Las Lecturas de hoy nos presentan a la Sabiduría Divina en oposición a las riquezas.
Comenzando con la Primera Lectura del Libro de la Sabiduría (Sb. 7, 7-11), se
nos hace ver que la Sabiduría es por mucho preferible a los bienes
materiales y a cualquier clase de riquezas, sea cual fuere, no importe
su valor.
Por cierto, no se refiere
el texto a la sabiduría de saberes humanos, sino la Sabiduría que
viene de Dios. ¿Qué es la Sabiduría? Es aquel don mediante el cual
podemos ver las cosas, las personas, las circunstancias de nuestra vida
como Dios las ve; nos permite apartarnos de nuestros criterios
humanos -limitados y equivocados- para ver desde la perspectiva de
Dios.
Esa Sabiduría la elogia así la Primera Lectura: “La
prefería a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve
en nada la riqueza ... todo el oro, junto a ella, es un poco de arena y
la plata es como lodo”.
Ningún poder, ninguna joya, ninguna riqueza puede compararse con la Sabiduría. Por eso San Pablo considera “pérdidas” todas las “ganancias humanas” y considera “basura” cualquier cosa, comparada con Cristo, el Hijo de Dios, la encarnación de la Sabiduría misma. (cfr. Flp. 3, 7-8)
Quien quiera dejarse
llevar por la Sabiduría Divina debe, primero que todo, leer, escuchar,
meditar y comenzar a vivir la Palabra de Dios, porque -como nos dice el
mismo San Pablo en la Segunda Lectura (Hb.4, 12-13): “La Palabra
de Dios es viva, eficaz y más penetrante que una espada de dos filos.
Llega hasta lo más íntimo del alma ... y descubre los pensamientos e
intenciones del corazón”.
Y como viene siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos que lo hacen en nuestro idioma y relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo XXVIII del Tiempo Ordinario.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,17-30):
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando. y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando. y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Cuentan de un hombre, que era tan pobre, que sólo tenía dinero. Tremenda
situación, pues si perdía su único bien se quedaba sin nada. La crisis mundial
que padecemos nos refresca esta sencilla verdad. De repente nos hemos dado
cuenta de lo pobres que somos si fiamos toda nuestra esperanza, todos nuestros
valores, a la volátil economía. La dimensión económica de esta crisis es como
la envoltura de otra más profunda, que afecta a nuestra escala de valores, al
sentido de nuestra existencia. Pero esta, como todas las crisis, es una ocasión
para revisarnos en profundidad y poner en cuestión nuestro modo de vida. “Salir
de la crisis” no puede significar sólo estabilizar la economía, sino también y,
sobre todo, rehacer nuestra escala de valores. Hay valores necesarios, que nos
ayudan a sobrevivir: los medios de subsistencia; y hay valores esenciales que
nos permiten vivir en sentido pleno, que nos salvan. Pese al desconcierto
existente sobre los verdaderos valores, y la extendida idea de que todos ellos
son relativos, en realidad, descubrir esa escala de valores no es tan difícil,
aunque haya obstáculos que nos cieguen.
De esto habla hoy el evangelio. La pregunta es ¿en qué consiste la verdadera riqueza? ¿Qué bienes hacen que nuestra vida no se malogre? ¿Qué hemos de hacer para heredar la vida eterna? El joven rico es, ante todo, un joven, alguien que tiene toda la vida por delante y anda buscando su vocación, es decir, una vida con sentido, capaz de saciar el deseo de plenitud. Su pregunta es esencial, pues todos sabemos que nuestra vida se puede malograr. Y ha elegido bien al interlocutor: un Maestro y un maestro bueno, alguien que sabe, pero que además inspira confianza e irradia bondad. La verdad que procede de Dios no es un sistema abstracto de ideas, ni un conjunto de obligaciones desnudas, sino una verdad amable, cordial y amiga. Es una verdad encarnada en la persona de Jesús y, por eso mismo, una verdad con la que se puede dialogar, plantearle dudas y preguntas, buscar orientación y sentido. Gracias a la encarnación del Logos de Dios en la humanidad de Jesús, las respuestas que podemos obtener en diálogo con él no son respuestas estandarizadas, producidas a gran escala para la masa anónima, sino que tienen el sello personal del que responde (Jesús) pero también del que pregunta (el joven del evangelio, cada uno de nosotros). Y así ha de ser también el magisterio del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, que tiene que tratar de ser siempre una maestra buena que anuncia la verdad que ha recibido de Dios; al mismo tiempo, a partir del común depósito de fe, ha de traducir esa verdad a las múltiples situaciones concretas y variadas en las que seres humanos de carne y hueso le plantean sus preguntas vitales. Y la bondad de ese magisterio debe reflejarse en el rostro humano y amable de quienes transmiten la buena noticia del Evangelio: los evangelizadores, sacerdotes, religiosos, catequistas, seglares, todos y cada uno de los creyentes deberíamos tratar de ser el rostro bondadoso que traduce la verdad que salva. Ello, como muestra el evangelio de hoy, no está reñido con el carácter exigente de esa verdad.
Jesús responde dando una primera indicación sobre la fuente y el origen de todo bien: todo lo bueno que hay en el mundo procede de Dios. No rechaza el título de maestro “bueno”, sino que recuerda que esa bondad reconocida con justicia en su persona y en su magisterio tiene su fuente en la paternidad de Dios. Y Dios no está lejos de nosotros. Por eso, acto seguido, le sugiere al joven que, en realidad, él sabe ya la respuesta: “ya sabes los mandamientos”. Decíamos antes que no es tan difícil rehacer la escala de valores que está en el fundamento de una vida con sentido, de una vida lograda. Por mucho que se insista en la relatividad de la verdad y de los valores, al final están las verdades del barquero a las que se aferran todos, incluyendo al más cínico y al más escéptico. Podremos discutir en teoría todas las normas, pero nadie quiere que le maten, ni siquiera que le peguen, ni que le pongan los cuernos, que le roben, le difamen o que le mienten a sus padres… Y en ese “no querer” se esconde el deseo de ser respetado, reconocido amado… Ahí, en esos mecanismos tan sencillos, se revelan verdades elementales sobre las que se levanta el edificio de la vida humana y de las relaciones sociales. Y lo que no queremos para nosotros no debemos hacérselo a los demás (cf. Tb 4, 15; Mt 7, 12). Mirándonos a nosotros mismos (“ya sabes…”) podemos entender con facilidad qué es lo que debemos hacer (“…los mandamientos”). Atenerse a ellos ya no será siempre tan fácil, pero ahí está la tarea de cada uno.
Esta respuesta de Jesús es una respuesta de mínimos, que nos indica un primer estadio del camino que lleva a la vida eterna. Lo primero es no hacer el mal y hacer el bien a los más próximos (padre y madre, pero podemos añadir, hermanos, hijos, los “nuestros”). Ya lo decían los romanos con su típica concisión: “Primum, non laedere!”: el primer bien es no hacer mal.
Pero, puesta la base mínima, es normal que nuestro corazón pida más. No estamos llamados sólo a no hacer esto o lo otro. Aunque evitar el mal es una verdad de Perogrullo (si bien no siempre resulta fácil en la práctica), una ética y una religión basada sólo en prohibiciones nos resulta árida y estrecha. Estamos hechos para algo más. Sin embargo, no conviene despreciar este primer estadio. No sólo porque por debajo del mínimo imprescindible nos hacemos malos y desentonamos de nuestra humanidad. También porque quien cumple o se esfuerza por cumplir, al menos, ese mínimo, está ya reconociendo a Dios (la fuente de toda bondad), lo sepa o no; y, lo que es más importante, tratando de seguir en conciencia eso que “ya sabemos”, Dios nos mira con los ojos de Jesús, nos mira con cariño, nos ama.
La insistencia del joven rico expresa ese deseo de “algo más”, de no limitarse a un cumplimiento de mínimos. Si ese nivel ya lo ha cumplido “desde niño”, parece que el joven quiere avanzar hacia una vida de grandes ideales, no quiere quedarse en una permanente infancia o adolescencia moral y religiosa, sino que quiere alcanzar la madurez.
Ante tal disposición, Jesús no puede sino invitar a la entrega total de su vida a Dios y a los hermanos. Es importante indicar que aquí cambia el tono de su respuesta: del imperativo que prohíbe hacer mal, a la apelación a la libertad que llama a ir más allá del deber, hacia la perfección del amor. Para ello subraya primero la relatividad de los bienes materiales, que no son un fin sino sólo medios, que son pasajeros por definición. Ser ricos sólo de esos tesoros, “que la polilla y la herrumbre corroen”, significa vivir en lo efímero, y por ahí no es posible alcanzar la vida eterna. Jesús invita al joven a adquirir una riqueza superior, a “amontonar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6, 20-21). Los medios materiales son necesarios, pero se gastan, lo queramos o no. Ahora bien, podemos gastarlos sólo en nosotros mismos, de modo egoísta; o podemos gastarlos también en los demás, con generosidad, que es, además, una forma superior y perfecta de justicia.
Hablando de la crisis y de rehacer nuestra escala de valores Jesús nos da una indicación valiosísima. Para salir de la crisis económica, y de esa otra que nos corroe el alma y nos seca el corazón, tenemos que mirar a los pobres, a los que carecen de lo más elemental, y compartir con ellos nuestras riquezas. Realmente, esta es la cosa “que nos falta”, no más bienes materiales, sino mayor generosidad, la capacidad de mirar más allá de lo nuestro y de los nuestros, para descubrir que en la perspectiva de la paternidad de Dios, fuente y origen de toda bondad, todos los seres humanos son “nuestros” y, por ello, “honrar padre y madre” (y al resto de nuestros familiares) significa extender nuestra mirada superando todo límite, para descubrir en cada ser humano a un hermano nuestro. Estamos en la época de la globalización, también en lo que hace a la crisis. Una crisis “global” requiere respuestas globales, sin exclusiones. Superar la crisis significa aprovechar la oportunidad para incluir en los parámetros de la vida digna a todos los excluidos.
En este sentido, hemos de entender la invitación de Jesús como dirigida a todos, no sólo a los que han recibido una vocación especial de dejarlo todo. Todos estamos llamados en una u otra medida a dar de nuestros bienes (materiales y no) a los pobres. Pero, por otro lado, parece que, en el caso del joven rico, Jesús sí que lo invita al desprendimiento total y a un seguimiento radical. Y es aquí donde entendemos que este hombre no sólo era joven, sino también rico. Las riquezas pecuniarias, los medios necesarios, por ser relativos, tienen que someterse a las riquezas que la polilla no corroe. Si no sucede así, los bienes materiales se apoderan de nuestro corazón, se convierten en un obstáculo y en un peligro: los medios convertidos en fines nos esclavizan y nos pierden, nos alejan de la vida eterna y nos encierran en la relatividad de lo efímero. Es lo que Jesús constata con tristeza cuando el joven se marcha pesaroso (bajo el peso de sus riquezas).
La crisis de nuestro tiempo es en la Iglesia también crisis de vocaciones sacerdotales y religiosas. Tal vez haya que entender esta crisis, a la luz del evangelio de hoy, como una crisis de generosidad entre los cristianos. A lo mejor, si rehiciéramos el orden de prioridades y la jerarquía de bienes en nuestro corazón (el “ordo amoris” de San Agustín) sería posible superar también esta otra crisis.
Todos sentimos de un modo u otro el vértigo de la entrega total. Parece que renunciar en todo o en parte al bienestar material significa perderse a sí mismo. A eso suena el espanto de los discípulos ante la advertencia de Jesús por el peligro de las riquezas. Pero, como dice Jesús, la salvación definitiva es cosa de Dios. Sólo Él la garantiza y la ofrece gratuitamente, si estamos dispuestos a escucharle. Puede parecer que lo que nos exige es mucho, demasiado. Pero, si lo pensamos bien, en realidad no es tanto. Es Pedro el que cae en la cuenta. Es como si dijera: “¡Anda! Si resulta que nosotros ya estamos dejándolo todo para seguirte”. Y es que el seguimiento de Jesús no se inicia con el desgarro de la renuncia, sino por la fascinación ante el maestro bueno, que comunica palabras que dan vida y enriquecen por dentro y por fuera: nos sanan y nos abren a la humanidad entera, en la que descubrimos a la multitud de nuestros hermanos y hermanas reales y potenciales. Se trata de un riqueza perdurable acompañada en esta vida de dificultades y persecuciones (las que experimentó el mismo Jesús, hasta la Cruz), pero que nos encaminan (y Él mismo es camino) a la vida eterna.
De esto habla hoy el evangelio. La pregunta es ¿en qué consiste la verdadera riqueza? ¿Qué bienes hacen que nuestra vida no se malogre? ¿Qué hemos de hacer para heredar la vida eterna? El joven rico es, ante todo, un joven, alguien que tiene toda la vida por delante y anda buscando su vocación, es decir, una vida con sentido, capaz de saciar el deseo de plenitud. Su pregunta es esencial, pues todos sabemos que nuestra vida se puede malograr. Y ha elegido bien al interlocutor: un Maestro y un maestro bueno, alguien que sabe, pero que además inspira confianza e irradia bondad. La verdad que procede de Dios no es un sistema abstracto de ideas, ni un conjunto de obligaciones desnudas, sino una verdad amable, cordial y amiga. Es una verdad encarnada en la persona de Jesús y, por eso mismo, una verdad con la que se puede dialogar, plantearle dudas y preguntas, buscar orientación y sentido. Gracias a la encarnación del Logos de Dios en la humanidad de Jesús, las respuestas que podemos obtener en diálogo con él no son respuestas estandarizadas, producidas a gran escala para la masa anónima, sino que tienen el sello personal del que responde (Jesús) pero también del que pregunta (el joven del evangelio, cada uno de nosotros). Y así ha de ser también el magisterio del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, que tiene que tratar de ser siempre una maestra buena que anuncia la verdad que ha recibido de Dios; al mismo tiempo, a partir del común depósito de fe, ha de traducir esa verdad a las múltiples situaciones concretas y variadas en las que seres humanos de carne y hueso le plantean sus preguntas vitales. Y la bondad de ese magisterio debe reflejarse en el rostro humano y amable de quienes transmiten la buena noticia del Evangelio: los evangelizadores, sacerdotes, religiosos, catequistas, seglares, todos y cada uno de los creyentes deberíamos tratar de ser el rostro bondadoso que traduce la verdad que salva. Ello, como muestra el evangelio de hoy, no está reñido con el carácter exigente de esa verdad.
Jesús responde dando una primera indicación sobre la fuente y el origen de todo bien: todo lo bueno que hay en el mundo procede de Dios. No rechaza el título de maestro “bueno”, sino que recuerda que esa bondad reconocida con justicia en su persona y en su magisterio tiene su fuente en la paternidad de Dios. Y Dios no está lejos de nosotros. Por eso, acto seguido, le sugiere al joven que, en realidad, él sabe ya la respuesta: “ya sabes los mandamientos”. Decíamos antes que no es tan difícil rehacer la escala de valores que está en el fundamento de una vida con sentido, de una vida lograda. Por mucho que se insista en la relatividad de la verdad y de los valores, al final están las verdades del barquero a las que se aferran todos, incluyendo al más cínico y al más escéptico. Podremos discutir en teoría todas las normas, pero nadie quiere que le maten, ni siquiera que le peguen, ni que le pongan los cuernos, que le roben, le difamen o que le mienten a sus padres… Y en ese “no querer” se esconde el deseo de ser respetado, reconocido amado… Ahí, en esos mecanismos tan sencillos, se revelan verdades elementales sobre las que se levanta el edificio de la vida humana y de las relaciones sociales. Y lo que no queremos para nosotros no debemos hacérselo a los demás (cf. Tb 4, 15; Mt 7, 12). Mirándonos a nosotros mismos (“ya sabes…”) podemos entender con facilidad qué es lo que debemos hacer (“…los mandamientos”). Atenerse a ellos ya no será siempre tan fácil, pero ahí está la tarea de cada uno.
Esta respuesta de Jesús es una respuesta de mínimos, que nos indica un primer estadio del camino que lleva a la vida eterna. Lo primero es no hacer el mal y hacer el bien a los más próximos (padre y madre, pero podemos añadir, hermanos, hijos, los “nuestros”). Ya lo decían los romanos con su típica concisión: “Primum, non laedere!”: el primer bien es no hacer mal.
Pero, puesta la base mínima, es normal que nuestro corazón pida más. No estamos llamados sólo a no hacer esto o lo otro. Aunque evitar el mal es una verdad de Perogrullo (si bien no siempre resulta fácil en la práctica), una ética y una religión basada sólo en prohibiciones nos resulta árida y estrecha. Estamos hechos para algo más. Sin embargo, no conviene despreciar este primer estadio. No sólo porque por debajo del mínimo imprescindible nos hacemos malos y desentonamos de nuestra humanidad. También porque quien cumple o se esfuerza por cumplir, al menos, ese mínimo, está ya reconociendo a Dios (la fuente de toda bondad), lo sepa o no; y, lo que es más importante, tratando de seguir en conciencia eso que “ya sabemos”, Dios nos mira con los ojos de Jesús, nos mira con cariño, nos ama.
La insistencia del joven rico expresa ese deseo de “algo más”, de no limitarse a un cumplimiento de mínimos. Si ese nivel ya lo ha cumplido “desde niño”, parece que el joven quiere avanzar hacia una vida de grandes ideales, no quiere quedarse en una permanente infancia o adolescencia moral y religiosa, sino que quiere alcanzar la madurez.
Ante tal disposición, Jesús no puede sino invitar a la entrega total de su vida a Dios y a los hermanos. Es importante indicar que aquí cambia el tono de su respuesta: del imperativo que prohíbe hacer mal, a la apelación a la libertad que llama a ir más allá del deber, hacia la perfección del amor. Para ello subraya primero la relatividad de los bienes materiales, que no son un fin sino sólo medios, que son pasajeros por definición. Ser ricos sólo de esos tesoros, “que la polilla y la herrumbre corroen”, significa vivir en lo efímero, y por ahí no es posible alcanzar la vida eterna. Jesús invita al joven a adquirir una riqueza superior, a “amontonar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6, 20-21). Los medios materiales son necesarios, pero se gastan, lo queramos o no. Ahora bien, podemos gastarlos sólo en nosotros mismos, de modo egoísta; o podemos gastarlos también en los demás, con generosidad, que es, además, una forma superior y perfecta de justicia.
Hablando de la crisis y de rehacer nuestra escala de valores Jesús nos da una indicación valiosísima. Para salir de la crisis económica, y de esa otra que nos corroe el alma y nos seca el corazón, tenemos que mirar a los pobres, a los que carecen de lo más elemental, y compartir con ellos nuestras riquezas. Realmente, esta es la cosa “que nos falta”, no más bienes materiales, sino mayor generosidad, la capacidad de mirar más allá de lo nuestro y de los nuestros, para descubrir que en la perspectiva de la paternidad de Dios, fuente y origen de toda bondad, todos los seres humanos son “nuestros” y, por ello, “honrar padre y madre” (y al resto de nuestros familiares) significa extender nuestra mirada superando todo límite, para descubrir en cada ser humano a un hermano nuestro. Estamos en la época de la globalización, también en lo que hace a la crisis. Una crisis “global” requiere respuestas globales, sin exclusiones. Superar la crisis significa aprovechar la oportunidad para incluir en los parámetros de la vida digna a todos los excluidos.
En este sentido, hemos de entender la invitación de Jesús como dirigida a todos, no sólo a los que han recibido una vocación especial de dejarlo todo. Todos estamos llamados en una u otra medida a dar de nuestros bienes (materiales y no) a los pobres. Pero, por otro lado, parece que, en el caso del joven rico, Jesús sí que lo invita al desprendimiento total y a un seguimiento radical. Y es aquí donde entendemos que este hombre no sólo era joven, sino también rico. Las riquezas pecuniarias, los medios necesarios, por ser relativos, tienen que someterse a las riquezas que la polilla no corroe. Si no sucede así, los bienes materiales se apoderan de nuestro corazón, se convierten en un obstáculo y en un peligro: los medios convertidos en fines nos esclavizan y nos pierden, nos alejan de la vida eterna y nos encierran en la relatividad de lo efímero. Es lo que Jesús constata con tristeza cuando el joven se marcha pesaroso (bajo el peso de sus riquezas).
La crisis de nuestro tiempo es en la Iglesia también crisis de vocaciones sacerdotales y religiosas. Tal vez haya que entender esta crisis, a la luz del evangelio de hoy, como una crisis de generosidad entre los cristianos. A lo mejor, si rehiciéramos el orden de prioridades y la jerarquía de bienes en nuestro corazón (el “ordo amoris” de San Agustín) sería posible superar también esta otra crisis.
Todos sentimos de un modo u otro el vértigo de la entrega total. Parece que renunciar en todo o en parte al bienestar material significa perderse a sí mismo. A eso suena el espanto de los discípulos ante la advertencia de Jesús por el peligro de las riquezas. Pero, como dice Jesús, la salvación definitiva es cosa de Dios. Sólo Él la garantiza y la ofrece gratuitamente, si estamos dispuestos a escucharle. Puede parecer que lo que nos exige es mucho, demasiado. Pero, si lo pensamos bien, en realidad no es tanto. Es Pedro el que cae en la cuenta. Es como si dijera: “¡Anda! Si resulta que nosotros ya estamos dejándolo todo para seguirte”. Y es que el seguimiento de Jesús no se inicia con el desgarro de la renuncia, sino por la fascinación ante el maestro bueno, que comunica palabras que dan vida y enriquecen por dentro y por fuera: nos sanan y nos abren a la humanidad entera, en la que descubrimos a la multitud de nuestros hermanos y hermanas reales y potenciales. Se trata de un riqueza perdurable acompañada en esta vida de dificultades y persecuciones (las que experimentó el mismo Jesús, hasta la Cruz), pero que nos encaminan (y Él mismo es camino) a la vida eterna.
“La vida eterna”
Si el domingo pasado la liturgia nos
proponía una catequesis sobre el “placer”, hoy nos invita a meditar sobre la
tendencia a “tener” bienes. En realidad se nos pregunta en qué ponemos nuestra
seguridad.
Ya la primera lectura de la misa de hoy (Sab
7,7-11) nos enseña que el tesoro más importante es la sabiduría. El texto la
compara con tres bloques de deseos que habitualmente mueven a los seres
humanos. Cada uno de nosotros se identifica con aquello que desea.
- El primer bloque se refiere a los cetros,
los tronos y las riquezas. Ahí buscan el honor y la honra los que desean
sobresalir. Sin embargo, ante la sabiduría, son como nada.
- El segundo bloque incluye las piedras
preciosas, el oro y la plata. Ya no se trata del ser del hombre sino del tener.
Esos aparentes tesoros quedan fuera de él, No pertenecen a su vida. Frente a la
sabiduría, su valía se compara a la del barro y la arena.
- En el tercer bloque se sitúan otros bienes
más importantes, como la salud y la belleza. De ellos depende el ser-así de la
persona. La definen. Pero son perecederos, mientras que la sabiduría es
duradera como un sol sin ocaso.
LA CONFIANZA
El relato evangélico menciona a un personaje
anónimo que se acerca a Jesús deseando heredar la vida eterna (Mc 10,
17-30). Es la narración de una triple frustración: la de la riqueza, la
de la bondad y la del amor.
- El que se acerca a Jesús “era muy rico”.
Pero Jesús trata de ayudarle a entender que no es tan rico como parece. “Una
cosa te falta”. Tiene todo, pero le falta el verdadero tesoro, que sólo puede
ser alcanzado mediante la caridad.
- El personaje busca la bondad. Es más, la
ha estado cultivando durante toda su vida, mediante el cumplimiento de los
mandamientos. Parece estar satisfecho de ello. En realidad busca la bondad,
pero no es capaz de seguir al que es Bueno y modelo de la bondad.
- Jesús se le quedó mirando con cariño, pero
él no percibió el sentido de aquella mirada. El amor, como la fe y la
esperanza, implica la alteridad. El amor de Jesús ha quedado frustrado al
dirigirse a un personaje que no estaba dispuesto a hacerse eco de aquel amor.
En un segundo acto, Jesús afirma con
claridad que los ricos tendrán una gran dificultad en admitir a Dios como su
rey, si han puesto su confianza en la riqueza. Y los discípulos se
escandalizan, al identificar el reino de Dios con la salvación. Más de una vez habrán
de oír que no se puede servir a Dios y al dinero.
EL SEGUIMIENTO
En un tercer acto toma Pedro la palabra,
como para afirmar que los discípulos están ya en el camino de la salvación.
Pero, de nuevo Jesús desmonta esa seguridad humana.
• “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos
seguido”. Nos asombra la generosidad de los llamados por Jesús. Pero nos
inquieta pensar que ese seguimiento ha de ser renovado cada día. Porque aun los
que han dejado todo por seguir a Jesús, un día lo dejarán a Él.
- • “Quien deje “todo” por mí, recibirá en este tiempo cien veces más, con persecuciones”. Los bienes fundamentales no son los tesoros materiales, sino los amores familiares. Quien sigue al Señor los valora como nadie, pero sabe que no son el último bien. Y sabe que entre los bienes prometidos entra también la persecución.
• “Y recibirá en la edad futura vida
eterna”. El relato termina como empezó. La vida definitiva que buscaba aquel
personaje rico no queda asegurada por las riquezas. Y tampoco por el
cumplimiento fiel de los mandamientos. Sólo llega a esa vida sin ocaso quien
sigue al que es el Viviente y es la Vida.
- Señor, Jesús, tú conoces nuestra buena
voluntad y también nuestro apego a los bienes, honores y tesoros de este mundo.
Queremos seguirte por el camino. Que nada nos aparte de ti. Amén.
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