y llevarlo por sí mismo.
Pero, leyendo el texto de manera más literal, podemos preguntarnos: ¿para qué cogió su camilla si ya no era paralítico? ¿De qué le podía servir? Tal vez, se me ocurre, es que decidió él mismo convertirse en camillero, para ayudar a otros postrados por la enfermedad, a llevarlos de un sitio a otro, y también a Jesús, a que les perdonara los pecados y los pusiera en pie para que también ellos pudieran vivir con dignidad.
Y si todos se quedaron atónitos, pues nunca habían visto algo igual, cabe preguntarse si algunos quedaron atónitos ante la curación de la enfermedad, y otros, mirando más en lo profundo, quedaron atónitos y admirados ante la gratuidad y cercanía del perdón de Dios.
Tal vez no podamos hacer milagros. Pero podemos realizar el milagro de la ayuda desinteresada, como la de los camilleros de hoy (que hicieron posible el milagro de Jesús), y el otro milagro, a veces tan difícil, del verdadero perdón.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (2,1-12):
Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Él les proponía la palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.
Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan perdonados.»
Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?»
Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: «¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico "tus pecados quedan perdonados" o decirle "levántate, coge la camilla y echa a andar"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados...»
Entonces le dijo al paralítico: «Contigo hablo: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa.»
Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: «Nunca hemos visto una cosa igual.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
CURADOR DE LA VIDA
Jesús fue considerado por sus contemporáneos como un curador singular. Nadie lo confunde con los magos o curanderos de la época. Tiene su propio estilo de curar. No recurre a fuerzas extrañas ni pronuncia conjuros o fórmulas secretas. No emplea amuletos ni hechizos. Pero cuando se comunica con los enfermos contagia salud.
Los relatos evangélicos van dibujando de muchas maneras su poder curador. Su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo, su fuerza para regenerar lo mejor de cada persona, su capacidad de contagiar su fe en Dios creaban las condiciones que hacían posible la curación.
Jesús no ofrece remedios para resolver un problema orgánico. Se acerca a los enfermos buscando curarlos desde su raíz. No busca solo una mejoría física. La curación del organismo queda englobada en una sanación más integral y profunda. Jesús no cura solo enfermedades. Sana la vida enferma.
Los diferentes relatos lo van subrayando de diversas maneras. Libera a los enfermos de la soledad y la desconfianza contagiándoles su fe absoluta en Dios: "Tú, ¿ya crees?". Al mismo tiempo, los rescata de la resignación y la pasividad,
despertando en ellos el deseo de iniciar una vida nueva: "Tú, ¿quieres curarte?".
No se queda ahí. Jesús los libera de lo que bloquea su vida y la deshumaniza: la locura, la culpabilidad o la desesperanza. Les ofrece gratuitamente el perdón, la paz y la bendición de Dios. Los enfermos encuentran en él algo que no les ofrecen los curanderos populares: una relación nueva con Dios que los ayudará a vivir con más dignidad y confianza.
Marcos narra la curación de un paralítico en el interior de la casa donde vive Jesús en Cafarnaún. Es el ejemplo más significativo para destacar la profundidad de su fuerza curadora. Venciendo toda clase de obstáculos, cuatro vecinos logran traer hasta los pies de Jesús a un amigo paralítico.
Jesús interrumpe su predicación y fija su mirada en él. ¿Dónde está el origen de esa parálisis? ¿Qué miedos, heridas, fracasos y oscuras culpabilidades están bloqueando su vida? El enfermo no dice nada, no se mueve. Allí está, ante Jesús, atado a su camilla.
¿Qué necesita este ser humano para ponerse en pie y seguir caminando? Jesús le habla con ternura de madre: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Deja de atormentarte. Confía en Dios. Acoge su perdón y su paz. Atrévete a levantarte de tus errores y tu pecado. Cuántas personas necesitan ser curadas por dentro. ¿Quién les ayudará a ponerse en contacto con un Jesús curador?
Contagia tu fe en el perdón de Dios
EL PERDÓN NOS PONE DE PIE
El paralítico del relato evangélico es un hombre hundido en la pasividad. No puede moverse por sí mismo. No habla ni dice nada. Se deja llevar por los demás. Vive atado a su camilla, paralizado por una vida alejada de Dios, el creador de la vida.
Por el contrario, cuatro vecinos que lo quieren de verdad se movilizan con todas sus fuerzas para acercarlo a Jesús. No se detienen ante ningún obstáculo hasta que consiguen llevarlo a «donde está él». Saben que Jesús puede ser el comienzo de una vida nueva para su amigo.
Jesús capta en el fondo de sus esfuerzos «la fe que tienen en él» y, de pronto, sin que nadie le haya pedido nada, pronuncia esas cinco palabras que pueden cambiar para siempre una vida: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Dios te comprende, te quiere y te perdona.
Se nos dice que había allí unos «escribas». Están «sentados». Se sienten maestros y jueces. No piensan en la alegría del paralítico ni aprecian los esfuerzos de quienes lo han traído hasta Jesús. Hablan con seguridad. No se cuestionan su manera de pensar. Lo saben todo acerca de Dios: Jesús «está blasfemando».
Jesús no entra en discusiones teóricas sobre Dios. No hace falta. Él vive lleno de Dios. Y ese Dios que es solo Amor lo empuja a despertar la fe, perdonando el pecado y liberando la vida de las personas. Las tres órdenes que da al paralítico lo dicen todo: «Levántate»: ponte de pie; recupera tu dignidad; libérate de lo que paraliza tu vida. «Coge tu camilla»: enfréntate al futuro con fe nueva; estás perdonado de tu pasado. «Vete a tu casa»: aprende a convivir.
No es posible seguir a Jesús viviendo como «paralíticos» que no saben cómo salir del inmovilismo, la inercia o la pasividad. Tal vez necesitamos como nunca reavivar en nuestras comunidades la celebración del perdón que Dios nos ofrece en Jesús. Ese perdón puede ponernos de pie para enfrentarnos al futuro con confianza y alegría nueva.
El perdón de Dios, recibido con fe en el corazón y celebrado con gozo junto a los hermanos y hermanas, nos puede liberar de lo que nos bloquea interiormente. Con Jesús todo es posible. Nuestras comunidades pueden cambiar. Nuestra fe puede ser más libre y audaz.
NO QUEDAR PARALIZADOS POR NUESTRO PASADO
Vivir reconciliado consigo mismo es una de las tareas más difíciles de la vida. De hecho son bastantes los que viven interiormente divididos, rebelándose continuamente contra su propio ser, descontentos de sí mismos, sin aceptarse ni amarse tal como son.
A estas personas se les hace muy difícil portarse bien consigo mismas cuando se sienten culpables. Lo más fácil es enfadarse, denigrarse a sí mismo, condenarse interiormente: «Siempre seré el mismo, lo mío no tiene remedio». Es la mejor manera de paralizar nuestra vida.
Estas personas no pueden sentir el perdón de Dios, porque no saben perdonarse a sí mismas. No pueden acoger su amor, porque no saben amarse. Solo mirándome con piedad y misericordia, como me mira Dios, solo acogiéndome como él me acoge, puede mi vida renovarse y cambiar.
De nada sirve condenarnos y torturarnos, tal vez con la esperanza secreta de aplacar así a Dios. No necesitamos de ninguna autocondena para que él nos acoja. No es bueno hundirnos o rebelarnos. No es esto lo que más nos acerca a Dios, sino la compasión con nosotros mismos y con nuestra debilidad.
Como dice el conocido maestro espiritual Anselm Grün, la llamada de Jesús: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso», incluye la misericordia para consigo mismo. Tenemos que ser también misericordiosos con los enemigos que todos llevamos dentro.
El relato evangélico de Marcos nos habla de la fe de los que conducen al paralítico ante Jesús, pero nada se nos dice de la actitud interior del enfermo. Al parecer es un hombre paralizado físicamente y bloqueado interiormente. Jesús lo cura con el perdón: «Hijo, tus pecados quedan perdonados»; puedes vivir con un pasado ambiguo y oscuro; estás perdonado; no permanezcas paralizado por tu pecado; Dios te acoge; levántate y toma tu camilla, asume tu responsabilidad y vive con paz.
¿Por qué seguir paralíticos, si Jesús nos espera en el confesionario, para limpiarnos de pecado y ponernos a andar nuevamente por el camino de la salvación?
Fuentes:
Iluminación Divina
Evangelio según San Marcos.
José María Vegas.
José A, pagola
Ángel Corbalán
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